Cuando Jesús envía a los apóstoles al mundo de ninguna manera les endulza la situación que vivirán. Les presenta crudamente la realidad que deberán enfrentar cuando les toque dar testimonio de lo que son enviados a anunciar. El ser servidores del amor, el ser instrumentos para que ese amor llegue a todos, prestando sus labios y todo su ser para hacer que el mensaje de la salvación llegue a todos los hombres posibles, no les restará ningún sufrimiento, ningún dolor, ninguna persecución. Jesús no promete el camino sobre lecho de algodón ni reconocimientos humanos. Al contrario, promete persecución, enfrentamiento, conflicto. Si se es fiel en el anuncio del Evangelio es esto lo que seguramente se obtendrá. No es, por lo tanto, lícito desvirtuar la situación que se va a vivir, como queriendo endulzar una situación que no tiene manera de ser endulzada. Estar con Jesús, ser suyo, prestarse como instrumento de su amor, no ahorra dolores. Miente quien dice que para no tener problemas hay que acercarse a Dios. Cuando Jesús nos anuncia lo que viviremos jamás nos engaña diciéndonos que al estar con Él se acabarán los sufrimientos o los dolores. No es así. Al contrario, anuncia que serán inevitables. Lo que sí anuncia Jesús es que en medio de todos esos dolores y sufrimientos que tendremos, Él estará siempre presente tendiendo su mano para servirnos de sustento, de fortaleza, de alivio, de consuelo. Cuando en nuestra vida cotidiana pensemos que estamos dando testimonio de nuestra fe, un criterio para discernir si estamos siendo fieles nosotros mismos al mensaje que debemos anunciar, es en qué ambiente estamos haciéndolo. Si recibimos lisonjas y reconocimientos de los demás, debemos revisar si de verdad estamos siendo fieles a Jesús. Una Iglesia que no es perseguida, que no es vilipendiada, que recibe muchos reconocimientos y premios, probablemente sea una Iglesia que se está casando con los que son contrarios al Evangelio. Por el contrario, una Iglesia que se mantiene fiel a Jesús y hace el anuncio de las exigencias del Evangelio sin concesiones, será una Iglesia que vivirá mucho enfrentamiento, a la que el mal intentará anular pues se convierte en un estorbo para sus pretensiones. El anuncio del amor y de la salvación que Jesús envía a hacer, implica enfrentar muchos criterios y actitudes contrarios al Evangelio, ser denuncia continua de los intereses muchas veces malsanos de quien ejerce el poder, dinamitar las bases de quien promueve el odio y la guerra, ser acusación de quien busca herir la vida desde su inicio o cuando llega casi a su final, confrontarse con el que persigue solo intereses monetarios sin importarle pisotear la dignidad del ser humano.
Si el que anuncia el Evangelio quiere realmente ser fiel al mensaje, deberá estar bien pertrechado para resistir. No engaña Jesús. Es honesto hasta en anunciar el dolor futuro: "Les he hablado de esto, para que no se escandalicen. Los excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que les dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí". Podríamos pensar que no hay entonces ninguna compensación en ser discípulo de Jesús. No es así. Quien se mantiene fiel a Cristo por encima de todos los avatares que le corresponda vivir, tiene en su misma fidelidad su compensación. Saber que está haciendo lo correcto es una compensación infinita, por cuanto el anuncio del Evangelio no persigue lisonjas o reconocimientos, sino dar a conocer a Jesús, su amor y su salvación. El único reconocimiento que le interesa al que es instrumento del amor es el de Jesús: "Siervo bueno y fiel, entra a gozar de la dicha de tu Señor". Añadido a esto, saberse apoyado y acompañado por Aquel que cumple la promesa de Jesús: "Cuando venga el Paráclito, que les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también ustedes darán testimonio, porque desde el principio están conmigo". Prestarse como instrumento dócil en las manos de Jesús para anunciarlo al mundo, asegura la posesión del Espíritu Santo. Ser anunciador del amor es ser portador de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es ser templo del Espíritu Santo, lo cual es la máxima dignidad del cristiano. La compensación ciertamente no es material, ni de reconocimiento mundano. Es un compensación espiritual infinita, por cuanto estriba en saberse instrumento fiel en el que habita plenamente Dios. Esa fidelidad, siendo el estado natural de quien quiere ser buen mensajero, será incómoda para el mal. Pero será razón para la satisfacción de Dios, que alarga su brazo como sostén en la debilidad. Ser fiel es el mejor seguro para estar en Dios, para forzar la presencia de Dios en la propia vida. Sucumbir ante el mundo será abrir la puerta y expulsar al Dios que enriquece el alma, quedándose en la inopia del abandono solo en las propias fuerzas, recibiendo las lisonjas del mundo, que se basan exclusivamente en la hipocresía y en la mentira. El mal ofrece un oasis que desaparecerá, pues se queda en lo superficial, en lo que no trasciende, en la mentira. La fidelidad ofrece un sustento sólido que nada destruirá, que permanecerá para siempre, que llegará hasta la vida eterna.
Y por si esto fuera poco, que de ninguna manera lo es, el Señor permite también caramelitos ocasionales en el transcurrir de la vida de los enviados. Los apóstoles son el paradigma de los perseguidos y oprimidos a causa de la verdad. Nadie sufrió más persecución y dolor que ellos. Lo atestigua San Pablo: "Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan". Es el resumen perfecto de lo que es la vida apostólica. Los golpes recibidos son reales, pero también es real la valentía y la capacidad de afrontar todo los embates por la fuerza del Espíritu que los acompaña y que nunca los deja solos en su misión. Pero así como son perseguidos, también Dios permite que haya alguna compensación que los haga sentir la alegría de ser escuchados y de que aquello que hacen recibe alguna muestra concreta de que tiene sentido. "Nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo". Era una señal de que el mensaje que iban anunciando calaba en los oyentes y los transformaba. Lidia era una creyente de Dios y aceptó el mensaje de salvación que presentaba a Jesús como el Mesías Redentor. Su corazón había sido conquistado por el amor de Jesús que se había entregado por ella y le había alcanzado el perdón de sus pecados con su sacrificio. Y haber recibido con gozo esa revelación le hizo sentirse agradecida con aquellos que la habían iluminado. Por ello les insiste a los apóstoles que se queden en su casa: "Se bautizó con toda su familia y nos invitó: 'Si están convencidos de que creo en el Señor, vengan a hospedarse en mi casa'. Y nos obligó a aceptar". Su agradecimiento lo expresaba en la acogida que quería brindar a los mensajeros de Cristo. Su conversión la impulsaba a ofrecer un refugio a quienes la habían iluminado. Los apóstoles, de esta manera, sin haber sido ese su objetivo, recibían un reconocimiento. Dios permitía este regalo desde un corazón agradecido como el de Lidia y su familia. La hospitalidad es un rasgo propio del creyente. Se cumple lo que dice Jesús: "El que a ustedes recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió". Lidia, convertida en el amor, abría las puertas de su casa a los enviados de Jesús, con lo cual se las abría a quien los envió, al mismo Jesús. Esos caramelitos los permitirá también ocasionalmente el Señor. No todo será persecución y sufrimiento, aunque esté anunciado que vendrán. Los buenos también demostrarán la felicidad de haber sido tomados en cuenta en el anuncio de la salvación.
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