Los hombres hemos sido creados seres sociales. La misma expresión que utiliza Dios al crearnos denota pluralidad: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Ciertamente puede entenderse como un plural de majestad, pero sin duda es, también, un plural de debate entre las tres divinas personas creadoras. De este modo, entendemos que parte esencial de esa imagen y semejanza de sí mismo con la cual Dios nos ha creado es la pluralidad de personas. Somos seres comunitarios desde nuestro origen. Por eso Dios desde el mismo principio estableció: "No es bueno que el hombre esté solo". La soledad no es la marca de la humanidad. Lo es la pluralidad, lo comunitario, lo social. Incluso en la convivencia con los otros seres de la creación destaca esta cualidad esencial, por cuanto todos ellos se suman para hacer mejor esa convivencia entre los hombres. Todos son ayuda para esa vida social, aunque esencialmente la "ayuda adecuada" proviene principalmente de los otros que son como él, los otros hombres. Esta vida comunitaria no es simplemente la capacidad de estar junto a los otros, como una amalgama sin compromiso espiritual, sino que es la capacidad de convivir con el otro. Es la capacidad que tiene el mismo Dios, del cual somos imagen y semejanza, de vivir la misma vida, de estar intrínsecamente unidos, de hacer de la vida del otro algo que es parte de mi propia vida. No se trata de "estar junto al otro", sino de "vivir con el otro", haciéndome interpelar por todo lo que el hermano pueda vivir. Así como Dios vive la intimidad de su vida trinitaria sondeado por el amor mutuo que es, incluso, una de las tres divinas personas, así mismo la vida comunitaria esencial de la humanidad debe estar sondeada por ese amor como capacidad puesta por Dios en el hombre, que serviría como amalgama que aglutina, acerca y une íntimamente.
Este sello comunitario en el cual se abandona toda pretensión personal, toda búsqueda egoísta de privilegios, toda persecución de prerrogativas, es el que pide Jesús a sus discípulos. Quien abandona toda tendencia al narcisismo se hace digno de ser invitado al banquete celestial. Olvidarse de sí mismo y colocar por encima al hermano es la actitud deseada para quien quiere ser verdadero discípulo de Cristo. Por eso, el que antepone sus intereses personales no sirve para ser discípulo de Jesús: "Ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: 'He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir'... Les digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete." El primer lugar en el corazón del discípulo lo ocupan Dios y los hermanos. No él mismo. Su esencia comunitaria y el amor que viene de Dios y que es el tesoro con el cual Dios mismo lo ha enriquecido son los que deben dar la pauta. Quien sirve a Dios y a los hermanos desde el amor de donación, consciente de su ser comunitario, es el que se sentará a la mesa del banquete del reino eterno. Y será su triunfo definitivo para la vida eterna de felicidad y de amor al que está llamado cada uno.
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