viernes, 1 de noviembre de 2019

He decidido ser santo

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"Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero." Son los santos, los que han triunfado, los que se han mantenido fieles, en medio de las tribulaciones exteriores e interiores. Podríamos decir que es la señora que vivía al lado de mi casa, el joven que se sentaba junto a mí en la universidad, la muchacha que trabajaba en el escritorio a mi costado, la viejita a la que veía pasar las cuentas del rosario sentadita en el sillón de su casa. Preciosamente lo dijo el Papa Francisco: "Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»". La santidad no debe ser vista como algo inalcanzable, sino como algo que está a la mano. Que exige, sí, un esfuerzo superior al que normalmente hacemos, pero que está ahí, y que podemos convertir en un camino a recorrer. La santidad, siendo la meta que estamos llamados a alcanzar, es a la vez el camino por el que debemos transcurrir.

Decía Santa Teresa de Calcuta: "La santidad no es el privilegio de unos pocos sino la obligación de todos". Todos hemos sido creados con esa capacidad. Nuestra vida está intrínsecamente unida a la de Dios. Él nos la ha dado cuando insufló en nuestras narices el hálito de vida. Tenemos en nosotros desde el primer momento de nuestra existencia, la Gracia, la vida de Dios en nosotros. La santidad es el esfuerzo que hacemos cotidianamente para mantener esa vida divina en nuestros corazones. Es la vida de Dios que se hace patente en cada una de las cosas que hacemos y vivimos: Cuando nos repugna lo que nos puede apartar de Dios y de su amor; cuando ofrecemos nuestros dolores y sufrimientos por el bien de la Iglesia, de nuestra familia, de nosotros mismos; cuando procuramos hacer lo que nos corresponde con la mayor calidad posible, huyendo de la mediocridad; cuando sabemos que la vida comunitaria depende de lo que yo aporte, por lo cual me cuido mucho de agregar a ella lo malo mío, sino que procuro aportar solo mis cosas buenas; cuando lucho por implantar la justicia y la paz en todas las relaciones humanas, siendo siempre factor de armonía y no de discordia; cuando soy capaz de mostrar siempre mi mejor faceta, no dejando que mis rabias, mis egoísmos, mi mal humor, sean lo primero que aflore. No se trata de ser perfectos. Ninguno de nosotros los somos. Se trata de procurar ser perfectos. Cristo, experto en humanidad, nos invitó a serlo, "Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto", porque sabía muy bien que no lo somos. La invitación es a procurar serlo. Y nosotros debemos hacer nuestro mejor esfuerzo por serlo.

La santidad no es impecabilidad. El que nunca peca tiene un gran punto a su favor. Pero no sé si existe alguno así. Incluso los grandes santos de la historia, reconocidos oficialmente por la Iglesia, es decir, canonizados, se describían a sí mismos como grandes pecadores. Quiere decir que la santidad no es simplemente no pecar. Si así fuera, ni ellos ni ninguno de nosotros pudiera serlo. La santidad es abandono, es confianza, es humildad, es reconocimiento de lo que se es y de lo que es Dios. Es procurar no caer y poner todos los medios necesarios para lograrlo, pero es, indefectiblemente también, saber que si fallo, si tengo una caída, los brazos de mi Dios de amor están prestos a recogerme, a levantarme, a acogerme de nuevo y a restituir en mí la vida que Él mismo me ha regalado. Me encanta la figura del Hijo pródigo porque soy yo. Y es esa la figura del santo real. Si hubiera existido realmente y no hubiera sido solo un personaje de una parábola, hoy lo llamaríamos "San Hijo Pródigo". Fue un gran pecador, pero se ha convertido en el prototipo de la santidad que podemos vivir todos. Así mismo nos encontramos a un Agustín, a una María Magdalena, a un Camilo de Lelis, a un Ignacio de Antioquía, a un Francisco de Asís. Antes de su abandono en el corazón del Dios de Misericordia, no eran ejemplo de nada bueno. Pero en el gesto de su decisión de seguir a Dios, de dejarse amar, de abrir sus corazones para dejárselos llenar de clemencia, de confiar con humildad en ese amor y no en su propia capacidad de crecer, de caminar conscientes de las propias limitaciones que se resuelven solo en el amor todopoderoso de Jesús patente en la cruz; son faros que nos iluminan el camino que nosotros también podemos transitar.

"Bienaventurados los pobres de espíritu. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los misericordiosos. Bienaventurados los limpios de corazón. Bienaventurados los que trabajan por la paz. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. Bienaventurados serán cuando los injurien, y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en los cielos". Es un canto a la felicidad. La santidad es felicidad, en medio de todo el transcurso de la vida. Es la felicidad de saberse en las manos de Dios. Es la felicidad de saber que en esa manos amorosas nada malo puede suceder, aunque a la vista de nuestra condición humana nos pueda parecer algo terrible. Acunados en los brazos del amor, no hay nada que pueda ser malo. Es mi Dios de amor quien sale en mi defensa, es Él quien me protege y me conduce. Así lo entendió Verónica, que ofreció su vida por el matrimonio de sus padres, en un largo sufrimiento a causa de una bomba lacrimógena que golpeó en su cabeza. Así lo entendió la Negra que agradecía a Dios la posibilidad de ofrecer sus dolores por su familia, repitiendo "El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó... ¡Bendito sea el nombre del Señor!" Así lo entendió Cristina en medio del cáncer que la consumía, muriendo en oblación de amor a Dios en favor de los suyos. Son los santos de al lado de mi casa. Mi vida es mi casa. Y allí he visto pasar muchos santos. Ya quisiera yo seguir sus pasos, confiándome en el amor infinito de mi Dios como lo hicieron ellos. Todos debemos procurar vivir esa felicidad. Es la felicidad plena de la experiencia del amor patente en cada segundo de mi vida. No existe nada mejor.

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