San Andrés, hermano de San Pedro y apóstol de Jesús, fue, junto a su hermano, el primero de todos los convocados por Cristo a pertenecer a ese grupo privilegiado de doce que llamamos Apóstoles. La palabra apóstol designa al que es enviado. Estrictamente hablando habría que decir que este grupo de doce que conformaban los convocados por Cristo para ser sus compañeros de camino, en un primer momento son, realmente, llamados, elegidos, hechos discípulos, y no es sino hasta el final del periplo terrenal de Jesús cuando se convierten verdaderamente en apóstoles, es decir, en enviados a anunciar la Buena Nueva de la Redención. Es un grupo que existe por una expresa voluntad del Señor de crear a este grupo de seguidores que serán testigos de todas sus acciones, presenciarán todas las maravillas que va a realizar y escucharán todas las palabras que va a pronunciar. Irán adquiriendo con esta experiencia todo un patrimonio que les pertenecerá y del cual tendrán que dar testimonio cuando les toque su turno al ser enviados. Sin Jesús son nada. "Llamó a los que quiso para que estuvieran con Él", es una traducción que no hace justicia a lo que estrictamente encierra esta frase. En el espíritu de lo que realmente se quiere significar, tendría que decirse: "Creó a los que quiso para que existieran con Él". Es un grupo que ha creado Jesús para sí, y sin su presencia en medio de ellos, en la esencia fundamental de la existencia del grupo, simplemente no existirían. Existen porque Él los creó y existirán solo en la medida en que el mismo Jesús esté en ellos.
Pensar en ello es percatarse, en primer lugar, de la importancia del discipulado. Es absurdo pensar en la condición de apóstol sin que exista previamente la condición de discípulo. El apóstol es quien comparte su condición de discípulo, su experiencia personal de Cristo, quien es capaz de hablar de su propia experiencia de amor y de salvación con alegría, ilusión y esperanza. Esto no se aprende en los libros o se vive solo en la inteligencia, sino que se da en el día a día del encuentro con el amor. El apóstol habla de su vida, no de memoria, sino de historia personal. "Lo que hemos visto y oído, eso les anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros: y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo". Es la dignidad máxima de haber sido elegidos, por encima de las cualidades o defectos propios, para ser en primer lugar testigos y luego apóstoles. En la elección no pesa lo que se es, sino lo que está en el corazón de Dios. No son las cualidades las que hacen que Cristo elija, sino el amor que Él tiene al que elige y a aquellos a los que van a ser enviados como receptores de la obra de salvación. El encuentro del elegido con el Señor es fundamental para que pueda ser luego anunciador de su persona y de su mensaje. Debe darse una transformación, el discípulo debe dejarse hacer un hombre nuevo, debe dejar atrás su condición antigua de hombre viejo, para pasar a ser un hombre totalmente renovado en el amor, redimido y pleno de la gracia divina y de amor por los hermanos, a los que querrá hacer llegar esa salvación, en lo cual estará su dicha y su plenitud: "Les escribimos estas cosas para que nuestro gozo sea completo".
Es tal la dignidad del discípulo que es considerado por el Señor suficientemente confiable para poner en sus manos su misma obra de salvación. Aquello que logró Jesús con su entrega, en su itinerario cotidiano, en su pasión y en su muerte, es puesto en las manos del discípulo con la encomienda de hacerlo llegar a sus hermanos. Es hecho apóstol, enviado a llevar la salvación alcanzada por Jesús a todos los hombres. "Vengan y síganme, y los haré pescadores de hombres", es decir: "Ustedes harán lo mismo que he hecho yo, mi misión la dejo en sus manos". Es una inmensa responsabilidad la que corresponde al enviado. El apóstol tiene en sus manos la vida de sus hermanos. Y no tiene derecho a convertirse en dique de esa gracia y de ese amor que Jesús quiere que llegue a todos. "¿Cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían?" Es la delicada misión que corresponde a todo el que quiere ser apóstol de Cristo. Nada más y nada menos que la salvación de sus hermanos. No existe responsabilidad mayor. Pero tampoco existe tarea más sublime. La alegría del cristiano es hacerse portador de la salvación de Jesús. El apóstol se hace anunciador de Jesús, de su persona, de su mensaje, de su salvación, acunado en los brazos de quien lo elige y envía, y vive su compensación máxima llevando el Evangelio a los demás con alegría y esperanza. Por eso su misión es tan delicada y tan feliz. Es portador de Jesús porque lo vive en lo más íntimo de su corazón. Ama y es amado. Lleva la salvación y es salvado. Presenta a Jesús y lo tiene llenándolo de amor en su corazón. Por eso, ante la tarea que cumple, no cabe otra expresión que la del reconocimiento de la belleza de su labor: "¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!"