martes, 17 de junio de 2014

Si pides perdón, ¿por qué no lo quieres dar?

Sin duda, muchas de las conductas de Dios y de las que nos exige a los hombres son humanamente incomprensibles... La lógica divina es en ocasiones muy distinta a la nuestra. Para nosotros sería mucho más sencillo que Dios pensara y se comportara como un hombre más y que, haciéndolo, no nos pida cosas que consideramos van en contra de nuestra propia naturaleza... Esa lógica de Dios sobrepasa lo que nosotros podemos llegar a comprender e incluso a aceptar... Para hacerlo, tendríamos que deshacernos de nuestras estructuras mentales y afectivas normales, y asumir las de Dios, lo cual nos exigiría dejar de ser nosotros mismos y ser otro distinto... Pues bien, precisamente de eso es de lo que se trata. Que seamos cada vez más parecidos a Dios, que avancemos más en la identificación con Él, pues en esa tendencia es que se encuentra nuestra perfección y nuestra plenitud... Llegar a ese punto es la meta de todos los cristianos. Ya lo dijo San Pablo: "Vivo yo, mas ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí". Llegó a asimilarse de tal modo al estilo de Jesús, a su manera de pensar y de actuar, que se atrevió a decir: "Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo". Él se erige en modelo ejemplar, en el prototipo al que hay que tender. Y se propone, sin atisbo alguno de soberbia o de engreimiento, sino con la máxima humildad, como el ejemplo a seguir...

En esas exigencias divinas, las que nos propone nuestra fe, nos encontramos con llamadas a la perfección que se nos antojan inalcanzables: "Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen y recen por los que los persiguen y calumnian". El movimiento natural que tenemos es a buscar venganza si alguien ha venido a hacernos mal. De ninguna manera es a acogerlos, a orar por ellos, a hacerles el bien. Nadie tiene derecho a hacernos el mal. Y si lo llegara a hacer, pues se ganará nuestra repulsa, nuestra reacción, nuestra venganza. Ese es el movimiento natural humano. Nadie puede venir a pedirnos una manera diversa de actuar y de reaccionar. Pero ese camino no es el perfecto... En primer lugar, porque si fuéramos nosotros mismos los que hacemos el mal, quisiéramos que se fuera comprensivo con nosotros. Quien hace el mal jamás se cree merecedor de los castigos que justamente le corresponderían. Aun cuando pueda aceptar parte de la culpa, pide indulgencia. ¡Qué tranquilidad de espíritu cuando, habiendo hecho algún mal, sabemos que somos perdonados, sabemos que se usa la indulgencia con nosotros, sabemos que el castigo merecido es trasmutado por el amor...! Pues bien, si eso sentimos y vivimos, ¿por qué no desear la misma sensación para los demás que han fallado también? Nadie es perfecto. Ni nosotros ni ellos. Nadie ha nacido con una estrella particular de recepción de buenos tratos. Pero sí queremos que exista esa estrella para nosotros, aunque sepamos que hemos fallado... Entonces, ¿qué hay de malo en que se nos exija a nosotros lo que quisiéramos que se nos aplicara a nosotros mismos? Pensar en esto, hacerlo consciente, discernirlo en profundidad, debe hacernos caer en la cuenta de que no es una exigencia extraterrestre, pues la deseamos nosotros mismos...

Pero, además, es un pensamiento y una conducta que ha asumido el mismo Jesús en su vida. Si alguien hubiera tenido derecho a pedir escarmiento grave para sus ofensores fue Él. El único inocente de toda la historia humana fue al peor que hemos tratado. Quien nunca falló fue el que recibió de los hombres los peores males. Sin haber pecado ni fallado jamás, cargó sobre sí la culpa de todos y asumió el castigo reparador que Dios debía aplicar a los pecadores... Lo que Jesús nos pide no es  extraño a Él. A los ofensores, que llegaron incluso a asesinarlo, les devolvió bien por mal, oró por ellos, los amó hasta el extremo. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Fue lo que hizo Jesús. Nos consideró amigos, aun cuando fuimos los que lo llevamos a la Cruz. Y desde el altar del sufrimiento y de la muerte, nos encomendó al Padre: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Si alguien está pidiendo algo que ha cumplido en sí mismo, si alguien está hablando de algo que sí sabe, es este Jesús, entregado hasta el fin por las culpas de quienes han hecho los mayores males. No nos pide nada extraño a lo que ha hecho Él, sino que nos pide lo que Él, Dios y hombre verdadero, ha cumplido en sí mismo...

Por ello, porque nosotros lo desearíamos para nosotros mismos, y porque lo cumplió perfectamente el mismo que nos lo está pidiendo, no podemos hacernos los oídos sordos a esta petición de Jesús. Ese es el camino de la verdadera felicidad. No el de alimentar las ansias de venganza o de retaliación, sino el de poner todo en las manos de Dios. Que sea Él el que juzgue, el que salga en nuestra defensa. Nosotros hagamos lo que nos pide la perfección, que es dejarlo en las manos de Dios, orando por el bien de ellos, por su conversión. En todo caso, Él es el justo por excelencia. Él sabrá a quiénes corresponderá castigo, a quiénes perdón, a quiénes conversión... Como el rey Ajab que arrepentido, habiendo hecho el mal mayor a alguien, como es matarlo, se abandonó a la misericordia de Dios, quien consideró sincera su conversión, y lo perdonó... "¿Has visto cómo se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado ante mí, no lo castigaré mientras viva; castigaré a su familia en tiempo de su hijo". La justicia de Dios es extraña. Pero es la justicia de Dios. Ya llegará a explicarnos en algún momento ese castigo a su hijo por la culpa de su padre convertido... En todo caso, nos habla de un corazón que está dispuesto a perdonar porque nos ama. Lo mismo que debemos hacer nosotros con nuestros hermanos, todos los hombres...

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