lunes, 30 de diciembre de 2013

Pronuncio la Palabra y así soy plenamente feliz

La llegada del Niño Dios es la esperanza cumplida... Eran muchos los personajes del pueblo de Israel que tenían confianza absoluta y firme en que la Palabra de Dios se cumpliría. Más aún, que esa Palabra se haría presente ya no solamente como una audición, sino como una presencia cercana y activa. La Palabra de Dios tenía que venir, tal como lo había prometido el Padre desde el principio... Esa Palabra no era sólo una realidad inmaterial, pues había sido realmente protagonista desde el inicio de la existencia de todas las cosas. Era la Palabra de Dios la que causaba el "nacimiento" de todo a la realidad. Incluso del mismo hombre. "Y dijo Dios...", es la expresión que lo confirma todo. La Palabra de Dios llamó del no ser al ser todas las cosas...

"La Palabra existía desde el principio. Por ella fueron creadas todas las cosas, y sin ella nada existiría", dice San Juan en el prólogo de su Evangelio. Esa altura de la consideración teológica se alcanzaba al percatarse que la Palabra de Dios era la causa de todo lo creado... Pues bien, esa Palabra no quedó fuera de la historia humana... Fue tan eficaz en su protagonismo, que se hizo presente en esa misma historia: "Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros". El Verbo eterno, la Palabra de Dios mejor pronunciada, tan bien vociferada, es la misma presencia de Dios entre los hombres... Y desde ese inicio de la historia humana de Dios, se cumplió perfectamente la promesa divina... Esa presencia es rescate, es luz, es salvación, es victoria de la Vida... "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza", le dijo Dios a la serpiente. La mujer, María, fue la Puerta del Cielo, fue la entrada del Verbo, de la Palabra, a la historia de la humanidad para hacer de esa historia el lugar de la más maravillosa gesta de Dios en favor de los hombres. María, al igual que Dios, también pronuncia su palabra, que es igualmente eficaz al unirse en esa historia de la salvación de los hombres: "Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra". El Sí de María es la palabra que pronuncia la humanidad para abrir espacio a la Palabra de Dios y permitir que venga a realizar su obra redentora... El Verbo, la Palabra de Dios, empieza su "diálogo de salvación" con los hombres desde el seno de la Virgen Madre. El desarrollo de ese embrión humano-divino es un diálogo que, apenas audible, apenas balbuciente, es grito divino que logra iniciar la historia del rescate de los perdidos...

Por supuesto, la Palabra se convierte así en historia esencial. Los hombres necesitamos siempre de la palabra para escuchar, para conocer, para comprender, para discernir, para masticar, para anunciar, para dar a conocer. Sin la palabra audible, que afecte a nuestros sentidos, ninguna cosa puede ser conocida ni entendida. Y por lo tanto, al no ser conocida, no puede ser amada ni deseada. Sólo lo que conocemos y comprendemos puede ser amado. "No se ama lo que no se conoce". Y cuando se ama aquello que nos es presentado, comprendemos que la plenitud se alcanzará sólo cuando lo compartimos. Compartir un bien es siempre hacerlo mayor. Nunca se "disminuye" el bien compartido. Al contrario, crece y compensa más...

Por eso, tiene muchísimo sentido lo que sucede en la historia de la salvación, particularmente y con más fuerza, después de la venida de la Palabra que "se hizo carne y habitó entre nosotros"... Cuando San Juan en su Primera Carta insiste: "Les escribo a ustedes, padres... Les escribo a ustedes, jóvenes... Les escribo a ustedes, hijos...", está dando demostración de la importancia que tiene el uso de la palabra para comunicar la Verdad fundamental... Es necesario hacerla saber, pues es un bien para todos. Es necesario que por la palabra hecha sensible de cualquier modo, el anuncio de la presencia de la Palabra de Dios en la historia de la humanidad sea hecho, para que ese bien se haga presente en todos los hombres, en la mayor cantidad de ellos. Para eso "ha puesto su morada entre nosotros". La Palabra debe ser escuchada, aceptada, asimilada, y debe producir en los hombres una adhesión de corazón, para que no quede infructuoso su gesto salvador... Cuando esto se comprende, la alegría de quien anuncia es colmada, pues llega a su plenitud. "Se lo damos a conocer para que nuestra alegría sea completa", dice Juan... No será completa en quien la posee si se la guarda para sí mismo. Y resguardada en la intimidad egoísta del corazón y de la mente, sólo producirá frustración y a la postre desaparecerá...

La Palabra de Dios, pronunciada desde la eternidad en el amor íntimo de Dios, pronunciada para la salvación de los hombres en Jesús, y pronunciada por todos los discípulos al mundo entero para que esa salvación llegue a todos, logra su cometido en esa misma pronunciación... Hace felices a quienes la poseen y a quienes la escuchan. Conquista y subyuga a quien la escucha por primera vez y descubre la bella noticia del amor de Dios que se ha entregado por completo con tal de tenernos a su lado... Es una Palabra que corteja, que acaricia, que besa y abraza, para hacer sentir una ternura infinita que haga que no se desee más nunca ninguna otra realidad que pretenda robar el corazón de los hombres... Es de tal manera la plenitud que propicia en el corazón de los amados, que cualquier otra "palabra" que se pronuncie, jamas tendrá la musicalidad que robe la atención, a menos que sea para unirse a la sinfonía inefable del amor que Dios ofrece y que da toda compensación...

La profetisa Ana esperó escuchar esa música que le robó el corazón durante toda su vida... Años y años en el templo esperando escuchar esa hermosa sinfonía de la Palabra de Dios, hasta que Dios le cumplió su esperanza... Ana es prototipo de la humanidad que añora esa llegada de la Palabra, de ese música hermosa, que arrebataba los sonidos estridentes que habían producido el pecado y la muerte durante tantos años... La música celestial borraba por completo las estridencias y lo colocaba todo en los acordes más hermosos que se han escuchado en toda la historia: los de la música producida por la Palabra hecha carne, la música del amor, la música de la salvación, la música que servía como billete de entrada a la eternidad feliz junto al Padre...

Nuestra alegría será completa sólo si comprendemos, como lo comprendió Ana y como lo comprendió Juan, que en el anuncio de la llegada de esa Palabra de salvación está la plenitud. Quien se convierte en anunciador, se anuncia a sí mismo también esa misma salvación y por eso alcanza la altura más grande de la alegría. Da la alegría y la asegura para sí. Vive la plenitud y la hace llegar a los hermanos. Se convierte en palabra que anuncia a la Palabra y por eso se salva y es feliz en plenitud...

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