Decía Santa Teresa de Calcuta: "La santidad no es el privilegio de unos pocos sino la obligación de todos". Todos hemos sido creados con esa capacidad. Nuestra vida está intrínsecamente unida a la de Dios. Él nos la ha dado cuando insufló en nuestras narices el hálito de vida. Tenemos en nosotros desde el primer momento de nuestra existencia, la Gracia, la vida de Dios en nosotros. La santidad es el esfuerzo que hacemos cotidianamente para mantener esa vida divina en nuestros corazones. Es la vida de Dios que se hace patente en cada una de las cosas que hacemos y vivimos: Cuando nos repugna lo que nos puede apartar de Dios y de su amor; cuando ofrecemos nuestros dolores y sufrimientos por el bien de la Iglesia, de nuestra familia, de nosotros mismos; cuando procuramos hacer lo que nos corresponde con la mayor calidad posible, huyendo de la mediocridad; cuando sabemos que la vida comunitaria depende de lo que yo aporte, por lo cual me cuido mucho de agregar a ella lo malo mío, sino que procuro aportar solo mis cosas buenas; cuando lucho por implantar la justicia y la paz en todas las relaciones humanas, siendo siempre factor de armonía y no de discordia; cuando soy capaz de mostrar siempre mi mejor faceta, no dejando que mis rabias, mis egoísmos, mi mal humor, sean lo primero que aflore. No se trata de ser perfectos. Ninguno de nosotros los somos. Se trata de procurar ser perfectos. Cristo, experto en humanidad, nos invitó a serlo, "Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto", porque sabía muy bien que no lo somos. La invitación es a procurar serlo. Y nosotros debemos hacer nuestro mejor esfuerzo por serlo.
La santidad no es impecabilidad. El que nunca peca tiene un gran punto a su favor. Pero no sé si existe alguno así. Incluso los grandes santos de la historia, reconocidos oficialmente por la Iglesia, es decir, canonizados, se describían a sí mismos como grandes pecadores. Quiere decir que la santidad no es simplemente no pecar. Si así fuera, ni ellos ni ninguno de nosotros pudiera serlo. La santidad es abandono, es confianza, es humildad, es reconocimiento de lo que se es y de lo que es Dios. Es procurar no caer y poner todos los medios necesarios para lograrlo, pero es, indefectiblemente también, saber que si fallo, si tengo una caída, los brazos de mi Dios de amor están prestos a recogerme, a levantarme, a acogerme de nuevo y a restituir en mí la vida que Él mismo me ha regalado. Me encanta la figura del Hijo pródigo porque soy yo. Y es esa la figura del santo real. Si hubiera existido realmente y no hubiera sido solo un personaje de una parábola, hoy lo llamaríamos "San Hijo Pródigo". Fue un gran pecador, pero se ha convertido en el prototipo de la santidad que podemos vivir todos. Así mismo nos encontramos a un Agustín, a una María Magdalena, a un Camilo de Lelis, a un Ignacio de Antioquía, a un Francisco de Asís. Antes de su abandono en el corazón del Dios de Misericordia, no eran ejemplo de nada bueno. Pero en el gesto de su decisión de seguir a Dios, de dejarse amar, de abrir sus corazones para dejárselos llenar de clemencia, de confiar con humildad en ese amor y no en su propia capacidad de crecer, de caminar conscientes de las propias limitaciones que se resuelven solo en el amor todopoderoso de Jesús patente en la cruz; son faros que nos iluminan el camino que nosotros también podemos transitar.
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