martes, 5 de noviembre de 2019

Dios y mis hermanos, primero. Yo, después

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Los hombres hemos sido creados seres sociales. La misma expresión que utiliza Dios al crearnos denota pluralidad: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Ciertamente puede entenderse como un plural de majestad, pero sin duda es, también, un plural de debate entre las tres divinas personas creadoras. De este modo, entendemos que parte esencial de esa imagen y semejanza de sí mismo con la cual Dios nos ha creado es la pluralidad de personas. Somos seres comunitarios desde nuestro origen. Por eso Dios desde el mismo principio estableció: "No es bueno que el hombre esté solo". La soledad no es la marca de la humanidad. Lo es la pluralidad, lo comunitario, lo social. Incluso en la convivencia con los otros seres de la creación destaca esta cualidad esencial, por cuanto todos ellos se suman para hacer mejor esa convivencia entre los hombres. Todos son ayuda para esa vida social, aunque esencialmente la "ayuda adecuada" proviene principalmente de los otros que son como él, los otros hombres. Esta vida comunitaria no es simplemente la capacidad de estar junto a los otros, como una amalgama sin compromiso espiritual, sino que es la capacidad de convivir con el otro. Es la capacidad que tiene el mismo Dios, del cual somos imagen y semejanza, de vivir la misma vida, de estar intrínsecamente unidos, de hacer de la vida del otro algo que es parte de mi propia vida. No se trata de "estar junto al otro", sino de "vivir con el otro", haciéndome interpelar por todo lo que el hermano pueda vivir. Así como Dios vive la intimidad de su vida trinitaria sondeado por el amor mutuo que es, incluso, una de las tres divinas personas, así mismo la vida comunitaria esencial de la humanidad debe estar sondeada por ese amor como capacidad puesta por Dios en el hombre, que serviría como amalgama que aglutina, acerca y une íntimamente.

La clave de la comprensión de esta vida de comunidad está en el servicio mutuo. Somos servidores unos de los otros, pues Dios quiere que nos hagamos responsables de la felicidad del hermano. El amor que representa el mejor reflejo del amor divino es el amor oblativo, el amor de donación, el amor benevolente. Es el amor que entiende que la propia vida está al servicio de la felicidad y del bien del otro. No es el aprovecharse del otro, sino el procurar para el otro, siempre y en todo momento y por encima de todo, su bien y su felicidad. "Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros", escribía San Pablo a los romanos. Esa vida comunitaria esencial con la cual hemos sido creados, para Pablo llegó a elevarse al máximo cuando contemplaba el misterio de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Somos una misma cosa todos, reunidos en el cuerpo de Jesús que es la Iglesia. El aditivo principal es el amor: "Que la caridad entre ustedes no sea una farsa; aborrezcan lo malo y apéguense a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo". Se trata de vivir la empatía en el máximo grado, al punto que los sentimientos del otro sean los propios: "Bendigan a los que los persiguen; bendigan, sí, no maldigan. Con los que ríen, estén alegres; con los que lloran, lloren. Tengan igualdad de trato unos con otros: no tengan grandes pretensiones, sino pónganse al nivel de la gente humilde." La vida del cristiano es vida de amor mutuo. Es necesario desterrar del propio espíritu los sentimientos que apuntan a uno mismo: egoísmo, rencor, venganza, vanidad, aprovechamiento.

Este sello comunitario en el cual se abandona toda pretensión personal, toda búsqueda egoísta de privilegios, toda persecución de prerrogativas, es el que pide Jesús a sus discípulos. Quien abandona toda tendencia al narcisismo se hace digno de ser invitado al banquete celestial. Olvidarse de sí mismo y colocar por encima al hermano es la actitud deseada para quien quiere ser verdadero discípulo de Cristo. Por eso, el que antepone sus intereses personales no sirve para ser discípulo de Jesús: "Ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: 'He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir'... Les digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete." El primer lugar en el corazón del discípulo lo ocupan Dios y los hermanos. No él mismo. Su esencia comunitaria y el amor que viene de Dios y que es el tesoro con el cual Dios mismo lo ha enriquecido son los que deben dar la pauta. Quien sirve a Dios y a los hermanos desde el amor de donación, consciente de su ser comunitario, es el que se sentará a la mesa del banquete del reino eterno. Y será su triunfo definitivo para la vida eterna de felicidad y de amor al que está llamado cada uno.

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