La vida del hombre es una continuidad que nunca acaba. Hemos sido creados por el Dios que no pasa, que es eterno, que tiene entre sus cualidades esenciales la de la eternidad. Él es el origen de todo, y hacia Él tiende todo. No tiene principio ni fin. Existe en sí mismo y por sí mismo, y todo lo que existe tiene en Él su razón de ser. En su voluntad todopoderosa estableció y decretó la existencia de todo lo que no es Él, siendo por lo tanto el único origen de todo el universo. Siendo Él la causa de sí mismo, sin tener principio ni fin, es además, la causa de todo y quien establece el orden en todo. Su pensamiento creador determinó que en algún momento de la historia no fuera Él el único existente, sino que siendo el único subsistente, surgiera toda la creación desde su mano todopoderosa. Filosóficamente ha sido considerado el motor inmóvil, la causa última, el único ser necesario, la suma de todas las perfecciones, el fin último de todo lo que existe. La meta final es Él mismo. Y es además el punto de arranque. Para una mente racional, estas consideraciones son la base para un conocimiento de Dios que podría llegar a no necesitar de la fe. Quien entra en estas profundidades a nivel solo de razonamiento, puede llegar a concluir que existe un Ser superior. Que necesariamente debe existir, por cuanto a nivel de inteligencia es poco menos que imposible encontrar con argumentos la realidad que sustente el orden en medio del caos, el movimiento continuo sin una causa final, la dirección hacia una meta superior que está en el destino de todos. Por ello, básicamente es absurda la posibilidad de un ateísmo radical.
Para nosotros, abiertos a la trascendencia, enriquecidos no solo por un pensamiento racional acucioso que busca respuestas, sino receptores de una revelación condescendiente del Dios creador, existe una riqueza añadida. Dios no solo nos ha dado con nuestra inteligencia la capacidad de entrar, aunque sea tímidamente, en lo profundo de su misterio objetivo, sino que ha venido a nosotros dándose a conocer a sí mismo. Es la componente afectiva de la fe. Ella es altamente racional, pero es a la vez, y más aún, altamente afectiva. Por ella se da la capacidad de una relación personal enriquecedora en la que somos definitivamente favorecidos. Toda la ganancia es para nosotros, por cuanto es a nosotros a quienes nos hace falta saber quién es Dios y cómo podemos relacionarnos con Él. No se trata de una realidad puramente objetiva, racional o externa, sino que es, porque quiere serlo así realmente, una realidad personal con la cual podemos intercambiar afectos, conductas, actitudes. En esa relación personal con Dios, basada en el encuentro íntimo y afectivo con Él, recibimos todos los tesoros imaginables. Conociendo a Dios en la medida posible de la objetividad, entramos en un conocimiento mayor por la experiencia de su amor y de su deseo de salvación para mí. Es el amor el que le da forma definitiva a la fe. Una fe sin amor, sin afectos, sin relación personal, está congelada. Podríamos decir que es un componente más de conocimiento que no implica ni afecta personalmente al hombre.
Por ello, en esa condescendencia amorosa del Dios creador, Él mismo se transforma en el Dios personal que quiere estar conmigo y que quiere que yo esté con Él. No quiere ser un "objeto" más de estudio, sino que quiere ser el invitado principal de mi corazón. Dios no quiere que lo reconozca simplemente como el Todopoderoso, el Infinito, el Omnisciente, el Omnipresente, el Juez final. Siendo todo eso, añora que lo reconozca como mi Padre, mi Salvador, mi Providente, la razón última de todos mis amores. Quiere que yo lo tome como mi referencia personal, que mi voluntad coincida con la suya, que encamine mis pasos hacia el encuentro personal con su amor y con su misericordia. Poco le importa a Él ser Todopoderoso, si su amor no es poderoso en mi corazón. De nada le vale ser Omnipresente, si no ocupa el espacio que le corresponde en mi ser. Quiere ser mi vida. Y lo quiere ser para siempre. Para toda la eternidad. Para eso me creó, pues como para todo lo creado, mi meta es Él. "No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos." Y quiere que yo esté eternamente vivo en su presencia. Esa vida del hombre, que nunca acaba, estará eternamente en la presencia amorosa de ese Dios personal con el que vivo un encuentro continuo. De lo contrario, habrá una frustración terrible, que es la que se experimenta cuando elegimos el vacío total: "Me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando el ajuar de plata y oro que había allí, y enviando gente que exterminase a los habitantes de Judá, sin motivo. Reconozco que por eso me han venido estas desgracias. Ya ven, muero de tristeza en tierra extranjera". En nuestro itinerario, Dios mismo pone a nuestro alcance la plenitud, que es Él mismo. Él se pone a sí mismo como realidad asequible. Y podemos disfrutarlo ya, empezando ahora para nunca jamás dejar de disfrutarlo. Es la vivencia de su amor eterno por mí.
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