jueves, 21 de mayo de 2020

Tú transformas cualquier tristeza en alegría. Tu Espíritu es el Espíritu de la alegría

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El anuncio del Evangelio se realiza en medio de una inmensa cantidad de vicisitudes y realidades humanas. Es todo un abanico de sentimientos, una montaña rusa, en la que está montada la presentación de la salvación que quiere hacer llegar a Jesús a los suyos. El paso de la alegría a la tristeza, de la esperanza a la desilusión, de la dicha al sufrimiento, está a pedir de boca. Es el espíritu humano el que entra en juego y es en él donde se encuentra este sube y baja de actitudes. Mientras no se consiga llegar a la convicción absoluta de la felicidad plena en Cristo, las pasiones estarán desbordadas y serán tan cambiantes que parecerá un carnaval de sentimientos. Será necesario tener la experiencia sublime del encuentro definitivo con Jesús, experimentando en lo más profundo del propio ser su amor infinito y la salvación que regala, para poder llegar a la estabilidad emocional que da solo el sosiego de saberse amado y salvado. Mientras tanto, el intercambio de sentimientos, la variabilidad extrema en el que se encuentra quien va en búsqueda de Jesús, marcará su itinerario. Súmese a esto la diversidad extraordinaria de ofertas de felicidad que presenta el mundo en el que se encuentra quien quiere ser agraciado por la sensación de paz y de tranquilidad. Todo hombre y mujer de la historia debe vivir esto en su espíritu, pues será su propia experiencia la que dictará la pauta para encaminarse hacia la plenitud. Es una variable con la que contó el mismo Jesús y de la que tuvo experiencia personal con el grupo de los apóstoles. Quizá fue en ellos donde lo vivió más claramente y donde percibió que esa sería la marca en la experiencia de toda la humanidad: "En verdad, en verdad les digo: ustedes llorarán y se lamentarán, mientras el mundo estará alegre; ustedes estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría". El mundo ofrecerá la alegría de su supuesto triunfo ante Jesús, que con su mensaje de amor y bien se oponía a la maldad y al odio que quería imperar en el mundo. La muerte de Cristo es el triunfo del mal. De allí su alegría. Esa realidad de la muerte de Jesús es la victoria del empeño de quitar de en medio a quien lo ponía en evidencia, quien debilitada sus fortalezas y dinamitaba sus fundamentos. Esa será la razón de la alegría del mundo y de la tristeza de los discípulos. Pero será también razón futura para el cambio radical de sensaciones. Ese aparente triunfo del mundo será trastocado totalmente en su derrota más estruendosa. La victoria será la de Jesús. Y esa será la razón última de la alegría de los seguidores de Cristo.

Jesús cuenta con esta variabilidad del espíritu humano. Está claro que debe ser así, pues de sus manos creadoras hemos surgido todos, y nos conoce mejor que nosotros mismos. Sabe bien cuáles son nuestras expectativas, por dónde nos movemos, cuáles intereses nos motivan más. Y nos ha enriquecido además con nuestra componente espiritual, en la cual ha colocado añoranzas superiores que no se satisfacen solo con logros meramente materiales o humanos, sino que ha elevado su caracterización a realidades espirituales y sobrenaturales. Si el mundo se queda solo en la expectación de metas horizontales, Jesús invita a los hombres a la búsqueda de metas más elevadas. Cuando Jesús dice: "Su tristeza se convertirá en alegría", está invitando a no quedarse solo en las consideraciones horizontales, más a la mano, sino a una búsqueda más profunda, que no se queda solo en la obtención de compensaciones inmediatas. Lo estable, lo eterno, lo definitivo, llega por vías diferentes a las ordinarias. Llega por la experiencia de lo interno, de lo íntimo, de lo espiritual, de lo que no pasa y se acaba. Es definitivamente más estable, pues no depende del aire del momento. La experiencia que tendrán los apóstoles será la del prendimiento de Jesús, de su humillación al extremo, de la demostración máxima de debilidad al contemplarlo pendiente inerte en una cruz, de su abandono en un sepulcro solitario y oscuro. Era la tristeza máxima, por cuanto ese era el líder espiritual al que habían decidido seguir y en el que habían colocado sus esperanzas. Todo eso se venía abajo. Pero Jesús, vaticinándoles el cambio de tristeza a gozo, los invita a no quedarse solo en la búsqueda de compensaciones materiales o mundanas y por lo tanto esperando solo manifestaciones inmediatas, sino a elevar las expectativas y esperar en lo que es superior. Lo que dará satisfacciones no pasajeras, sino estables y permanentes. Esa alegría será la que procurará la victoria de Jesús sobre el poder del mundo. Pero vendrá también potenciada por el cumplimiento de la promesa de Jesús, en la que pone el futuro de los discípulos y de la Iglesia en la obra tremendamente sólida que llevará adelante su Espíritu de amor. El envío del Espíritu Santo como alma de la Iglesia, y como prenda de la alegría que vivirán los discípulos del Señor, será una obra épica que llevará adelante Dios en toda la historia futura. El Espíritu Santo completará la revelación, acompañará a los apóstoles en su misión, abrirá los corazones de los destinatarios, y será el encargado de hacer vivir esa alegría definitiva anunciada por Jesús.

La Iglesia naciente, sin duda, tuvo esta experiencia de acompañamiento del Espíritu. No se puede explicar de otra manera la responsabilidad extrema con la que los discípulos de aquella primera hora asumieron su tarea. Su gozo estribaba en la asunción de su misión y en llevarla con la mayor fidelidad. No buscaban su acomodamiento. Nada pesaba su comodidad. Lo que importaba era sentirse útiles y fieles a Dios, por encima de los propios intereses. Es como si ellos hubieran desaparecido y solo existiera Dios y su Reino, su amor y su salvación. El Espíritu los iba llevando, era Él el que permitía entrar en alguna comunidad, el que inspiraba lo que había que decir, decidía cuánto tiempo se debían mantener en medio de una comunidad y cuándo correspondía salir hacia otras tierras. No eran ellos los que tomaban estas decisiones. Su gozo era el estar absolutamente abandonados en sus decisiones. La experiencia de San Pablo es un ejemplo claro de esto. Cuando llega a Corinto está al completo arbitrio de lo que sugiere el Espíritu Santo. En un primer momento vive como uno más de los habitantes, incluso procurándose para su sustento lo necesario por intermedio de su trabajo propio: "Allí encontró a un tal Áquila, judío natural del Ponto, y a su mujer, Priscila; habían llegado hacía poco de Italia, porque Claudio había decretado que todos los judíos abandonasen Roma. Se juntó con ellos y, como ejercía el mismo oficio, se quedó a vivir y trabajar en su casa; eran tejedores de lona para tiendas de campaña". Allí predicó los sábados en la sinagoga a los judíos. Y luego, cuando recibió la oposición de estos, se decidió, inspirado por el Espíritu, irse solo a los paganos a anunciarles a Jesús: "La sangre de ustedes recaiga sobre su cabeza. Yo soy inocente y desde ahora me voy con los gentiles". El Espíritu Santo lanzaba a San Pablo ya definitivamente al mundo pagano. Por eso es conocido como "el Apóstol de los Gentiles". El Evangelio, de esta manera, impulsado por la fuerza del Espíritu Santo, se abría camino de universalidad. "Se marchó de allí y se fue a casa de un cierto Ticio Justo, que adoraba a Dios y cuya casa estaba al lado de la sinagoga. Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia; también otros muchos corintios, al escuchar a Pablo, creían y se bautizaban". Sin duda, iba quedando cada vez más claro que esa Palabra de Dios no estaba encadenada, que la compensación no se recibía de las mismas expectativas del mundo sino de algo muy superior, que el Espíritu tenía la última palabra y era el que llenada de gozo al colocarse enteramente en sus manos para recibir sus indicaciones. La alegría es la de Dios, no la del mundo. Y así la debemos vivir todos.

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