domingo, 17 de mayo de 2020

Espero la venida del Espíritu Santo para vivir la plenitud de la alegría

EVANGELIO DOMINGO 21/05/2017

La unión entre el hombre redimido y Dios es una unión esencial y vital. Quien ha recibido el amor misericordioso de Dios por el gesto de entrega definitivo y final de Jesús, que lo llevó a la muerte por ese amor total, recibe el don de la vida sobrenatural. Este ya no vive solo en sí ni solo para sí. Vive en Dios y para Él, manifestando su vida también, como la de Jesús, en la entrega amorosa por los hermanos. Ha comprendido perfectamente que la plenitud de su vida no está en un empeño por conservarla para sí, casi egoístamente, sino que la alcanzará solo en la entrega. "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará". En esta lógica del amor, que es distinta a la lógica de la conveniencia humana, ganar es perder y perder es ganar. La inhabitación de Dios en el ser del redimido le va haciendo comprender en la entrega del día a día esta verdad inconmovible. Es en el abandono paulatino y progresivo y, por lo tanto, en el saborear la compensación radical del amor, que esto va teniendo sentido. Y a medida que es mayor el imbuirse en esta verdad, se irá sintiendo también en mayor medida la absoluta compensación que esto produce. "El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él". En este proceso creciente de vida sobrenatural, en el cual el redimido se va haciendo mas "poseedor" de Dios, se dará también la posesión del Espíritu Santo, como promesa de compañía segura que tendrá cada uno en su itinerario de crecimiento. Hacerse cada vez más morada de Dios lo hará cada vez más capaz de recibir las bendiciones que representa ser templo del Espíritu Santo. "Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que les dé otro Paráclito, que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad". Es la presencia absolutamente cierta de Dios en el corazón del rescatado, lo que asegura que el camino sea firme, lo que hace sólida la esperanza, lo que hace posible la experiencia del amor a todos, lo que lanza hacia el hermano necesitado, lo que capacita y hace valiente para dar verdadero testimonio de la verdad. Jesús mismo seguirá siendo compañero de camino del elegido, pero la tarea de capacitación total la hará el Espíritu, quien cumple la promesa de Jesús: "No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo. Entonces sabrán que yo estoy en mi Padre, y ustedes en mí y yo en ustedes". Será, por lo tanto, una inhabitación plena de Dios en el redimido, lo que lo hará estar verdaderamente vivo, pues será la plenitud de la vida sobrenatural en él.

Esa vida que recibe el redimido es vida para él. Pero es vida que no debe quedarse solo en él. No ser transmisor de esa vida y no procurar hacerla llegar a todos, representará en cierta manera la muerte. Un redimido que no se convierte en redentor con Jesús, desdice de su propia redención. Quien vive la alegría de la propia salvación experimenta en sí un deseo irrefrenable de compartir esa alegría con todos. La alegría de la redención es difusiva. No se entiende que exista algún redimido que no mire a su alrededor buscando a quien hacer vivir esa misma alegría. No importa si es bien recibida o no. Importa querer transmitirla. "Glorifiquen a Cristo el Señor en sus corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que les pida una razón de su esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando los calumnien, queden en ridículo los que atentan contra la buena conducta de ustedes en Cristo". La glorificación de Dios se dará en la medida en que esa gloria sea conocida por más hermanos. Dar razón de la esperanza es compartir la razón de la propia alegría. Esa esperanza nos sustenta en la mira de una realidad absolutamente superior a la que estamos viviendo actualmente, en la que Cristo "será todo en todos", por lo que toda la creación estará en un peldaño infinitamente superior en el que se encuentra actualmente. Es una esperanza que sostiene sólidamente en la realidad actual, sembrando la semilla de la verdad y del amor, pero conscientes de que esa semilla dará buenos árboles y buenos frutos en el futuro, en una cosecha que será hecha en la eternidad, en la que disfrutaremos de esos frutos ya inamovibles. El hecho de que la cosecha será en la eternidad no frustra de ninguna manera. Al contrario, sirve de acicate para que exista un mayor empeño en sembrar para que dicha cosecha sea más abundante. Y dará frutos también aquí y ahora, por cuanto la vida sobrenatural no está reservada solo para la eternidad, sino para ser vivida también en la cotidianidad. No se puede ocultar la inhabitación de Dios en lo que hacemos cotidianamente. Dios "se nota". Quien lo tiene en su morada personal no puede contenerlo. Y lo dejará brotar en cada una de sus acciones y de sus palabras. Dios hará que el testimonio de vida de quien le sirve de morada sea una actuación natural, en cualquier circunstancia: "Es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que sufrir haciendo el mal. Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirlos a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu". Hacer el bien no es una "recompensa" del redimido al mundo. Es su actuación natural.

En ese periplo de testimonio y de anuncio del amor y de la salvación el redimido irá añadiendo cada vez más discípulos que se dejarán conquistar por Jesús. La palabra de Dios y su amor que serán transmitidos por los elegidos irá dando frutos y conquistando cada vez más seguidores. La presencia de Dios en quienes anuncian y son enviados, los hará veraces, los hará poderosos. Los destinatarios se irán dejando conquistar y se irán acercando para tener también ellos la experiencia de la alegría de estar en Dios, de ser redimidos, de ser plenificados con una vida superior, de recibir esa vida sobrenatural que perciben en quienes les están anunciando la alegría y la esperanza del amor y del perdón. Un testimonio convencido, hecho desde una vivencia sólida, nunca dejará de ser convincente. Quien transparenta su gozo de ser de Dios invita con su testimonio a otros a ser también de Dios para vivir la misma alegría, para ser bañados de la misma esperanza, para poner también su mira en la eternidad feliz de los redimidos. Así lo hicieron los primeros discípulos que vivieron aquellas primicias de la Iglesia naciente: "En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. El gentío unánimemente escuchaba con atención lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría". Era la alegría de la presencia de Dios, que iba conquistando corazones. Los discípulos, como Felipe, eran instrumentos eficaces de la Gracia divina, porque se dejaban llenar de Dios y lo anunciaban convencidos a todos. La Iglesia, de esa manera, se convirtió en el instrumento de vida sobrenatural que utilizaba Jesús para hacerse presente en medio del mundo con su amor y su salvación. "Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo; pues aún no había bajado sobre ninguno; estaban solo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo". De esa manera, se llegaba al punto alto de inhabitación de Dios. Se hacía cargo el Espíritu Santo, la prenda de Dios en la nueva etapa de la historia de la salvación, quien los iba a mantener en la fe y en la esperanza, y los iba a acompañar en la alegría para que siguieran dando testimonio feliz de la vida sobrenatural que poseían y que querían que vivieran todos los hermanos.

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