Cuando hemos sufrido una derrota podemos tener la sensación de que todo está perdido. Puede venir de este modo un clima de desasosiego, de desazón, de pérdida de sentido de todo, que hace que incluso vivir deje de ser atractivo. O se puede reaccionar de manera diversa, sacando fuerzas de debilidad, echando mano de los pocos restos de fuerza que pueda haber aún, y desde allí emprender un camino que tenga como signo la esperanza, la mirada confiada en el futuro, la determinación de lograr una reconstrucción que deshaga el maleficio de la derrota y ponga el signo positivo que hace reemprender el camino perdido con bríos renovados y crecientes. Podríamos decir que en esto consiste la vida. Derrotas, caídas, debacles, dolores, estarán siempre presentes en ella. No existe un "seguro" contra estos accidentes vitales. Nadie está exento de esta posibilidad. La misma libertad humana lo asegura. Siendo un tesoro con el cual el Señor nos ha enriquecido, es igualmente un arma de doble filo que pone muchas veces en riesgo la serenidad, la tranquilidad, la armonía. Su mal uso puede acarrearnos momentos duros que deberemos afrontar con la misma madurez con la que hemos sido capaces de usarla mal. En algunas ocasiones seremos nosotros mismos los que nos procuremos esos malestares. En otras, serán los hermanos que tenemos a nuestro alrededor los que nos los procurarán. Pueden hacerlo incluso sin ninguna malicia ni mala intención. Simplemente actuando neutralmente pueden sus acciones tener repercusiones negativas para nosotros. En ocasiones sí serán acciones que buscarán hacernos daño y que vendrán de quien puede no querernos bien. En todo caso, en nuestras manos y en nuestra decisión está el camino de reacción que emprenderemos ante ello: depresión, resignación, lamentación... o reconstrucción, confianza, esperanza.
En la historia de salvación, historia de la humanidad impregnada de la presencia divina que acompaña con su amor y su providencia a los hombres, encontramos este ciclo inequívoco. Israel cae en repetidas oportunidades, por culpa propia o de sus enemigos. El emblema de su debacle es la profanación de su lugar más sagrado, el Templo, su lugar de encuentro con Dios. Esta debacle tiene como marca particular la traición a la fidelidad que se debe a Dios, a lo cual se asocian muchos de ellos, traicionando de esa manera su misma esencia de pueblo elegido. Pero en medio de esa infidelidad siempre hay un resto que mantiene por encima de todo, asumiendo persecución y sufrimiento casi como condición para demostrarlo, una fidelidad sin tacha. Son los personajes que han solidificado su virtud y que, lejos de perderla en la derrota, la han sabido hacer triunfar poniendo su confianza no en sus propias fuerzas, aunque echen mano de ellas, sino en Aquel que los convoca y los invita a mirar más allá de la realidad circundante que puede en algún momento ser desastrosa. Es la esperanza basada en la fe, pues no existen pruebas irrefutables de que todo cambiará. Se trata de aceptar la palabra del Dios convocante que no puede engañar ni invitar a construir castillos en el aire. Por ello, cuando se asume como tarea la reconstrucción y se logra, fundándose en la asunción de la promesa de Dios que se cumple perfectamente pues Él no puede engañar, la única actitud posible es la de la dicha, la de la felicidad, la del festejo. Así, el signo se transforma radicalmente de depresión a gozo: "Todo el pueblo se postró en tierra, adorando y alabando a Dios, que les había dado éxito. Durante ocho días, celebraron la consagración, ofreciendo con júbilo holocaustos y sacrificios de comunión y de alabanza". Cuando aparentemente todo estaba perdido, surge el Dios que elige y convoca para invitar a seguir confiando en Él y que da la victoria a quien se abandona en sus manos. Esa es pura historia humana, que se repite una y otra vez.
Por ello, ante la evidencia continua de esa presencia de Dios que sigue convocando, que sigue haciendo vencer, que sigue invitando a la esperanza a pesar de los signos evidentes que pueden herirla, todos somos llamados a reconstruirnos una y otra vez. Ni siquiera porque hayamos sido nosotros mismos quienes nos herimos, tampoco si hemos sido víctimas de la libertad mal usada de los otros, podemos dejar de mirar con esperanza el futuro y dejar que la gracia divina que nos invita a no paralizarnos ante la derrota, quede estéril. Es nuestra responsabilidad mantener una actitud tendiente al gozo, a la victoria final, que desemboque en la celebración gozosa del triunfo logrado en las manos y bajo la dirección de la providencia divina. En nosotros no debe tener cabida ni el derrotismo, ni la depresión, ni la resignación. No es ese el estilo del cristiano. El mismo Jesús nos anima a mantener un espíritu elevado, en el cual triunfe el gozo de ser de Dios e invite continuamente a seguir siendo de Él, por encima de toda pretensión contraria. La llamada de atención de Jesús, más que una ocasión de censura, es una ocasión de frescura. "Escrito está: 'Mi casa es casa de oración'; pero ustedes la han convertido en una 'cueva de bandidos'." Es la llamada a sentir el orgullo de ser lo que somos originalmente, de buscar nuestra propia reconstrucción continua, de abandonarnos en Él que da la fortaleza y la razón última del gozo. Es la invitación firme y resuelta a dar el sentido verdadero a la vida reconstruida en su amor y festejada por todo lo alto, pues logramos mantener nuestro ser como casa de Dios, en la cual Él se sienta a sus anchas.
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