Los hombres somos de Dios. Él es nuestro propietario y nuestro fin último. Hemos salido de sus manos amorosas, y cuando cumplamos nuestro ciclo terrenal, habiéndolo vivido continuamente en su presencia, volveremos a Él. "Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo: si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor". Ciertamente, el Señor nos ha hecho capaces de decidir sobre nuestra propia vida, nos ha dado la inteligencia y la voluntad para discernir y decidir, nos ha dado el carácter y la personalidad con la cual imprimimos nuestro estilo en todo lo que realizamos, nos ha dado la libertad con la cual construimos nuestro ser y decidimos cuál es el camino para nuestro propio desarrollo y progreso. Y ha puesto a nuestra vista cuál es el camino de un progreso seguro y fácil, que es el de mantenernos en la senda de su voluntad amorosa sobre nosotros. Cuando decidimos voluntariamente mantenernos en esa senda estamos desarrollando nuestra vida correctamente. Cuando decidimos no hacerlo, atraemos para nosotros el abismo del sinsentido de una vida sin final claro y feliz. Es una vida que seguramente atraerá tristeza y desasosiego, pues está avanzando hacia una meta oscura, de pérdida del sentido, de alejamiento del amor y de la felicidad.
Al final de nuestros días, las decisiones que tomemos serán tomadas en cuenta. Sin duda, seremos juzgados según nuestras propias decisiones y según la senda que hayamos decidido tomar: "Todos vamos a comparecer ante el tribunal de Dios, como dice la Escritura: 'Juro por mí mismo, dice el Señor, que todos doblarán la rodilla ante mí y todos reconocerán públicamente que yo soy Dios'. En resumen, cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios". Nuestra libertad no es impune. Somos responsables de su buen uso. Si ella ha sido utilizada correctamente, para la búsqueda del bien, y sobre todo, del bien supremo, nuestro juicio será favorable. Pero si la hemos usado incorrectamente, acarreando para nosotros desgracias y tristezas, nuestro juicio será terrible. Dios nos ha enriquecido con ella para nuestra realización, no para nuestra destrucción. Por ello, responderemos sobre su uso. Aún así, en el transcurso de nuestra vida, si hemos equivocado el camino, la bondad infinita de Dios ha establecido que podemos retomar la senda justa. Él mismo sale en nuestra ayuda para que podamos lograrlo, luego de probar el sinsabor de su lejanía. Jesús mismo lo explica describiéndose a sí mismo como el pastor que sale a la búsqueda de la oveja perdida o como la mujer que encuentra la moneda que se le había perdido. Por su esfuerzo recompensado por tenerlas de nuevo, vive la alegría infinita de recuperarlas: "Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse... La misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta".
Esa alegría compartida se hace sólida. Es una alegría de ida y vuelta. La del pecador arrepentido que vive la alegría del perdón, y la de Dios que vive la alegría de perdonar y recuperar a su amado, al que quiere tener junto a sí. Una alegría así vivida es mayor. Una alegría de la que hago partícipes a los demás se hace mayor. Soy más feliz si comparto mi felicidad. En las leyes del espíritu no pesa la ley del mercado que acredita a quien acumula más. La ley del espíritu me dice que mientras más comparto, más tengo. Así es con el amor, con la fe, con la esperanza, con la alegría, con el perdón... Por eso, en las Escrituras se nos invita siempre a compartir sentimientos: "Den siempre razón de su esperanza", "Estén siempre alegres en el Señor", "Yo les he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y la alegría de ustedes sea perfecta", "Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor", "Si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, les perdonará también a ustedes su Padre celestial"... Es la compensación perfecta por saberse y pugnar siempre por ser de Dios, por vivir en su amor dando testimonio de nuestra alegría. Ser de Él, mantenerse en sus brazos, caminar por sus sendas, dar testimonio de su amor en mi vida, me dará la plenitud de la felicidad. Es la alegría plena del cielo, que vive Dios mismo cuando me acerco a Él, y que vivo yo cuando pruebo la miel de su amor y de su perdón y lo comparto con mis hermanos.
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