sábado, 5 de octubre de 2019

Dios es el manantial de todos mis bienes

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De Dios solo vamos a recibir cosas buenas. Desde el mismo hecho de nuestra propia existencia, que no se puede explicar sino solo desde un arrebato de amor de ese Dios infinitamente trascendente, absolutamente autosuficiente en sí mismo, que no necesita de nada más sino de sí mismo para amarse, no en el sentido narcisista que conocemos, sino en el de la simple expresión de su propia esencia. "Dios es amor", nos dice San Juan, describiendo perfectamente a quien es la razón de la existencia de todo, con lo cual nos dice que todos los movimientos de ese que es amor infinito y esencial, son causados por la razón de su existencia. Dios mismo existe por el amor que es Él en sí mismo, por cuya razón en Él nunca habrá nada que desdiga de ese amor. En Dios no hay otra razón de existir, ni otra realidad que lo sustente. Y por ello, jamás dejará de amar, pues si llegara ese momento, dejaría de ser lo que es, por lo que desaparecería totalmente, lo cual resulta absolutamente absurdo. Dios no dejará de existir jamás, porque nunca dejará de amar ni dejará de ser lo que es en esencia.

Existimos, en efecto, por una razón de amor. Nosotros, existiendo, no agregamos nada a Dios. Él no aumenta en su amor, en su poder, en su tamaño, en su sabiduría, en su presencia, porque exista yo. Él ya es infinito en sí mismo en todo. Estrictamente hablando, y con lo duro que pueda sonar, ninguno de nosotros es necesario para Dios. Por eso, los hombres somos contingentes. Podemos estar o no estar. Y eso no cambiaría en nada a la humanidad. Si alguno de nosotros no hubiera llegado a existir nunca, la historia seguiría adelante sin ningún problema ni obstáculo. Nadie es imprescindible, ni sería lógico pensar que alguien lamentaría que no hubiéramos existido, pues nadie nos echaría en falta pues nunca hubiéramos estado ocupando ni tiempo ni espacio y no habría ningún recuerdo o añoranza a nuestro respecto. Sin embargo, esta realidad, lejos de llenarnos de desazón, nos debe llenar de gozo, pues quiere decir que existimos entonces por un deseo expreso de Dios y de su amor de hacernos existir. Aunque Él no nos necesita, decidió necesitarnos. Eso sí está entre sus potestades. El Dios todopoderoso, se hizo débil haciéndonos existir, añorando nuestra existencia, a pesar de la inmensa cantidad de razones que Él, avizor del futuro, sabía que le daríamos para lamentar habernos creado. En Él pesa más el amor que el dolor por el pecado del hombre. Su misericordia es infinitamente mayor que su justicia. "Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados", nos dice San Pablo. Por eso, en nosotros, criaturas amadas de Dios, debe existir siempre el deseo de acercarnos a Él, que es nuestra fuente de vida y de perdón. Es la invitación que nos hace el mismo apóstol: "En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios."

El gozo por nuestra existencia, más allá de los logros que vayamos teniendo en su transcurso, totalmente justos y razonables, por cuanto Dios nos ha enriquecido con nuestra inteligencia y nuestra voluntad, con nuestra libertad y nuestras capacidades, para que avancemos cada vez más en ellos, debe estar sobre todo en el reconocimiento que debemos hacer siempre de las cosas con las cuales el mismo Dios creador y sustentador nos enriquece. No somos nosotros los únicos autores de nuestra historia. Ella contiene, sin duda, las cosas que vamos logrando y se va llenando de líneas con los avances que vamos escribiendo en ella, pero sobre todo, los dones con los que el Señor nos ha enriquecido, de los cuales debemos estar siempre conscientes y humildemente agradecidos. No hacerlo es ensoberbecernos y llenarnos de una vanidad absurdamente autosatisfactoria. "No te olvides del Señor, tu Dios, siendo infiel a los preceptos, mandatos y decretos que yo te mando hoy (...) Y no digas: 'Por mi fuerza y el poder de mi brazo me he creado estas riquezas.' Acuérdate del Señor, tu Dios: que es Él quien te da la fuerza para crearte estas riquezas, y así mantiene la promesa que hizo a tus padres, como lo hace hoy", nos recuerda Moisés.

En el reconocimiento humilde del origen de nuestras bendiciones en Dios, y en el agradecimiento sincero y de corazón por todos los beneficios con los que nos bendice, está la seguridad de nuestro futuro de providencia divina. Reconocer que vienen de Él y agradecerlos, hace que esa fuente inagotable siga abierta para nosotros. Por el contrario, llegar a pensar en que somos autosuficientes y que no necesitamos de esa providencia amorosa, clausuraría el manantial del amor, y nos dejaría desprotegidos, bajo nuestro propio arbitrio. Sin duda, podremos alcanzar algunas metas, pero no podremos llegar a las cimas a las que nos haría llegar la providencia del Dios que nos ama. "Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres", sentencia San Pablo. Nuestra fortaleza no está en nosotros mismos, con todo y que el Señor ha colocado en nosotros muchas capacidades. Nuestra fortaleza es debilidad ante la fortaleza de Dios. Y cuando creemos que somos fuertes, Dios nos comprueba que lo que más destaca en nosotros es la debilidad. Por eso, lo más sabio es allegarse a quien nos llena de fuerzas desinteresadamente y por puro amor. "Sin mí no pueden hacer nada", dice Jesús, cuyo sentido a la inversa es: "Conmigo lo pueden hacer todo". San Pablo lo dijo en su propia traducción: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Y: "Cuando soy débil, soy fuerte, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo".

Jesús conoce muy bien esta realidad. Y por ello hace extender la mano providente del Dios amoroso. Y nos pone ante la realidad de un Dios que, habiéndonos creado por amor, quiere seguir sustentándonos con ese mismo amor: "Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre". Basta que nosotros expresemos nuestra necesidad para que el Dios del cual hemos surgido y que nos ha colocado en el mundo para ser felices, provea aquello que necesitamos y que nos conviene. Esa es la disposición continua de Dios. No nos creó para lanzarnos al mundo para que suframos necesidades y vivamos en la indigencia. Nos enriqueció con nuestros talentos para que tuviéramos suficiente capacidad de proveer a nuestras propias necesidades. Pero, además, nos colma la medida con su amor providente, que lo hace estar continuamente preocupado por nuestro bienestar y atento a nuestras necesidades. Porque "si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!" Nuestro Dios es un Dios de amor y de providencia. No se desentiende de nosotros. Ha decidido hacerse débil creándome y estando pendiente de mí. Yo debo dejar en lo más profundo de mi corazón que me ame y que se ocupe de mí como mi Padre amoroso y providente. Es mi riqueza y mi derecho de hijo.

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