El adagio popular resume siempre verdades inobjetables. La sabiduría expresada en dichos y sentencias con la jerga común, revela la experiencia confirmada por innumerables vivencias personales en las que se verifica lo que quieren afirmar. Cada pueblo y cada cultura, tomando imágenes de su cotidianidad, van enriqueciendo su tesoro de sabiduría con expresiones vivaces, absolutamente ciertas, que desnudan la verdad y la colocan frente a todos de manera diáfana, para que se queden grabadas en sus mentes y en sus corazones. Normalmente son verdades tan sólidas que son realmente irrefutables. No son necesarias experimentaciones científicas o construcciones catedráticas para comprobarlas. La mente más sencilla, la menos rebuscada, conoce esa verdad y la vive en carne propia, por lo cual no necesita de ninguna autoridad superior para sustentarla. La sustenta en su propia experiencia y con ello basta. Sorprenden sobre todo por su sencillez. Al ser imágenes cotidianas a las que se echa mano, no se necesita de un lenguaje rebuscado o enigmático, con un desarrollo socrático que les dé solidez. La solidez la tienen en sí mismas, pues son una experiencia común. Por ello basta que sean expresadas, sin mayor explicación, para ser comprobadas. En cierto modo las comprueba cada uno por su propia vivencia particular. Entre esas verdades expresadas con imágenes cotidianas, nos encontramos con una que por lo que implica de paz y serenidad para el alma humana, es sencillamente genial: "La mejor almohada es tener la conciencia tranquila". Es aceptado por la generalidad que la conciencia es la presencia de Dios en el hombre. Podríamos decir que la conciencia, aun cuando le falte algo para estar bien formada, dicta siempre los pensamientos y las conductas que surgen de la bondad natural del hombre. Aunque no haya una indicación de alguna autoridad que marque la pauta para el bien o para el mal, la conciencia naturalmente tiende a conocerla. Es lo que hemos llamado la ley natural. Por ella, naturalmente sabemos lo que está bien y lo que está mal. Nadie tiene que decirnos, por ejemplo, que robar es ilícito. Apropiarse de lo que no es de uno siempre será un delito, siempre estará mal. Y si se llega al punto de justificarlo, el mero hecho de tener que hacerlo ya nos dice de su ilicitud. Esto tiene que ver con la paz interior, en cuanto que al actuar en la línea de lo que nos dicta nuestra conciencia, no sentiremos nuestro propio reproche, sino que al contrario sentiremos nuestra propia congratulación. Esa bondad natural de los hechos, o por el contrario, su maldad natural, están escritos a sangre en nuestra conciencia. Definitivamente vienen de nuestro origen. Es Dios mismo quien las ha grabado en nosotros. Por eso, en cierto modo, la voz de la conciencia es la voz del mismísimo Dios.
Por ello, al final del día, cuando hacemos balance de lo que hemos vivido en él, la satisfacción por el deber cumplido es el mejor incentivo para un buen descanso. Los hombres de hoy estamos acostumbrados ya al uso de somníferos u otros medicamentos para lograr un descanso reparador. El estrés del día, la cantidad de problemas que hubimos de resolver, el enfrentamiento con situaciones de crisis o de necesidad, la búsqueda de soluciones para las situaciones particulares de necesidad extrema en las que se puede estar viviendo, son caldo de cultivo para vivir una intranquilidad que perturbe la posibilidad de un buen descanso. Quizá haya que buscar una manera de cambiar la óptica para obtener una paz distinta de la que se pretende con los medicamentos. Dependiendo del punto desde el cual hacemos nuestras consideraciones, tendremos más o menos paz. La mejor paz posible no es la de la ausencia de conflictos, que es la que generalmente se persigue, sino la de la satisfacción por el deber cumplido, aun en medio del tráfago cotidiano. Hacer lo que haya que hacer no será la seguridad para alcanzar una paz exterior. Quizá, incluso, sea exactamente lo contrario. Hacer lo que se debe hacer muchas veces traerá conflictos con quienes quieren imponer el mal como norma de vida. Si nuestra conciencia nos dicta el bien con el que debemos enfrentar al mal, nunca obtendremos la paz alineándonos con el mal. Sentiremos continuamente el reproche de nuestra más profunda intimidad si lo hacemos. Nadie puede escapar de eso. Hasta la conciencia más dañada, la más laxa, la más destructiva, sentirá alguna repugnancia ante el mal, aunque sea casi imperceptible. Por ello, aunque se deba asumir el conflicto al seguir fielmente lo que dicte nuestra conciencia, podremos tener una conciencia que nos felicite y nos sirva como la mejor almohada. En cristiano, debemos traducirlo también como ser fieles a Jesús, al Evangelio, a la tarea que nos corresponde como ciudadanos del mundo. Lo vivió San Pablo cuando, reuniendo a los presbíteros les hace balance de todas sus correrías y sufrimientos y anuncia aún mayores dolores que, sin embargo, no hacen mella en su gozo interior por haber hecho lo que tenía que hacer: "No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios". Es impresionante como una correcta jerarquización de valores, según la propia conciencia, produce esa paz interior: "Sé que ninguno de ustedes, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por eso testifico en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos: pues no tuve miedo de anunciarles enteramente el plan de Dios". Ya quisiéramos mucho vivir en esa paz interior. Cumplir lo debido no trajo paz exterior para San Pablo. Pero sí fue suficiente para percibir la congratulación de su propia conciencia, que en definitiva era la de Dios, y así estar en paz consigo mismo.
Y también Jesús, nuestro Maestro, había tenido la misma experiencia. Su oración ante el Padre es reveladora de esa satisfacción que sentía por el deber cumplido: "Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese". Jesús, siendo Dios, seguía siendo el Hijo de Dios. Y en cierta manera rendía cuentas ante el Padre, que le había encomendado la tarea sublime de la Redención de la humanidad. Ya estaba por cumplir el final del itinerario y hacía balance también Él de la misión encomendada. No sentía ningún reproche por cuanto había seguido estrictamente el guión pautado para alcanzar su meta. Y estaba bien dispuesto para poner la guinda a su tarea, que era sufrir la pasión y la muerte, pero también resurgir victorioso. No había estado todo el periplo exento de dolor y de violencia. Había habido mucho sufrimiento y persecución. Y faltaba lo peor. El sufrimiento extremo de la cruz, de la muerte y del sepulcro. Pero Jesús ponía su mirada en la meta. Y eso era lo que lo satisfacía. Asumía que cumplir el deber implicaba mucho dolor, pero que cumplir era lo importante. Su conciencia divina sabía lo que iba a suceder. Su conciencia humana se sentía impulsada a asumirlo para poder cumplir bien y estar tranquila, al extremo de que en ese momento crucial de asunción del futuro, poco importaba su suerte. "Que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya". Más importaba la suerte de los suyos, de los que había venido a rescatar: "He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. ... Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti". Esa tarea debía ser cumplida totalmente. Y ello implicaba no solo el presente de la obra a cumplir, sino el futuro de todos los que quedaban encargados de hacerla llegar a los hermanos. La conciencia de Jesús estaba satisfecha del deber cumplido, y quería sobre asegurarse en la encomienda de los que quedaban en el mundo como enviados suyos en las manos del Padre. Esos somos nosotros. También cada uno debe cultivar la obediencia a la conciencia. A la natural, para el cumplimento de nuestros deberes y la búsqueda y siembra natural del bien que debemos cumplir, y a la cristiana que nos lanza al mundo con el mensaje del amor de Dios por todos, asumiendo que la paz no será la de los sepulcros, sino la de la alegría y la satisfacción por el deber cumplido. Esa será nuestra mejor almohada.
Totalmente de acuerdo, es más . es como la satisfacción del deber cumplido..
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