sábado, 2 de noviembre de 2019

La muerte no es el final del camino

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Las promesas de Jesús están todas ellas llenas de esperanza. Y nuestra certeza es de que se cumplirán totalmente, pues no puede engañarnos quien nos ha demostrado tanto amor y ha refrendado ese amor puro, total y eterno, entregándose por nosotros, en vez de nosotros, ofreciéndose como víctima inocente por todos, que éramos los únicos culpables. "En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes". Nuestra vida, toda ella, se desarrolla en la presencia de Dios. Ha surgido de sus manos amorosas, transcurre completamente delante del Dios amoroso y providente, y tiene su meta en su amor inmutable. Nuestra vida no tiene final, sino que es una continua realidad que tiene su estabilidad permanente en el mismo Dios. La muerte no sería para el fiel, entonces, sino solo un cambio de estado, una mudanza a una casa mejor, la llegada a la paz eterna en la vivencia mutua del amor entre Dios y uno. Es el fin de los avatares del mundo, de la gran tribulación, que pasaría a ser el camino transitado, con más o menos dolor, con más o menos alegría, por el cual habríamos avanzado para llegar a la meta deseada, a esa tierra definitiva que mana leche y miel eternamente.

Nuestro mundo, lamentablemente, adolece de una esperanza firme en esta realidad. Estamos demasiado imbuidos en una cultura de desaparición, de transitoriedad, de descarte. Y esto lo hemos trasladado incluso a nuestra propia existencia. "Esta vida es una sola y hay que gozarla", decimos sin ningún rubor. Hemos perdido la noción de eternidad, de trascendencia. Y basados en eso, llegamos a despreciar el don sagrado de la vida, pues ésta llegará a su final en algún momento. Rendimos culto a la muerte, en vez de celebrar la vida. Bastaría solo con darse un paseo por una misa de difuntos y compararla con una misa diaria normal, para verificar dónde estamos poniendo el acento. Damos paso a la violencia, pues lo que importaría es eliminar todo lo que se oponga a nuestro propio disfrute. Levantamos la mano incluso contra los seres más indefensos como lo son los niños en el vientre de sus madres, los enfermos, los ancianos, los pobres y los débiles, pues no queremos permitir que haya nada ni nadie que se oponga a nuestra tranquilidad. Importo yo, mi vida, mi confort, mi comodidad. Más nada. Nuestra mirada es muy corta y no la elevamos para poder percibir lo amplia que puede llegar a ser si contempláramos la perspectiva amplísima de un futuro que no tiene final. La realidad es que, nos guste o no, ese futuro se abre en nuestro caminar, y estamos inexorablemente dirigiéndonos, consciente o inconscientemente, hacia él.

Ante esta realidad segura de nuestro futuro, debemos confrontarnos nosotros mismos: ¿Nos estamos preparando para esa experiencia futura y permanente? ¿Estamos disponiendo nuestro ser para la entrada en la realidad inmutable del cielo? ¿Sabemos que nuestra entrada al triunfo definitivo, cuando escuchemos de Jesús: "Vengan benditos de mi Padre, entren a gozar de la dicha de su Señor", se dará cuando ya tengamos purificado nuestro espíritu de todo el lastre que ha producido nuestro pecado, del cual nos hemos arrepentido y pedido perdón? Sin duda, la noticia de nuestro final está muy lejos de ser una noticia angustiante. Muy al contrario, es una noticia llena de esperanza, si nos hemos dispuesto bien para vivirla: "Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión: antes bien, se renuevan cada mañana: ¡qué grande es tu fidelidad! El Señor es mi lote, me digo, y espero en él. El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor". Por eso, la felicidad o el dolor actual, cualquier circunstancia de nuestra vida hoy, tienen un final. Todo se llenará de la presencia definitiva del amor. Es en Dios donde acabará y se mantendrá eternamente nuestra existencia. Es un camino franco que nos ha abierto Jesús. "Adonde yo voy, ya ustedes saben el camino", nos dice. Y no sólo eso. Él mismo se revela como ese camino que debemos recorrer para llegar a la casa del Padre. Por eso, no tenemos manera de perdernos. Unirnos a Jesús nos da la seguridad de llegar a esa meta final, a ese goce definitivo que nos tiene reservado el Padre y para el cual nos ha creado. "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí". Es nuestro Redentor. Nos ha salvado de la muerte definitiva segura. Y por si fuera poco, es quien nos indica el camino y se postra ante nosotros para servirnos de calzada por la cual caminar para llegar seguros a la tierra prometida del cielo.

3 comentarios:

  1. Gracias padre, por está jiya. Que Dios le siga llevando de su mano

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  2. La muerte no es el final del camino porque nuestro destino es vivir para siempre.
    Este tiempo actual es para nosotros la gran oportunidad.
    Cuando decimos como una queja..."desprecié una oportunidad" queremos decir que algo bueno pasó a nuestro lado y no lo aprovechamos. Es pues la vida terrena esa oportunidad maravillosa de un Dios que nos ha creado para darle gloria y quiere asociarnos por amor a esa felicidad. Las dos fiestas de ayer y de hoy son las dos miradas de cada uno de nosotros...al cielo y al purgatorio donde terminamos nuestra limpieza o purificación para poder entrar.
    Que aprovechemos las oportunidades que el Señor nos ofrece y por eso tenemos que comenzar y recomenzar muchas veces sin cansarnos. Al final valdrá la pena. Gracias D. Ramón por recordarnos que esta vida no termina..mse cambia para bien o para mal. Escojamos lo mejor, lo verdadero que nos ofrece el amor de Dios.
    Que Dios nos bendiga y Santa Maria nos guarde. Franja.

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