sábado, 9 de noviembre de 2019

Abro mi corazón a ti, Señor. Quiero ser tu Templo

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El Templo es central para la práctica de la fe de los seguidores de Dios. Desde el mismo inicio de la historia de la salvación, los elegidos querían dejar constancia del lugar del encuentro con Él. Desde Noé surgió esta necesidad como una manera de reconocer la obra maravillosa de Dios: "Y edificó Noé un altar al Señor, y tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocaustos en el altar". Y luego también para Abraham, elegido como padre del pueblo y de multitud de descendientes, dejar constancia del lugar del encuentro con Dios fue prácticamente una necesidad: "Y el Señor se apareció a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra. Entonces él edificó allí un altar al Señor que se le había aparecido". Nuestra condición corporal exige la manifestación de las maravillas espirituales a través de realidades sensibles, que nos hagan presentes y nos recuerden continuamente el portento que se ha vivido. Es lo que llamamos "sacramento", una realidad sensible que me hace percibir a través de mis sentidos, lo que por ser una realidad intangible, quedaría solo en una manifestación espiritual y en una experiencia verificable solo en la intimidad del corazón. Lo externo, lo corporal, viene en auxilio de mi propia materialidad, para que sea capaz de percibir corporalmente lo que he vivido espiritualmente. Por ello, el templo se convirtió en el centro de la vida espiritual del hombre y del pueblo. Manifiesta así la necesidad que tiene el hombre de entrar en contacto con Dios, y de hacerlo de manera comunitaria. El Templo es el sitio en el que me puedo encontrar con Dios y en el que me puedo encontrar con los otros hermanos que también se quieren encontrar con Él y que son acogidos en el lugar sagrado.

Para Israel tener un Templo en el cual encontrarse con el Dios liberador pasó a ser un punto de honor. Construir el Templo devino en el centro de los intereses de todos. Y hacerlo en la ciudad sagrada de Jerusalén, emblema del judaísmo, ciudad central de aquella tierra prometida por Yavé, era prioritario. Salomón, el gran rey de Israel, logra el cometido de construir el Templo de Jerusalén como centro espiritual: "En el mes octavo de ese año, se terminó de construir el templo siguiendo al pie de la letra todos los detalles del diseño. Siete años le llevó a Salomón la construcción del templo". Israel tenía ya el lugar dedicado expresamente a la adoración de Dios. Desde ese momento, toda la vida de Israel, no solo la espiritual, pasaba por este Templo. Era su orgullo. Su centralidad en la vida cotidiana de Israel denotaba la certeza de que Dios estaba con ellos. Lamentablemente, esto llegó a hacer que la materialidad del templo sustituyera en muchos la necesidad del encuentro espiritual con Dios. Por eso, en su momento, Jesús hace un crítica acerva contra esta tendencia: "No conviertan en un mercado la casa de mi Padre". El Templo es el lugar del encuentro personal con Dios, no una realidad que se agota en la materialidad que es. Su sentencia es clarificadora: "Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré". La materialidad no es lo esencial. Lo esencial es lo espiritual. El Templo material es solo un apoyo. Así le dice a la mujer samaritana: "La hora viene, y ha llegado ya, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a ellos el Padre busca que le adoren". El auxilio que presta el Templo es importante, pero es solo eso, un auxilio para el encuentro frontal del hombre con Dios, para la adoración y el reconocimiento de su gloria infinita, para el abandono en su amor providente y redentor.

La esencia de este encuentro está en la Gracia que Dios derrama en el corazón del hombre. El Templo facilita este encuentro, pero la finalidad no se agota en él. La finalidad es el enriquecimiento que Dios da al hombre que abre su corazón para dejarse llenar de su amor, de su misericordia, de su perdón, de su gracia. "Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia". Las aguas que surgen del Templo son las aguas de la Gracia divina que todo lo vivifica y lo renueva. Del Templo surge la Gracia que nos hace de nuevo hijos de Dios, hermanos entre nosotros, hombres nuevos para hacer un mundo nuevo en el amor y la providencia divina. La novedad es de tal magnitud, que el hombre nuevo que surge por las aguas renovadoras que fluyen del Templo, es hecho, él mismo, Templo de Dios: "Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo son ustedes". Contemplar el Templo es contemplar la Gloria de Dios, es reconocer que su Gracia nos renueva, es disfrutar infinitamente de su presencia vivificadora. Y es, a la vez, contemplarme como Templo de Dios a mí mismo, sabiendo que Él viene a habitar en mí como en su hogar, a hacerme un hombre nuevo en medio de un pueblo nuevo, a enviarme a renovar con su Gracia toda mi realidad, procurando que cada hermano mío asuma su condición de Templo en el que habita Dios, desde el cual ama y salva.

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