martes, 1 de octubre de 2019

Ven conmigo a conquistar el mundo

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Cuando entendemos bien la obra que viene a realizar Jesús en favor de todos los hombres, y dejamos que esa obra de amor actúe en nosotros profundamente, comenzamos realmente a entender nuestro papel como discípulos de Cristo. En primer lugar, comenzamos a vivir la novedad radical de vida que nos trae Jesús. Dejamos atrás todas las obras del hombre viejo que habitaba en nosotros. La vida de rencores, de odios, de violencia, de egoísmo, de soberbia, la dejamos a un lado, pues es un lastre demasiado pesado para poder emprender el vuelo al que nos invita el amor. Y comenzamos a llenarnos de las actitudes del hombre nuevo, cuyo modelo ejemplar es el mismo Redentor. Por eso, observando su vida, comprendemos que debemos asimilar su mismo amor, su mismo deseo de bien para todos, su mismo acercamiento amoroso a los hermanos, principalmente a los desplazados de la sociedad, su misma solidaridad y solicitud por los enfermos, por los débiles, por los más indefensos, por los alejados, por los pecadores. Asumimos que nuestra vida no puede quedar simplemente en el transcurrir de las horas, en la sucesión de momentos, uno tras otro, sin que en cada uno de ellos dejemos alguna huella que descubra que nosotros hemos sido sus protagonistas. Y se da, entonces, el segundo paso. El hombre nuevo entiende que es lanzado al otro. Que el hermano es una responsabilidad que Dios coloca en sus manos. A decir del Papa Benedicto XVI, se entiende que "el hermano es un regalo de Dios para mí". Que cada hombre y mujer que se topa en mi camino es una oportunidad que me proporciona la providencia divina para que demuestre que realmente Jesús ha hecho mella en mí, y que no soy simplemente "un paquete más" que vive y respira. En ellos puedo confirmar que mi deseo es dejar huellas de eternidad, que asumo mi condición de hombre nuevo, hermano de todos, corresponsable de su futuro de felicidad eterna.

No asumir esta realidad puede tener consecuencias indeseables en mi conducta, que desdirían de mi renovación interior y que denotarían que me falta aún un buen trecho de camino por andar y avanzar. Es lo que demostraron los hermanos Santiago y Juan en el episodio del rechazo de los samaritanos a Jesús. En vez de asumir una actitud conciliatoria, de búsqueda de entendimiento y de acercamiento, propusieron una solución radical, de destrucción y eliminación, muy lejana, por supuesto, a la enseñanza del Maestro al que seguían. "Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?", fue su primera reacción. Es lo que cualquiera que no se haya dejado renovar en el amor sugeriría. Pero no es, ni mucho menos, lo que el Señor quiere para quienes lo rechazan. Él busca que depongan su actitud, los quiere acercar con suavidad y argumentos convincentes. Nunca eliminarlos. El amor lo lanza a atraer, nunca a rechazar. Su figura emblemática es la del Crucificado que, en medio de los tormentos y a punto de morir, tiene los brazos abiertos para esperar, recibir y acoger a todos.

Jesús explica el por qué de lo absurdo de la propuesta: "Ustedes no saben de que espíritu son. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos." Le falta a los apóstoles un buen trecho de camino para que sigan creciendo en el amor y en el deseo de aglutinar alrededor de Jesús a todos, incluso a los más obcecados contra Él. No es perderlos lo que motiva a Jesús. Es ganarlos para sí y para su Reino. Ya vendrán momentos futuros en los que, paso a paso, podrán comprender que es mucho mejor estar con Jesús que desecharlo. Es lo que concluyó Pablo en su momento, que, habiendo sido también perseguidor de Jesús, fue conquistado por el amor y luego se convirtió en el perfecto adalid de su causa de amor y de salvación: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad". En el corazón de Cristo tienen cabida todos. No hay lugar en Él para el vacío ni para la exclusión. Él ha comprendido que el Padre le ha encomendado la misión más delicada, rescatarlos a todos, sin dejar a nadie por fuera: "Que no se pierda ninguno de los que has puesto en mis manos".

Los discípulos debemos también vivir para conquistar a los demás para Jesús, para su amor, para su salvación. Nuestra presencia en el mundo debe ser un llamado continuo a todos, principalmente a los que están más alejados de Jesús. Con amor, con suavidad, con un buen testimonio, debemos lograr que todos quieran acercarse a Jesús. Que nuestra palabra convenza, que nuestras acciones conquisten. Que todo lo que hagamos sea signo de nuestra condición de seguidores de Cristo y de su amor, de que somos discípulos de Aquel que vino a "dar su vida en rescate de todos". Que no queremos que nadie se quede sin tener en sus corazones el sabor de la salvación y la dulzura del amor que los quiere junto a Él. Que queremos incluso que aquellos que no se hayan dejado renovar aún en el amor, lo logren, dejando a un lado las acciones injustas, violentas, egoístas, que caracterizan a quienes viven lejos de la novedad radical del amor. Que seamos un reclamo continuo con nuestras palabras y nuestras acciones a vivir la verdadera fraternidad, la solidaridad, la caridad, la solicitud por el hermano necesitado de consuelo y de misericordia. Y que, siendo un reclamo para todos, se sientan también ellos convocados a pertenecer al grupo de los que no quieren excluir, sino sumar cada vez a más discípulos del amor. Es el sueño de Dios, el testimonio que quiere Yahvé de los judíos fieles, para convocar y arrastrar a muchos extranjeros a acercarse al Dios de Israel: "Aquel día diez hombres de cada lengua extranjera agarrarán a un judío por la orla del manto, diciendo: 'Queremos ir con ustedes, pues hemos oído que Dios está con ustedes'."

Es hermosa la tarea del discípulo. En el orden que le corresponde, debe hacer la misma tarea de Jesús. Su palabra y su obra deben servir para que más hermanos se acerquen al amor y se dejen conquistar por su dulzura y su deseo de salvarlos. Es la invitación continua a dejar atrás las actitudes antiguas que desdicen del amor, y a asumir en sí mismo, para sí y para los hermanos, las actitudes de Cristo. Es imitarlo, al extremo de poder decir como dijo san Pablo: "Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo". No me imiten a mí, sino al Cristo al que yo imito, dice. Debo ser, con Él, salvador de mis hermanos. Así como Él me quiere para sí, los quiere a todos. Y yo soy instrumento que debe dar testimonio continuo del amor para que su obra no quede en el vacío y se cumpla totalmente. Me corresponde y debo asumirlo, como el hombre nuevo que soy porque me ha hecho así y que me lanza al mundo para renovarlo en su amor.

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