Una de las características más propias de nuestra confesión de fe es la de la radicalidad. A ella nos invita Jesús continuamente. No quiere Jesús que juguemos entre dos aguas, que estemos siempre en la cuerda floja, moviéndonos entre inseguridades. Él quiere que tengamos posiciones firmes, bien definidas, sólidas, en las que haya de nuestra parte una asunción radical del camino y de sus consecuencias. Aun cuando en el transcurso de nuestras vidas podamos encontrarnos en situaciones en las que estén presentes los diversos matices que naturalmente puedan existir, en lo esencial de esas situaciones Jesús nos quiere firmes y resueltos. Sobre todo en lo que se refiere a su persona, a la asunción de su mensaje y de su invitación a seguirle: "El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga..." "El que no está conmigo, está contra mí..." "El que no recoge conmigo, desparrama..." Ante Él no son posibles las medias tintas o las posturas ambiguas. No se puede estar jugueteando en la línea media, pues estrictamente hablando, en lo que se refiere a Jesús, a su amor, a su salvación, ésta no existe. Las seguridades humanas, basadas en las solas fuerzas propias, son absolutamente inexistentes. No hay nada más débil delante de Dios que la voluntad humana. Por ello, es necesario que asumamos esa inseguridad propia y la resolvamos en la seguridad total y absoluta que nos ofrece Dios mismo al tendernos su mano. Se trata de una cuestión de fe, en la que el raciocinio poco tiene que hacer. Es cuestión de saber valorar dónde podremos encontrar esa seguridad y poner todo nuestro empeño, motivado por la confianza en Dios, en alcanzarla.
Las promesas que hace Jesús para abrirnos el entendimiento acerca de las ventajas enormes que implican el seguirlo con radicalidad, son impresionantes. "Recibirán el ciento por uno..." "Recibirán la vida eterna..." "Lo demás se les dará por añadidura..." "El que pierda su vida por mí, la encontrará..." "Harán cosas aún mayores..." La radicalidad tendrá una recompensa inimaginable. No obstante, poder disfrutarla requiere que haya una decisión a favor de ella. Quien no "prueba" ese camino, jamás podrá saborear la realidad del cumplimento de los compromisos de Jesús. Nuestra naturaleza, tendiente ordinariamente a la suspicacia, exigente de pruebas positivas para creer -"Si no lo veo, no lo creo"-, es lamentablemente reacia a abandonarse al cien por ciento en promesas de las cuales no se tiene ninguna seguridad. Es necesario, por lo tanto, que nos decidamos a movernos en terrenos que en lo humano pueden resultar inestables, sobre todo por lo desconocidos que son, pero que son los más firmes que jamás podremos probar, por cuanto está en juego implicada la credibilidad del Dios infinitamente amoroso y providente. Si la promesa viene del Dios que no ha hecho más que demostrarme que me ama infinitamente, más de lo que yo mismo puedo amarme, mal puede ser engañosa. Jesús es el Dios de la Verdad y nunca podrá hacerle el juego a la mentira, al engaño, a la manipulación. "Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida". Lo que Él promete se cumple. Está en juego su propia identidad, y Él no puede negarse a sí mismo.
Abandonarse radicalmente en Jesús, dejarlo todo por Él, hacer de la propia vida una continua demostración de la acción de su providencia en nosotros, es la mayor, muestra de que creemos. Nuestra confesión de fe no se puede reducir a la simple recitación de un Credo, en la que comprometemos solo nuestra voz y nuestros labios. La mejor confesión de fe que podemos hacer es la del abandono radical, la de toda una vida puesta a la disposición del Señor, en la absoluta certeza de que en esas manos está en el mejor sitio que puede estar. Es lo que hace la viuda del evangelio: "Sepan que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir". Ella ha puesto en las manos de Dios todo su ser. Ya no le queda nada más por dar. Su confianza está en que Dios providente verá por ella. Lo deja todo en las manos del Dios de amor, para que sea ese amor el que se ocupe de ella. Según nuestro criterio, perdió cualquier seguridad. Según el criterio de Dios, ganó la mayor de todas las seguridades, pues su actitud es la de quien pasa el testigo al que con absoluta seguridad la hará llegar a la meta del amor, de la salvación, de la providencia infinita. Es el camino que todos podemos seguir confiadamente, teniendo la fe puesta en quien es el único en el que tiene sentido ponerla. Dejar la vida en las manos de Dios, ponerla bajo su cuidado, nos asegura que todo estará bien. Todo lo que Él permita, si hemos puesto en sus manos nuestra vida, será siempre bueno para nosotros.
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