lunes, 30 de septiembre de 2019

Para ganar de verdad, debo competir en amar más

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Los hombres no cambiamos. Somos los mismos desde el inicio de nuestra historia. Lo demuestran las actitudes que se descubren en el Evangelio. La misma inquietud que demostraban los apóstoles, podría ser certificada en cualquier hombre de hoy. "Los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante". Somos más tecnológicos, tenemos a la mano más bienes y servicios, vivimos una vida más cómoda, nos desplazamos fácilmente a cualquier lugar del mundo, nos comunicamos con cualquiera a través de los medios con una facilidad pasmosa, el mundo se ha convertido en una aldea de dimensiones descomunales... Pero en nuestro espíritu sigue habiendo las mismas inquietudes. ¿Soy el más importante? ¿Por qué no me toman en cuenta? ¡Tienen que reconocer mi valor! Nos preocupa el no ser tomados en cuenta, el que no se nos dé la importancia que creemos tener. Nos motiva un afán de reconocimiento. La vanidad, el egocentrismo, la soberbia, nos siguen dominando. Fue la misma tentación por la que cayeron nuestros padres Adán y Eva en el pecado. Su soberbia fue tal, que nunca quisieron dejar el puesto central a quien le correspondía, a Dios, y quisieron colocarse ellos mismos. La frase de Satanás les quedó dando vueltas en la cabeza, los conquistó, y finalmente, sucumbieron ante ella: "Dios sabe muy bien que el día en que coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal". Serán como dioses... ¿Qué mayor deseo puede tener quien quiere tener el mayor prestigio?

La discusión de los apóstoles no es, por tanto, extraña a cualquiera de las discusiones que pudiéramos tener hoy entre nosotros. Estamos en una competencia continua. Los premios que se otorgan son una oficialización de este espíritu de competencia. Certámenes, concursos, campeonatos, en todos los órdenes, han hecho de la competencia un estilo de vida del cual ya no nos podemos desprender. Hemos sucumbido a él. Oscars, Olimpiadas, Copas... Todos luchamos de alguna manera por demostrar que somos los mejores, los más importantes. En cierto modo, la misma vida actual nos obliga a vivir bajo este espíritu de la competencia omnipresente. No es que a priori sea malo o destructivo. Este espíritu de competencia alimenta el deseo de superación que debemos tener siempre. El progreso del hombre se debe en buena parte, a él. La vida, gracias a él, es más bonita, más feliz, mas fraterna. El problema está en que a veces no sabemos cómo manejarlo. Los vencedores lamentablemente, creen haberse ganado el derecho a considerarse mejores, a ser reconocidos por encima de la dignidad de los demás y a recibir pleitesías de todos. Incluso a humillar a los vencidos, despreciándolos y viéndolos por encima del hombro. Y los vencidos llegan a considerarse poca cosa, infelices totalmente por no haber alcanzado la cima, quedando en la humillación por no haber vencido, despreciados por todos. Para evitar esta sensación hemos acuñado una frase que por lo menos disminuye el malestar: "Lo importante no es ganar, sino competir".

La competencia en sí misma no es mala. Lo que debemos es aprender a ver en qué debemos competir. Nuestra lógica nos habla de competir por ser el más fuerte, el más veloz, el más elegante, la más bella, el mejor director, el mejor actor, la mejor actriz, para poder percibir lo que más vale la pena perseguir como meta en esta competencia. Pero Jesús nos propone una lógica diversa que nos puede sorprender: "Cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: 'El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de ustedes es el más importante'." Los niños, en el tiempo de Jesús, eran casi considerados no-personas. Se dice que hasta los doce años eran considerados poco más que unas mascotas. Y hay quien afirma que Jesús aparece en el templo a los doce años porque antes de esa edad los niños no eran dignos de hacerlo. Por eso sorprende a los apóstoles esta invitación de Jesús. ¿Estaba acaso invitándolos a ser no-personas? Por supuesto que no. Los invitaba a la humildad, a la inocencia, a la sana ingenuidad, a la confianza absoluta, a la transparencia. Los invitaba a eso y a acoger a quien tuviera esas cualidades. Los invitaba a ser puros y diáfanos, sin malicias ni enrevesamientos. A presentarse ante Dios con una sola faceta. A vivir el amor en plenitud como marca de ser discípulo suyo.

Es una competencia sorprendente la que nos invita a vivir Jesús. Y es la que entendieron los primeros cristianos y la que vivieron en aquellos primeros tiempos de la experiencia de fe en la Iglesia primitiva. "Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno... La multitud de los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma, todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía." Era la consideración más pura de la verdadera competencia que los debía motivar. Esto trastoca toda lógica puramente humana y la eleva a la lógica espiritual, la lógica divina, infinitamente superior y mucho mejor que la propia, porque es motivada por el amor. San Pablo invita a la comunidad de Filipos: "No hagan nada por espíritu de competencia, nada por vanagloria; antes, llevados de la humildad, ténganse unos a otros por superiores, no atendiendo cada uno a su propio interés sino al de los otros". Y a los romanos les dice: "No estén en deuda con nadie, a no ser en el amarse unos a otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley, pues el amor es la plenitud de la ley".

Es una invitación que recibimos todos. Si queremos vivir la plenitud del amor, debemos competir en dar amor. Nuestro orgullo, nuestra satisfacción mayor, debe estar en ser los más pequeños, los que más servimos, los que más amamos. Así seremos de verdad discípulos verdaderos de Jesús. No buscar ser los mejores en las disciplinas que aplaude el mundo, sino en las virtudes que aplaude Dios y que espera que vivamos cada uno de nosotros. Eso nos asegura el futuro de felicidad plena en el que solo el amor será el ámbito en el que vivamos. Es el reinado del amor. El amor será el vencedor. Así Dios será siempre el primero. "Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios con verdad y con justicia." Nada ni nadie le quitará el lugar de prevalencia. Y Él me dará a mí el primer lugar en su corazón. "Quien quiera ser el primero, que sea el último, el servidor de todos". El amor le da pleno sentido a ese futuro que quiero vivir.

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