Dos cosas podríamos decir que son características en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena. Por un lado, su preocupación por los que deja, al estar tan cerca ya su partida del mundo, terminando así su periplo terrenal, volviendo al Padre y recuperando la gloria que poseía naturalmente y que dejó en suspenso durante el tiempo en que estuvo en la tierra como uno más. Avizoraba Jesús que su Ascensión era ya inminente. Que solo faltaba el acontecimiento final de su entrega para morir en favor de la humanidad, alcanzando así el perdón de los pecados de todos y la salvación de cada uno. Era la tarea que le había encomendado el Padre. Y ese paso final era el definitivo. Era ya su momento culminante, por cuanto su muerte implicará la muerte del poder del demonio sobre los hombres, que había ya durado mucho, desde el pecado de Adán y Eva. El Padre había comprometido su palabra desde el principio de esta historia de desencuentro, cuando prometió la presencia en el futuro de una gran mujer cuya descendencia pisará la cabeza de la serpiente y la derrotará totalmente. Evidentemente, la victoria sobre el demonio que representaba la muerte de Jesús, debía tener un revestimiento de triunfo real. Si no hubiera habido un gesto espectacular y maravilloso, la visión hubiera sido simplemente la de la derrota, significada en aquel que pendía muerto en la cruz y luego quedaba escondido en el sepulcro. Por ello se completa el ciclo de este triunfo con el portento de la resurrección, que era el resurgir de la muerte de aquel hombre que era Dios, con lo cual se afirmaba rotundamente que las garras de la muerte y la oscuridad del sepulcro no eran lo suficientemente poderosas para retener al que era la Vida. Todo este ciclo, culminando en la resurrección, pasa a ser la base de cualquier confesión de fe. Es lo que fundamenta lo que todos creemos, sin lo cual esa fe sería totalmente vacía. "Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe", afirma San Pablo. Esto que debían creer los discípulos era claro. Pero Jesús tenía en la mente la claridad superior de quiénes eran ellos. Conocía de sus debilidades y sus flaquezas, de sus temores y cobardías. Por ello los pone ante el Padre. Lo hace sobre todo porque los ama y le duele dejarlos solos. Cuando Jesús dice que quedarán tristes por su partida, está de alguna manera reconociendo que esa misma tristeza también la vivirá Él. Toda despedida es dolorosa, más aún si ha sido el amor el vínculo sólido de la unión. Era lo que existía entre Jesús y sus seguidores. Jesús los amaba. Y ellos amaban a Jesús.
Por otro lado, surge en Jesús otra preocupación fundamental. Se trata de la unidad necesaria que debe existir entre los discípulos. Ella debía existir espontánea, pues al contemplar todos un mismo misterio, al vivir todos una misma redención, al recibir todos un mismo amor, al tener todos la misma vivencia de convocatoria y envío, se espera que sean todos como un mismo espíritu. Pero Jesús sabe muy bien de qué estamos hechos sus seguidores y por ello, con el mayor de los realismos, asume las dificultades que se podrán presentar en el futuro. En el hombre sigue pugnando el egoísmo, la envidia, la vanidad, los rencores, la mutua competencia, el ansia de dominio. La gracia obtenida en la redención no anula al hombre, aunque haya habido en él una transformación radical. Ella se añade a la naturaleza, pero no la elimina. "La Gracia supone la naturaleza, no la destruye", sentencian los teólogos. Si se tiende al egoísmo, por ejemplo, la gracia no elimina esa tendencia. Lo que hace es poner en las manos herramientas más eficientes para luchar contra ella. La clave del triunfo del cristiano es nunca asumir que todas las debilidades que deja el pecado en su ser están ya controladas y dominadas. No bajar la guardia. Es en esas debilidades en las que hay que trabajar con mayor denuedo, echando mano de la fuerza de la gracia, sin considerarse jamás un superhombre. Se trata de asumir esas debilidades como puertas de entrada para la fuerza de Cristo: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". Por ello Jesús, en ese realismo duro, reconoce que los hombres necesitarán de una fuerza superior para poder vencerse a sí mismos, para poder mantenerse en la unidad, por encima de los intereses particulares de cada uno, con la mirada puesta en la solidez de la propia experiencia de vida vivida de esa manera, y en el testimonio que desde esa unidad así vivida den delante del mundo. Por ello, al igual que orará en la cruz pidiendo el perdón para quienes lo estaban asesinando, "porque no saben lo que hacen", se coloca ante el Padre para pedir por todos los que serán seguidores suyos ahora y en el futuro: "Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". Es de tal magnitud el testimonio de unidad, que será prenda para la fe de todos los hombres que no crean. Ser uno en la fe con todos convencerá al mundo de que Jesús es el enviado para la redención. Por eso, también, es tan grave la herida que le infligimos al mundo, cuando nos empeñamos en no ser uno, sino en seguir con nuestras tienditas particulares. Es un pecado del que deberemos rendir cuentas seriamente.
En efecto, Jesús ora por todos los hombres. En esa oración estamos tú y yo. Estamos en la mente y en el corazón de Jesús cuando hace su oración por los hombres. Jesús piensa en mí y en ti, cuando piensa en sus discípulos: "No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos". Esos somos nosotros. La oración que hace Jesús implica la petición para nosotros de ser enriquecidos al haber recibido el perdón de nuestros pecados por su entrega en la cruz y por su resurrección, pero va más allá, pues el legado es el de la fe, por la cual ya vivimos en la fraternidad que Él ha venido a restituir devolviéndonos la condición que nos hace uno con todos y que luego nos servirá como prenda para conducirnos a la vida eterna feliz junto a Él a la derecha del Padre. Es un futuro que es presente, pues la vivencia que se tendrá en aquella eternidad feliz junto a Dios, la haremos real y efectiva aquí y ahora, pues estaremos viviendo los valores que se vivirán ya inmutablemente en ella. No se trata de vivir como si fueran dos condiciones totalmente distintas que no están conectadas una con otra. Lo que viviremos en el futuro no será otra cosa que lo que ya estamos viviendo ahora, si somos capaces de poner nuestro granito de arena para que se cumpla lo que pide Jesús al Padre en su oración sacerdotal. Esa condición espiritual que nos hace vivir la fe sin rompimientos ni abolladuras, en medio de un mundo descreído, que impulsa a todos a la increencia, al vacío de una existencia sin expectativas de eternidad, sin la capacidad de elevar la mirada hacia una realidad vertical que es superior por lo eterna, que anima al egoísmo total porque anula al amor que es la mayor riqueza que Dios ha colocado en nuestros corazones, es una condición que nos eleva. Que no nos deja postrados en la horizontalidad de una vida sin sentido trascendente. Y esa misma condición nos invita a vivir la unidad como un tesoro invaluable, pues nos hace fuertes, nos solidifica en la lucha contra el mal, destruye la individualidad que puede llegar a ser el peor asesino de nuestra experiencia de fe pues mata al amor que es el vínculo que nos une. Jesús sabe muy bien lo que pide para nosotros. Y sabe muy bien que eso es esencial para que podamos tener una vida auténtica de seguidores suyos, que nos enriquezca a nosotros mismos, que enriquezca al mundo, que enriquezca a cada uno de los nuestros. Sentimos en nuestro interior la misma voz de Cristo, que nos impulsa a dar testimonio delante de todos de nuestra fe y de nuestra vivencia de la unidad, como la sintió San Pablo: "¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma". Y que tenga como efecto final nuestra salvación, nuestra llegada triunfal con Jesús a la derecha del Padre.
Jesús nos invitó a vivir la fe en unidad, como el lo hacía con el Padre es por eso que debemos estar siempre juntos,apoyados y sostenidos por la oración..
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