sábado, 16 de noviembre de 2019

Tengo fe, Señor, pero quiero tener más

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San Pablo define la fe de esta manera: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven". Requiere una confianza absoluta en aquellas verdades que no son evidentes y que han sido reveladas por alguien que arranca del corazón y de la mente rastros de veracidad que no se obtendrían de otras fuentes. Está claro que ella no puede surgir si no ha habido previamente manifestaciones claras que hagan nacer una credibilidad a prueba de fuego. Una mente absolutamente racionalista, positivista, tendrá este camino muy cuesta arriba, pues requerirá siempre pruebas fehacientes, de comprobación científica, sobre las cuestiones que puedan estar siendo reveladas. Esto se constituye en un muro infranqueable que no dejará opción para poder sentir la satisfacción de quien se abandona sutilmente en una autoridad superior que no se impone a la fuerza, sino, al contrario, con la suavidad del amor y la convicción de la esperanza. Quien actúa dejándose conquistar por las verdades reveladas desde el amor de Dios por nosotros, puede sentir una felicidad plena, una satisfacción total, pues esa confianza requiere un abandono total en aquella autoridad superior que se impone con la suavidad que solo quiere el bien de todos, y lo hará todo para que seamos beneficiarios de cada una de sus bondades.

La fe es propia de espíritus que han alcanzado alturas superiores a las normales, y que añoran cada vez más. Fue el proceso que siguieron los mismos discípulos de Jesús que, estando en el camino de maduración, teniendo la sensación de que iban avanzando en él, imploraron a Jesús: "¡Señor, auméntanos la fe!" Quien tiene fe, siempre querrá tener más, pues saborea la dulzura de ese camino y su absoluta compensación en el abandono progresivo. No se trata de una "despersonalización" del individuo, sino en la cada vez más firme sustentación propia, pues no existe mayor personalización que asentarse más sólidamente en quien es la razón de la propia existencia. No se tendrá la sensación de la duda continua, sino la de la certeza continua. No se necesitarán pruebas verificables, sino simplemente un espíritu dócil que encuentra su paz en la verdad revelada por la fuente de todo amor, lo cual es suficiente para poder asegurarse de que no puede haber engaño en ello. Y es que la fuente de la verdad es quien es la Verdad: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". Y de su amor por nosotros ha dejado la prueba más clara, entregándose y muriendo por nosotros, en vez de nosotros, y resucitando para dejar en nuestras manos su victoria, arrancándonos del reino de la oscuridad. No nos puede engañar quien lo ha dejado todo, quien lo ha entregado todo, hasta su vida por amor a nosotros: "Me amó a mí, y se entregó a la muerte a sí mismo por mí", sentenció San Pablo.

Sin embargo, siendo estas verdades tan sólidas, todo depende de nuestra opción. Por eso, la duda de Jesús tiene sentido. Muchas veces, queriendo reclamar para nosotros una superioridad basada en nuestro orgullo y nuestra soberbia, queremos autoafirmarnos rotundamente, pretendiendo una autonomía total y radical que nos deja más en el vacío que en la plenitud. "Serán como dioses", fue el engaño del demonio. La pregunta de Jesús: "Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?", tiene mucho sentido. En nosotros luchan la fe contra la soberbia, la humildad contra la autosuficiencia. Está claro que el mejor itinerario es el de la fe, por cuanto nos deja en la paz de saber que nuestro camino, siendo construido por nosotros, lo hacemos con las herramientas que pone el amor de Dios en nuestras manos. Es una combinación de factores que no podemos desdeñar. El camino lo hacemos nosotros, pero es el Señor quien lo abre: "Por allí pasaron, en formación compacta, los que iban protegidos por tu mano, presenciando prodigios asombrosos. Retozaban como potros y triscaban como corderos, alabándote a ti, Señor, su libertador." Así obtendremos de Dios su favor, pues Él solo espera de un gesto de nuestra parte para salir feliz a nuestro encuentro y llenarnos de su compensación total, que es más plena de lo que nosotros podemos imaginarnos jamás.

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