La extensión del anuncio de la salvación a los hombres fue un hecho que se fue verificando claramente. Esa predicación fue llegando a todos por vías diversas, a veces sorprendentes, por cuanto muchas veces se dio como reacción a una prohibición que, lejos de impedirla, la facilitó y la posibilitó, haciendo que traspasara fronteras donde quizá ni siquiera un buen planificador hubiera pensado. La libertad de Dios y de su Palabra quedaba demostrada en esto. Nadie que tuviera poder de gobierno sobre el mundo podía impedir que la fuerza del amor y de la gracia divinas se difundieran por sí mismas. Las mismas persecuciones iniciadas contra los primeros seguidores de Jesús fueron las plataformas de lanzamiento de los enviados de Jesús a otras latitudes. Recordemos el encuentro de Felipe con el eunuco etíope, que se da justamente porque Felipe va huyendo de la persecución que se había decretado en Jerusalén contra los cristianos. Ese decreto había hecho posible, en última instancia, que el eunuco, gentil, de la corte de Candace, temeroso de Dios y anhelante de la salvación, recibiera la palabra que lo llenaría de luz y lo llevaría finalmente a recibir el bautismo que lo justificaba y lo salvaba, recibiendo así la redención que Jesús había procurado con su muerte y su resurrección. La huida de muchos cristianos de sus sitios de origen debida a los decretos de muerte que declaraban la prohibición del anuncio del Cristo redentor, no podía de ninguna manera encadenar la Palabra de Dios, libre por esencia, ni impedir que el beneficio que Jesús había logrado para todos quedara en suspenso. Igualmente, quienes pretendían encadenar esa Palabra de salvación, eran testigos de la libertad superior que ella poseía y que seguía haciendo la obra de salvación que quería. Fue la experiencia que tuvieron los apóstoles, particularmente San Pablo, cuando hecho prisionero, aquel terremoto lo liberó de las cadenas y todo terminó con la conversión y el bautismo de su carcelero y de toda su familia. No hay, por lo tanto, posibilidades de que fuera impedida la gracia que Dios quería derramar en el mundo. Por un lado, porque esa gracia no es algo material a la que se le pueda confinar como con un dique de contención, y por el otro, porque los discípulos, enviados por Jesús a toda la tierra, tenían muy claro a quién debían obedecer y cuál era la autoridad que los regía: "Juzguen ustedes mismos si es lícito obedecer a los hombres antes que a Dios". Quien tiene bien clara en su mente la idea de la superioridad de Dios, de su amor y de su salvación, jamás dudará sobre a quién debe obedecer.
Tanto la libertad infinita del mismo Dios y de su Palabra, como la clara conciencia de los enviados de Jesús sobre el peso de la autoridad verdadera a la cual se debe obedecer, dieron como resultado una extensión impresionante de la mejor noticia que jamás pudo escuchar la humanidad: Dios los ama a todos con amor eterno e infinito, y está dispuesto a hacer que ese amor, convertido en misericordia y salvación, le llegue a cada hombre y mujer de la historia, pasando por encima de todos los obstáculos e impedimentos que las autoridades humanas quieran poner. Una verdad irrefutable y verificada en aquella Iglesia naciente que fue testigo de las grandes maravillas de Dios, por sí mismo o a través de la obra de quienes se ponían a su disposición. Ese anuncio iba llegando a todos, por las vías diversas que el mismo Dios disponía. Incluso se podría afirmar, con sorpresa de los mismos discípulos. El acontecimiento de la llegada de Apolo a Antioquía, "natural de Alejandría, hombre elocuente y muy versado en las Escrituras", es emblemático de esto. Coinciden con él en la ciudad Áquila y Priscila, compañeros de San Pablo, y quedan sorprendidos, por cuanto no era alguien conocido ni de su grupo. ¿Cómo había llegado tan lejos este personaje, con noticias tan claras de Jesús? Estaba predicando valientemente la salvación de Cristo: "Lo habían instruido en el camino del Señor y exponía con entusiasmo y exactitud lo referente a Jesús, aunque no conocía más que el bautismo de Juan". Ciertamente su formación, con ser de primera, adolecía de vacíos. Pero era lo de menos. Apolo era un buen instrumento del Señor, y fuera como haya sido su elección y su misión, estaba bien dispuesto a ser instrumento de Jesús para anunciar su amor a los hombres. Bastaba solo con pulir su instrucción, prepararlo mejor para la misión que estaba llevando adelante y enviarlo ya con todos los rudimentos necesarios para que siguiera cumpliendo esa tarea que había asumido con responsabilidad. "Cuando lo oyeron Priscila y Áquila, lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios". Se erigió, así, en un excelente discípulo de Cristo, anunciando con valentía y autoridad al Salvador: "Decidió pasar a Acaya, y los hermanos lo animaron y escribieron a los discípulos de allí que lo recibieran bien. Una vez llegado, con la ayuda de la gracia, contribuyó mucho al provecho de los creyentes, pues rebatía vigorosamente en público a los judíos, demostrando con la Escritura que Jesús es el Mesías".
Lo importante, en todo caso, era preparar el camino para la llegada de Jesús al corazón de todos los hombres. Quien se ponía a la disposición de este anuncio no podía menos que hacerse instrumento dócil de Jesús, para que ordinaria o extraordinariamente, fuera utilizado por el amor para manifestarse. Es apuntar a alcanzar la meta del encuentro con ese Jesús de amor y de misericordia que revela el amor infinito del Padre, que es la meta de cualquier evangelización. Ni siquiera el mismo Jesús es la meta. La meta es el Padre. Jesús mismo es un enviado de amor para lograr que el hombre encuentre la ruta del amor de Dios Padre y viva la mayor compensación que jamás pueda imaginar. "Hasta ahora ustedes no han pedido nada en mi nombre; pidan, y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que les hablaré del Padre claramente". La tarea de Jesús, más allá del rescate de la humanidad de las garras de la muerte, es la de conducirla al encuentro del Padre. Ese es el objeto de la Redención. Se redime para colocar en las manos del Padre todo. El amor del Padre es el mayor tesoro que vivirán los hombres redimidos. Será la auténtica meta del rescate. El amor a Jesús y a su obra de amor que pueda surgir del corazón de cada redimido, confluirá naturalmente hacia el amor al Padre. No se puede amar a Jesús sin amar al Padre. Y ese amor a Jesús nunca quedará sin compensación: "Aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que yo rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo los ama a ustedes, porque ustedes me aman y creen que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre". Si en el amor de Jesús encontramos los hombres una experiencia insuperable, pues contemplamos en él su entrega gratuita, sin espera de recompensa, solo con el objetivo de ser satisfacción con su muerte por nuestro pecado, podremos imaginarnos la compensación insuperable que podremos obtener en la experiencia del amor infinito y eterno del Padre, que es el origen de toda la obra de Redención del Hijo, en el cual nos demuestra que nada está por encima de nosotros en su corazón. Sabernos amados por Jesús es algo que llena nuestro corazón de alegría desbordante. Pero sabernos amados en mayor grado por el Padre, sabiendo además que ese amor nos conducirá paternalmente y con la mayor ternura a su encuentro, en una eternidad feliz que jamás tendrá fin, nos hace infinita y eternamente felices. Dios procurará por todos los medios lograrlo. Nunca dejará de hacer lo que sea necesario para que estemos con Él. Es infinita y absolutamente libre. Y su Palabra correrá siempre veloz con la mayor libertad para traernos la convicción feliz de ser amados por Él con amor tierno y eterno.
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