domingo, 10 de noviembre de 2019

Vivo ahora y para toda la eternidad en la presencia de Dios

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Nuestra fe nos confirma que los cristianos seguiremos el mismo itinerario que ha seguido Jesús. Él nos ha abierto el camino por el cual transitaremos todos. Él asumió la muerte al asumir la condición humana. Por supuesto que su muerte cruenta, asumida como sacrificio redentor, en la cual estaba involucrada la humanidad entera culpable y pecadora, cargó sobre sus espaldas unas culpas que no eran suyas. Si había alguien inocente era precisamente Jesús. Era el único inocente de todos. Su muerte, por ser asumida voluntariamente tras el envío del Padre y por ser realizada como satisfacción por el delito que Él no había cometido, alcanzó el perdón de los pecados de toda la humanidad. La muerte del hombre que era Dios satisfizo infinitamente la afrenta que también había sido infinita. En cierto modo, nuestro gozo es natural por haber recibido ese don de la muerte redentora del Salvador para rescatarnos a todos de la muerte eterna. Por eso, tiene sentido la frase aparentemente sin sentido de San Agustín: "Feliz culpa la que mereció tal Redentor". Aún así, habiendo sido una muerte que tenía un efecto de rescate inmediato para quienes estaban perdidos, si así no hubiera sido, era en todo caso, una muerte que debía darse, aunque hubiera sido de forma natural. Todos los hombres estamos destinados a terminar nuestros días del periplo terrenal. También Cristo debía morir por haber asumido nuestra naturaleza. Alguien dijo que si no hubiera muerto en la Cruz rescatándonos a todos de la muerte, lo hubiera hecho de viejo.

La muerte es, en efecto, parte de nuestro itinerario. Nacemos, vivimos y morimos. Pero, como hemos apuntado, tenemos un itinerario que seguir, que es el que ha inaugurado Jesús para todos. La muerte no es el final. Jesús resucitó y ascendió al cielo. Habiendo venido del Padre y rendido su vida a Él para lograr nuestro rescate, no quedó oculto y solitario en el sepulcro frío y oscuro. Él resurgió triunfante de la muerte. Y con ello nos ha dicho a todos que también resucitaremos. Que no hemos sido hechos por amor para terminar en el vacío de un sepulcro, como tampoco lo hizo Él. Nuestra realidad es que hemos venido también del amor del Padre y que el terminar nuestro camino terrenal volveremos triunfantes a Él. Dios no nos ha creado para la muerte, pues es un Dios de vivos. Así lo ha afirmado Jesús: "Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: 'Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob'. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos". Nuestro Dios no nos hace caminar inexorablemente hacia el vacío de la muerte, sino que nos conduce a la plenitud de la vida, que es Él mismo. Es la fe que nos hace confiar ciegamente en el amor del que nos ha creado y nos ha destinado a vivir eternamente en su presencia. Y es la esperanza que hace que vivamos con la vista en alto, añorando ese futuro eterno en el amor que nunca se acaba. Así lo vivieron los hermanos macabeos que entregaban su vida en la confesión de la fe: "Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna ... Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará".

Esa es la promesa que tenemos para nuestro futuro. Es la perspectiva que nos ha abierto Jesús, cuando ha inaugurado con su muerte y su resurrección el camino que todos seguiremos. Evidentemente esta certeza nos acompaña. Nuestra cosecha será de eternidad, si hemos sembrado semillas de eternidad. Todo lo futuro depende de lo que vivamos en el presente. Si no nos decidimos a sembrar buena semilla, podemos acabar muy mal. Así lo dice San Pablo a los tesalonicenses, acerca de quienes hacen el mal: "Que nos veamos libres de la gente perversa y malvada, porque la fe no es de todos". Pero si seguimos fielmente el camino que nos indica nuestra fe y al que nos llama nuestra esperanza, tenemos la certeza de esa eternidad para la vida en Dios. Es la cosecha de lo que hayamos sembrado. "Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele los corazones de ustedes y les dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas ... El Señor, que es fiel, les dará fuerzas y los librará del Maligno ... Que el Señor dirija sus corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo". Es la ruta que debemos seguir para la cosecha de eternidad. También lo hizo Jesús, que "pasó haciendo el bien". En todo podemos seguir su itinerario. Si queremos ganar y disfrutar de esa eternidad feliz junto a Él, debemos transitar la ruta de las buenas obras, de la fraternidad, del testimonio vivo y vivificante de nuestra fe delante de todos. Y llegaremos todos juntos con Jesús al final del itinerario. A la felicidad que no tiene fin. A la vivencia inmutable del amor eterno.

2 comentarios:

  1. Hermoso artículo, palabra de Dios que nos invita a vivir con rectitud para así vivir por siempre. Excelente!!!!

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  2. El amor de Cristo es tan grande que nos invita a vivir feliz hasta la eternidad en su presencia ,aceptemos ese amor que nos regala gratuitamente ,amén!!

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