lunes, 14 de octubre de 2019

Solo necesito un signo, Señor: el de tu amor por mí

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"A todos ustedes los de Roma, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de los santos, les deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo". Así termina el saludo que San Pablo da a los romanos en el inicio de su carta. Hace dos afirmaciones que deben estremecer las entrañas de quienes las escuchan. La primera, "a quienes Dios ama", es la verdad más satisfactoria de las que se puede estar seguros. El amor de Dios es la prenda de que los hombres estamos profundamente arraigados en el corazón del Padre, es la certeza de que hemos surgido exclusivamente de una voluntad creadora que busca solo nuestro bien  y nuestra felicidad, es la convicción de que los caminos que nos propone nos conducirán siempre a la vivencia de la dicha, apuntando a la felicidad eterna que será nuestra meta, es la persuasión de que estando en sus manos todo lo que nos suceda y que Él permita es bueno para nosotros, es la confianza de que proveerá para nosotros todo lo que necesitamos y nos es conveniente. Quien está convencido del amor de Dios, está convencido simultáneamente de que ese Dios quiere lo mejor para él y buscará siempre hacerle sentir ese amor. Por eso, en la base de esta convicción de su amor está la certeza de que Dios es bueno y quiere nuestro bien. Esta primera afirmación es totalmente objetiva. No depende de lo que hagamos o dejemos de hacer nosotros. Dios nos ama en su infinitamente libre voluntad. Su amor no depende de que nosotros lo recibamos o no y querrá siempre nuestro bien. Está ahí, y siempre estará ahí.

La segunda tiene un tinte diverso: Dios nos "ha llamado a formar parte de los santos". Esto tiene una seria connotación de compromiso. No dice que nos ha hecho santos, sino que nos ha llamado a formar parte de los santos. Es una meta hacia la que debemos avanzar nosotros mismos, por lo que requiere de una participación activa, de un tomar parte esforzadamente, de una intención positiva para responder afirmativamente a esa llamada. Nuestra respuesta requiere de nuestra participación, de una acción comprometida para poder avanzar, de un deslastrarnos de la inactividad y de la parálisis para movernos hacia ese fin último, a abandonar la pasividad ante la responsabilidad que nos corresponde asumir. Quizá de lo primero que debemos deshacernos es de un cierto temor y pesimismo que produce la llamada a la santidad. Ante ella muchos inmediatamente reaccionamos negando esa posibilidad en nosotros: "Nunca seré santo", "esa llamada es para otros", "mis pecados son tan numerosos que es imposible para mí la santidad". Tenemos en la mente la figura de un santo como la del que hace milagros, la del que nunca peca, la del que está siempre mirando solo al cielo sin depender de lo material. La típica figura de las estampitas de santos que conocemos bien. Debemos empezar entonces por revisar nuestro concepto de santidad. En general, la santidad es la condición de los convocados por Dios a ser suyos, que sienten en lo más íntimo de su ser esa llamada, y responden positivamente desde su propia condición, sin dejar de ser lo que son. Es la condición de los que luchan por mantenerse cerca de Dios, de su amor y de su voluntad, queriendo ser verdaderamente amigos suyos, asumiendo que este camino es de lucha, de caídas y levantadas, no de seguridades y firmezas.

La única certeza de quien camina en la santidad es la del amor que Dios le tiene. Por eso, amor y santidad son mutuamente esenciales. El santo es el que se sabe amado infinitamente por Dios y que, viviendo en esa convicción profunda y vital, lucha diariamente por vivir en ese amor y por nunca alejarse de él. No tiene un camino libre de caídas o de pecados. Ese camino está impregnado de la persuasión de que, aun en medio de su pecado, Dios lo sigue amando infinitamente, y por ello se levanta de nuevo y se lanza confiado otra vez en los brazos de Aquel que lo ama sin condiciones. La vivencia de la propia santidad hace que el amor de Dios se convierta para el amado en la experiencia sublime de su misericordia y de su perdón. Quien así vive la santidad tiene plena conciencia de sus limitaciones, de que no es un súperhombre al que nada lo afecta, sino de su ser absolutamente necesitado, indigente, contingente, que debe tener siempre su mano de mendigo extendida hacia el amor y la gracia divinas. Solo Dios puede resolver sus carencias. Y lo hace con toda seguridad pues Él sabe bien de qué material ha hecho al hombre que busca ser santo, y sabe que siempre necesitará de su providencia amorosa.

Por eso, el único signo que necesitamos de esta llamada que Dios nos hace es el del Dios que se hace hombre y que ha asumido sobre sus espaldas todos nuestros pecados, y está pendiente de una Cruz, muerto por su amor infinito hacia nosotros, escondido en un sepulcro oscuro y solitario tres días, como lo estuvo Jonás en el vientre del pez gigante, pero que es signo también de la vida nueva que nos da, pues no se quedó escondido en el sepulcro, sino que resurgió triunfante, también como Jonás que fue liberado por ese mismo pez. Es el mismo signo del hombre-Dios infinitamente sabio, al que los hombres y mujeres de todas las naciones se acercan a escuchar, pues no es una simple sabiduría de grandes conocimientos intelectuales, sino que es la sabiduría del amor, que es la más alta de todas las sabidurías posibles y la que conmueve los fundamentos más sólidos de cualquier hombre. No necesitamos más signos para responder positivamente a la llamada a la santidad, sino solo tener la convicción de que Dios nos ama infinitamente, y de que vale la pena estar a su lado, tratando siempre de ser sus amigos, tomados de su mano para avanzar firmemente hacia la meta de esa santidad que nos beneficia únicamente a nosotros, pues nos asegura estar siempre al lado de quien nos hace plenamente felices y nos mantiene en su amor eternamente.

El que se sabe amado por Dios y camina convencido y firmemente en la condición de santidad, puede entonar ese cántico nuevo que nos invita a hacer el salmo: "Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo". Quien se toma sólidamente de la mano de Dios en este caminar hacia la santidad es hecho un hombre nuevo. Su signo es Jesús, muerto en la Cruz, sepultado tres días, y resucitado victoriosamente en el amor todopoderoso de Dios. El cántico que entone será nuevo no porque tenga nueva música o nueva letra, sino porque es cantado por un hombre nuevo. Es el hombre santo, que se sabe amigo de Dios. No es un superhéroe, sino un hombre común que está consciente del amor todopoderoso del Dios que lo llama a ser santo, que sabe muy bien de sus fallas y sus debilidades, de sus caídas y sus flaquezas, y aun así quiere seguir haciéndolo contar con su fuerza, que es su amor convertido en piedad y misericordia y que lo perdonará cuantas veces sean necesarias para tenerlo a su lado porque no quiere perderlo sino manifestarle eternamente su amor. 

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