jueves, 24 de octubre de 2019

Siempre libres en el amor. Nunca esclavos en el odio

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La dialéctica entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio, marca la vida de los hombres. En nuestras manos está la decisión por una realidad o la otra. Nuestra capacidad de decisión está basada en la suprema libertad con la cual nuestro Creador nos ha bendecido. Es cierto que la libertad es tal, solo en el caso en el que haya siempre una decisión en favor del bien. La verdadera libertad no elige nunca el mal. Si llega a hacerlo deja de ser libertad y ha transmutado en libertinaje, en capricho, y finalmente desemboca en esclavitud. Sin duda, la capacidad de decidir se basa en la libertad, pero el mal uso de ella la muta en una rémora más que en una bendición. Quien se decide por el mal corre el riesgo de caer en una vorágine que necesitará siempre de más para satisfacer una ansiedad que nunca se calmará. De allí que surjan las cadenas que oprimen al hombre y que, en función de una supuesta "libertad", van siendo cada vez más numerosas y van obnubilando cada vez más la mente y el corazón de quien se consideraba con derecho a hacer lo que le viniera en gana porque era libre. Ya no es libre de decidir sobre sí mismo, pues el mal se ha enseñoreado en su corazón, y éste determinará y condicionará cualquier posible decisión, anulando la suprema libertad que poseía.

En este sentido, debemos comprender que el don de la libertad no es un don inmutable, pues Dios, al ponerlo en nuestras manos, nos ha hecho también responsables de su correcto uso. Las capacidades que Él ha colocado en nuestro ser nos sirven para saber cuál es el mejor camino para desarrollarla y hacerla más sólida y el mejor modo de usarla para no hacerla caer en el absurdo de su negación que es la esclavitud. De ese modo, entendemos que las indicaciones que nos da Dios no son de ninguna manera restricciones, sino claves para que nuestra libertad tenga cada vez más sentido y nos haga avanzar más hacia el camino de la plenitud en la felicidad. Esas indicaciones de Dios son como las señales en el camino que me hacen seguir la mejor ruta para llegar a mi destino. De ninguna manera son prohibiciones de ir por otra ruta, sino las señales que me harán llegar más rápidamente y sin contratiempos a puerto seguro. No restringen mi libertad, pues yo sigo siendo el conductor de mi vida. Dios no toma el control, solo me indica el mejor camino. Yo decido si lo sigo o no. En mi mente debe estar siempre que es más feliz el que es más libre. Es más feliz el que no permite en su vida cadenas que destruyan su libertad, aunque eso en ocasiones signifique luchar contra algunas tendencias que nos pueden resultar muy atractivas. Así lo entendió San Pablo y se lo transmitió a los cristianos: "Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica. Ninguno busque su propio bien, sino el del otro". Mi libertad no es una patente de corso para hacer lo que me venga en gana. Es una ocasión para hacer todo lo que edifique y me acerque a la plenitud, a la perfección, a la felicidad.

Alguno podrá argumentar que la felicidad es mejor si no hubiera contratiempos, si no existiera la posibilidad de perderla. Que la vida sería mucho mejor si Dios impidiera la posibilidad de perder la felicidad que vivimos. ¿Por qué, en vez de hacer un camino expedito, sin obstáculos, permite que tengamos estorbos u obstáculos para la felicidad? Una respuesta podría ser que, sin duda, la felicidad es más intensa cuando la recuperamos. Habiendo tenido la experiencia de una felicidad original, la añoranza de ella al haberla perdido y su recuperación, hace que se viva con mayor intensidad. Quien recupera la capacidad de caminar después de una fractura de fémur, valora mucho más su capacidad recuperada que la que tenía antes de la fractura, la cual a lo mejor ni siquiera valoraba. Perder un tesoro y recuperarlo nos hace más consciente del tesoro que se tenía, y nos hace valorarlo con mayor intensidad y defenderlo con mayor empeño. San Pablo, en el sentido contrario, se lo dice claramente a los romanos: "Cuando ustedes eran esclavos del pecado, la justicia no los gobernaba. ¿Qué frutos daban entonces? Frutos de los que ahora se avergüenzan, porque acaban en la muerte. Ahora, en cambio, emancipados del pecado y hechos esclavos de Dios, producen frutos que llevan a la santidad y acaban en vida eterna. Porque el pecado paga con muerte, mientras que Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro."

Ser libres es un don invalorable que está anotado a nuestro favor y que debemos mantener como haber invariable. No es vano insistir en esto, por cuanto en ello se debe ir nuestra vida. La experiencia de la esclavitud y de la muerte ya nos ha hecho suficiente daño, y nos ha hecho la peor de las jugadas. Nos ha hecho caer en la espiral del hundimiento, logrando que el hombre no valore su condición de hijo de Dios, la esencia comunitaria con la cual ha sido creado, borrando la vida de fraternidad que lo hace solidario con los demás, viviendo en la esclavitud del egoísmo y de la idolatría, subyugado por las cadenas de la autodestrucción engañado en creer que su absoluta autonomía, habiendo expulsado a Dios de su vida y decretando su hegemonía sobre los hermanos, nunca afectará su libertad cuando en realidad es su peor destrucción, apuntando a su desaparición no solo física, sino de los libros de la vida eterna. Por eso está planteada una guerra, como lo dice Jesús: "He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla.¿Ustedes piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división." Es la guerra de la dialéctica entre amor y odio, entre libertad y esclavitud. Jesús trae el fuego del amor y la espada de la libertad. Y es lo que quiere imponer con su mano suave y redentora. Su obra es obra de liberación: "He venido a dar la libertad a los oprimidos". Es nuestra la decisión de dejarnos conquistar por esa mano suave de nuestro liberador o quedarnos en las manos ásperas de quien nos quiere esclavos para siempre.

Esto nos exige tomar partido claramente. No podemos ser pasivos en esta guerra del bien contra el mal. Debemos enrolarnos en uno de los ejércitos. O somos de Jesús, del amor, de la libertad, de la justicia, o somos de los que buscan y añoran la esclavitud, de los que quieren imponer el mal y el odio, de los que pugnan por poner cada vez más cadenas a nuestro espíritu anulando totalmente su absoluta libertad. Y es tan serio este enfrentamiento que incluso si se tratara de personas cercanas, debemos tomar partido por el bien. Así lo plantea Jesús: "En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra." Incluso si entre los nuestros se pudieran contar algunos que se pusieran al servicio de las cadenas que roban nuestra libertad, está en nuestras manos oponernos radicalmente a ellos para defender nuestra propia experiencia del amor, de la libertad, de la felicidad, de la plenitud. La idea es vencerlos para ganarlos para nuestra causa, no para abandonarlos derrotados caídos en el camino. El amor los quiere con él. La libertad los quiere con ella. Nosotros los enfrentamos para que caigan en cuenta de que su camino está errado y que deben retomar el camino de la plenitud, que es el camino del bien por el que quiere Dios que transitemos y que nos indica con las señales que nos guían hacia la perfección del amor y de la felicidad.

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