La Palabra de Dios es viva y eficaz. Tiene poder infinito por cuanto es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Al ser Dios mismo, es eterna e inmutable. Existe desde siempre y jamás dejará de existir. Al ser pronunciada, entra en acción. Es Creadora, por cuanto de Ella viene todo lo que existe. "Por Ella fueron creadas las cosas". Cuando Dios pronuncia su Palabra, el universo y todo lo creado, recibe su influjo. La Palabra es Dios mismo que realiza toda su obra al pronunciarla. En un momento de la historia, siendo Ella atemporal, estando por encima del tiempo y del espacio, Dios la pronunció sobre el mundo y sobre el hombre, y la Palabra empezó a actuar sobre cada cosa creada. Ya no era solo una prerrogativa exclusivamente divina, sino que por la voluntad absolutamente libérrima de Dios, comenzó a ser propiedad de los hombres. "Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros". Así, la Palabra creadora recibió de Dios el encargo de realizar una nueva Creación, superior a la que había surgido de su poder en la primera instancia. Siendo aparentemente insuperable -"vio Dios que todo era muy bueno"-, aquella primera creación sufrió el embate mortal del pecado, y cayó estrepitosamente en la ruina total. La fuerza del mal se asoció al corazón vencido de los hombres y, sin tener más poder que Dios, lo venció, pues Dios no puede ir contra la libertad que Él mismo había regalado al hombre. La libertad, don amoroso del Dios infinitamente providente, hace que el poder de Dios sea relativo, pues no puede Él echar atrás un decreto suyo. "Los dones de Dios son irrevocables", sentencia San Pablo.
Esa Palabra de Dios pronunciada en la plenitud de los tiempos, es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que asume sobre sus espaldas el encargo del Padre de rescatar al hombre de las garras del pecado y del abismo del mal: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna". Es Palabra que recibe el encargo y que lo acoge con voluntad absolutamente libre, pues es Persona no solo mandada sino que es la que hace suyo el mandato, pues también ama infinitamente a sus hermanos los hombres: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Su Palabra de asentimiento a la misión encomendada descubre un corazón amoroso que será capaz de llegar a las últimas consecuencias, hasta derramar su última gota de sangre, robada por el lanzazo del verdugo. "Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos". Nosotros somos los amigos de Jesús. Él ha entregado su vida por nosotros porque nos ama infinitamente. Habiendo sido Palabra pronunciada sobre nosotros, nos ha creado de nuevo y nos ha elevado de nuevo a la categoría de hijos de Dios, hermanos suyos y hermanos entre nosotros. Y ya eso no cambiará jamás. La Palabra pronunciada es inmutable. Somos hombres nuevos ya, para toda la eternidad. Nuestro corazón es la estancia permanente y estable del Dios de amor, que viene a habitar en nosotros como en su casa. Somos su casa ya, y para siempre. Basta que nosotros abramos de par en par las puertas para que Él venga y nos siga transformando, hasta nuestra llegada al triunfo celestial con Él. "Antes que pase esta generación todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán". El decreto de salvación de Dios pronunciado a través de la obra cumplida por Jesús, la Palabra hecha carne, es decreto eterno e inmutable. Ya estamos salvados. Nada nos arrebatará nuestra salvación. Solo lo podrá hacer nuestra obcecación en una sociedad fatal con el mal y con el pecado. Nuestro destino es la felicidad eterna en Dios, en su amor y en su gracia. Lo ganó Jesús para ti y para mí.
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