Alcanzar una meta requiere siempre un esfuerzo personal. Y para que esa meta sea realmente apreciada y plenamente satisfactoria, debe sentirse que se ha puesto lo mejor de sí para alcanzarla. Lo que más nos cuesta nos deja más satisfechos, pues ha requerido de nosotros el compromiso por lograrlo y la responsabilidad en el uso de las fuerzas propias bien medidas y de las herramientas que hayamos tenido a la mano. No es lo mismo enfrentar el camino por lograr una meta sin tener claro el objetivo ni los elementos necesarios para avanzar. Esto sería caminar ciegamente y no presentaría ningún atractivo. La meta, para ser realmente atractiva, debe representar siempre un progreso, una superación personal, un mejoramiento de las condiciones personales. Debe asegurarnos una satisfacción mayor de la que se vive en el momento. Ambos criterios, el esfuerzo y la claridad, se suman para añadir un valor a lo que se persigue y, al alcanzarlo, multiplican la satisfacción. Esto, en general, es muy humano. Pero es también muy divino. Dios propone una meta siempre superior. Jamás nos invita a desfallecer o a descansar. Ni siquiera a estar satisfechos en ningún momento. Nos invita a vivir en una tensión continua de superación. El cristiano debe ser, por definición, el hombre en búsqueda continua de la satisfacción mayor. Y, ya que esa satisfacción solo será plena en su presencia, no debe descansar jamás ni tener la sensación de haber llegado para bajar la guardia. Solo cuando esté en la presencia definitiva de ese Dios de amor podrá hacerlo. El caso típico es el del joven rico que era bueno y cumplidor de los mandamientos desde que era un niño. Pero aun así, siendo mejor que muchos, estaba llamado a seguir progresando en bondad. "Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego, sígueme". No era suficiente ser bueno. Hay que apuntar a ser siempre mejor, a la plenitud. El gozo de llegar a esa meta de perfección es pleno, cuando se responde con alegría a las exigencias.
Ese esfuerzo hace que la valoración de todo lo que se vive se haga a la luz y bajo la óptica de lo glorioso de la meta. Si será la felicidad plena, valdrá la pena todo esfuerzo. Incluso si exige sacrificio denodado, dolor, sufrimiento, al poner la vista en el logro, adquiere pleno sentido. La madre de los siete hermanos macabeos y los mismos hermanos lo tenían realmente muy claro. Su meta era la vida en Dios, la eternidad que le da sentido a todo. Todo avatar que pudiera ser atravesado no era nada comparado con la plenitud que estaban seguros que ganarían en la fidelidad. Tenían muy clara su meta. Y tenían también muy claro que llegar a ella implicaría la renuncia a una seguridad temporal y pasajera, pero que les podría robar aquella satisfacción final. Poner todo en perspectiva era la clave. ¿Qué es preferible? ¿Unos momentos de gozo fatuo en los que se ahorrarían algunos sufrimientos, pero que los dejaría sin la genial compensación de eternidad? ¿O asumir dichos sufrimientos a la espera de una recompensa final que los compensaría infinitamente? Para ellos no hubo ninguna duda: "Yo no sé cómo aparecieron ustedes en mi seno; yo no les di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de su organismo... Él, con su misericordia, les devolverá el aliento y la vida, si ahora se sacrifican por su ley... Hijo mío, te lo suplico, mira el cielo y la tierra, fíjate en todo lo que contienen y verás que Dios lo creó todo de la nada, y el mismo origen tiene el hombre. No temas a ese verdugo, no desmerezcas de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos". Es impresionante la seguridad con la que ella y sus hijos asumen este itinerario de plenitud.
Dios es la misma meta que se propone y, además, nos enriquece para alcanzarlo. No solo nos llama, sino que nos indica el camino. Nos dice hacia dónde tenemos que caminar. Nos deja en plena libertad para que nosotros nos decidamos a poner rumbo a Él. Y, en el colmo de su providencia, motivada por su amor infinito por cada uno, coloca en nuestras manos todos los instrumentos que podamos necesitar para avanzar. Podemos tomarlos y aprovecharnos de ellos. O despreciarlos y frustrar nuestro avance. Los siervos que reciben estas herramientas y con su esfuerzo responsable las utilizan y les sacan más provecho, aventajarán a cualquiera y llegarán con seguridad a la meta. "Muy bien, eres un empleado cumplidor; como has sido fiel en una minucia, tendrás autoridad sobre diez ciudades". Los que no se preocupan por sacar el mayor provecho de ellos, destruyen cualquier posibilidad de satisfacción futura. "Por tu boca te condeno, empleado holgazán. ¿Conque sabías que soy exigente, que reclamo lo que no presto y siego lo que no siembro? Pues, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses". Las posibilidades las tenemos todos por igual. La meta es la misma para todos. Somos nosotros los que ponemos nuestro empeño o nuestro desprecio. Llegar a la meta es la satisfacción plena. No hay que dejarse engañar. Solo mirando a esa felicidad sin igual que nos espera, añorándola y suspirando por hacerla nuestra, sentiremos las ansias por llegar a ella y pondremos lo mejor de nosotros para alcanzarla. "Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene". Es el final de nuestro periplo que está destinado a ser de dicha absoluta. Nada de lo que hayamos vivido podrá opacarlo. Ni el sufrimiento más grande será capaz de anular el gozo final que nos espera, en el que se dará el abrazo eterno de amor entre Dios y nosotros.
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