martes, 22 de octubre de 2019

Harás todo lo necesario para salvarme porque me amas

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Dios creó al hombre de la nada. Una nada que no podemos imaginar, pues nosotros nunca hemos tenido la experiencia de la no-existencia. La nada es esa no-existencia que era previa a la obra creadora y poderosa del Dios de amor. El vacío total, en el cual todo lo llenaba única y exclusivamente Dios, autosuficiente en sí mismo, y que, al tener sus cualidades divinas siempre a tope, daba sentido a todo. Podemos afirmar que la nada estaba resuelta en Dios, pues Él lo llenaba todo. Él lo es siempre todo en todo. Sin embargo, en esa soledad absolutamente satisfactoria que vivía Dios, el amor lo hizo salir de sí y querer llenar esa nada con algo que fuera objeto de su amor. Siendo autosuficiente en sí mismo y absolutamente satisfecho en su propio amor -un amor totalmente alejado del narcisismo enfermizo del que hemos contaminado nosotros el amor a sí mismo-, en aquella eternidad infinitamente feliz que Él vivía, decidió "complicarse" su existencia, completamente armónica y satisfactoria, haciendo existir todo lo que no existía, dejando salir de sus manos poderosas a todos los seres. El sinsentido de la existencia de todo lo que no es Él, se explica solo por un arrebato bondadoso y complaciente de su amor, que apuntaba a la culminación de la obra creada, representada en el hombre, que da pleno sentido a ese sinsentido. Es el hombre el objeto último del amor explosivo de Dios que devino en la existencia de aquel que "hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies". El amor de Dios al hombre le da sentido a la existencia de todo lo demás. El hombre es el único ser de la creación al cual Dios ama por lo que es en sí mismo. Ciertamente Él ama todo lo creado, pues todo ha surgido de sus manos amorosas (todo lo lleva "tatuado en sus manos"), pero lo ama en función de lo que sirven al hombre para que se acerque siempre a Él. Una obra que surge de esas manos amorosas, absolutamente suficientes y armónicas en sí mismas, no podía empezar a existir sin esa cualidad intrínseca: la armonía, la paz, la satisfacción plena, la felicidad sin par. Esa era la marca original de todo al inicio. Era la condición en la que vivía el hombre, colocado en el centro de todo lo que existía por la voluntad amorosa del Dios de amor.

Pero en esa condición de armonía absoluta originaria en la que existía todo, aparece el que se opone a la armonía. El demonio, habiéndose rebelado a ese Dios desde su condición de arcángel amado (era Luzbel, la Luz Bella, entre los principales ángeles que había creado Dios), no podía estar satisfecho con todo el orden satisfactorio que se vivía. Él es el padre del desorden, de la rebeldía, de la soberbia, de la oscuridad, de la mentira. Y conquista el corazón del hombre creado por amor, para que se rebelara también él a ese Dios de amor. "Serán como dioses", es el anzuelo que les lanza y que ellos pican en búsqueda de una felicidad superior a la que vivían, totalmente ilusoria y enmarcada en el espejismo que ofrecía satanás de una felicidad sin Dios, o mejor, de una felicidad en la cual ellos serían sus propios dioses. Desde ese momento reinó el caos y el desorden. Se perdió la absoluta armonía que vivía el hombre unido a Dios. Lo que Dios había diseñado perfectamente en su inteligencia eterna e infinita, había quedado destruido en un segundo por la soberbia del hombre alimentada por la soberbia del demonio. "Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron", es la sentencia de San Pablo sobre aquella primera transgresión. La muerte, el desorden, la separación de Dios, hacía su aparición en el mundo.

En este camino errado que tomaba toda la creación por el pecado del hombre, Dios no podía quedarse de brazos cruzados. No podía dejar que todo aquello que había surgido de sus manos amorosas se perdiera por la mano del odio que movía el demonio. Por ello, inmediatamente diseña un plan de rescate que tiene todo el sentido desde un Dios que lo había creado todo con poder infinito y que, con ese mismo poder infinito quería rescatarlo pues corría el peligro de perderlo. "Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te pisará la cabeza mientras tú le hieres el talón", es el anuncio de la epopeya salvífica que emprende Dios contra el demonio que le pretendía arrebatar al hombre, objeto de su amor. Se necesitaba de un poder infinito, capaz de re-crearlo todo, ya no desde la nada, sino desde la absoluta negatividad en la que todo había sido colocado por el pecado del hombre. La gesta redentora requiere más poder que la gesta creadora. La nueva creación requiere de un poder superior que la primera creación. Ésta surge de la nada. Aquélla surge del pecado. El pecado tiene condición más subterránea que la nada. La nueva creación es superior que la primera. Por ello, la redención es la muestra fehaciente del poder infinito y superior de Dios, que se basa en su amor y en su misericordia. No es solo poder físico, sino que se baña con el poder del amor y de la ternura del Dios que se conduele del hombre que había creado desde su amor y que se arriesgaba a perder toda la felicidad para la cual lo había creado. Dios, amoroso, piadoso, misericordioso, tierno, lento a la cólera, contempla al hombre en el desierto de la pérdida de su amor, se mueve a compasión, y no quiere ese futuro para quien había creado con tanto amor.

El Mesías Redentor viene a dar cumplimento a ese plan de rescate. Su palabra primera en referencia a ese plan de Dios es: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Él se alinea perfectamente con la voluntad salvífica del Dios del amor. Y Él, siendo también amor infinito, pues es el mismo Dios, realiza perfectamente el plan de rescate en el cual Él es principal protagonista. "Me amó a mí, y entregó su vida a la muerte por mí", concluye Pablo al contemplar esta obra sorprendente de amor de Dios. Es la demostración de amor más sublime y entrañable que podemos experimentar en cualquier circunstancia los hombres. Un gesto de esa magnitud a nuestro favor debe producir en nosotros la admiración de un amor tan grande, del cual no nos hemos hecho de ninguna manera merecedores. Al contrario, pareciera que pugnamos más bien por merecerlo cada vez menos. Contemplar esta obra de amor que realiza el Hijo de Dios que se hace hombre, debe hacer surgir desde nuestro corazón la misma admiración que experimentó San Agustín: "Feliz culpa la que mereció tal Redentor". Nuestro pecado es lo que ha hecho necesaria esa demostración de amor infinito y totalmente inmerecido. Jesús es la concreción real del amor redentor de Dios, que nos hace estar absolutamente seguros de que Dios hará todo lo que sea necesario por mantenernos a su lado, pues nos ama con amor eterno e infinito. "Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos. Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, así también, por Jesucristo, nuestro Señor, reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna". Esta es la verdad que explica toda la obra de la salvación. El amor de Jesús por cada uno de nosotros es un amor que se convierte en obediencia perfecta cuando se trata de nuestra salvación según el plan de rescate que ha diseñado Dios, que contemplaba su entrega al sufrimiento y a la muerte.

De esta manera, se explica lo que nos pide Jesús en la espera que debemos vivir cotidianamente de la llegada de esa gesta salvadora en la vida concreta de cada uno: "Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Ustedes estén como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; les aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos". Nuestro ser debe estar impregnado de la esperanza y la alegría de la llegada del Señor que viene a hacer que tengamos la experiencia viva en cada uno de ese amor real, total, eterno e infinito. Es la añoranza que debemos vivir por sentir en lo más íntimo de nuestro ser la felicidad plena de sabernos amados, más de lo que nuestra mente limitada puede imaginarse. Un amor infinito como el de Dios no puede ser racionalizado. Solo puede ser recibido, sentido y vivido. Ojalá nos dejemos arrebatar de esa experiencia entrañable y totalmente plenificante del amor del Dios que nos ha creado por amor y que nos ha rescatado de la muerte porque nos ama más de lo que podemos amarnos nosotros mismos.

2 comentarios:

  1. Ese comentario es la realidad.
    Quisimos ser como Dioses.y nos pusimos a la altura de los demonios abandonando el amor de Dios único e irrepetible. Y estamos en que o volvemos a El, con su ofrecimiento de la realdad de una nueva transformación o restauración, o seguir en la negación y en la ruina del alma sin Dios.
    Por eso en Cardenal Sarah nos dice en su libro: O Dios o nada.
    Franja.

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