En toda la historia han pugnado por imponerse entre los hombres modas y costumbres que van avasallando con su poder algunas conciencias bien formadas. Lamentablemente en muchísimas ocasiones éstas han tenido éxito y han resultado en verdaderas debacles para la vida social, para la moral, para la convivencia humana. Su razón de existir está basada principalmente en la soberbia humana, en la vanidad, en el hedonismo, que proclaman a los cuatro vientos la absoluta autonomía del hombre, su primacía sobre todos los demás, el privilegio a los únicos fines personalistas, sin importar para nada la referencia a lo trascendente o a lo eterno, ni tampoco las consecuencias que puedan acarrear para el hermano con el cual se convive, mucho menos, si es débil o está postrado. Prácticamente, quien no se alinea en esta ruta, es desechado totalmente por inservible. Así, vemos algunas que se podrían llamar "tiranías": la del consumismo, la de la guerra, la de la autosuficiencia, la de la autoreferencialidad, la del sincretismo, la de la indiferencia, la del relativismo, la de la estadística, y algunas más. Lo peor de todo esto es que el mismo hombre quien las promueve será, inexorablemente, víctima de sí mismo, por cuanto va minando las bases de su propia existencia. Quien así actúa, está actuando contra lo que es su naturaleza, marcada por la eternidad, por la vida comunitaria, por la entrega al hermano, por el amor. El sello del hombre es la vida en Dios y en la fraternidad, sin cuyas referencias se convierte en nada.
Es, ciertamente, un panorama que puede resultar desolador. Pero solo para los hombres que no tienen fe. Los cristianos poseemos el tesoro de la fe y de la esperanza con el cual Dios mismo nos ha enriquecido. "Los dones de Dios son irrevocables", nos dice San Pablo, por lo cual podemos estar seguros de que la fe y la esperanza son nuestro patrimonio. Nos las ha regalado nuestro Padre y las tenemos en lo más íntimo de nuestro corazón. Con esas armas es que vamos confiados a enfrentar y a vencer las tiranías. Con la humildad necesaria debemos asumir que el Señor de ninguna manera quiere que nos declaremos vencidos, ni que nos asociemos al mal, sino que luchemos denodadamente, pues la victoria final será la del bien. La actitud del ciego del camino al encontrarse con Jesús, el Dios que da la salud, el poder y la salvación, debe ser la actitud de la humanidad que sabe que Dios viene en su auxilio cuando faltan las fuerzas y cuando el panorama es oscuro: "Entonces gritó: '¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!' Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: '¡Hijo de David, ten compasión de mí!'" Es el grito confiado que lanza la humanidad que sabe que no está sola. El ciego somos tú y yo, que estamos convencidos que Jesús tiene el poder y pone ese poder a nuestro favor. Acercarse con la confianza de hijos, convencidos del amor de Dios por nosotros, firmes en la convicción de que jamás nos dejará solos -"Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"-, es nuestra mejor baza. Entonces, escucharemos la voz de Jesús que nos dice: "'¿Qué quieres que haga por ti?' Él dijo: 'Señor, que vea otra vez.' Jesús le contestó: 'Recobra la vista, tu fe te ha curado.'" Jesús lanza la luz sobre las sombras, da la fuerza en la debilidad, llena de confianza en la incertidumbre, da seguridad en la duda. Nunca permitirá que quien quiere mantenerse fiel en medio de la lucha contra las tiranías se sienta abandonado. Al contrario, lo llenará de la fuerza más poderosa que es la del amor que vence siempre al mal y lo deja totalmente derrotado.
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