domingo, 6 de octubre de 2019

Dame fe, Señor, y comprenderé quién eres y quién soy

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La petición que hacen los apóstoles a Jesús, en este momento de intimidad, de diálogo sabroso y didáctico, en el que Jesús está hablando de evitar escándalos y de tener la disposición de perdonar siempre, tiene mucho sentido. "Señor, auméntanos la fe". Todas estas cosas que el Señor está poniendo a la vista jamás podrán ser comprendidas si no es desde el ámbito y la óptica de la fe. Una persona que no tiene fe las ve como exigencias absurdas, irrealizables. Para poder cumplirlas, es necesario deshacerse de los propios pensamientos y actitudes, deslastrarse de la carga que representa la "lógica" humana para llenarse de la lógica divina, que surge solo cuando damos paso a los criterios de la fe. La fe nos hace entrar confiadamente en el misterio de lo profundo y trascendente de Dios, en su pensamiento superior. Y nos introduce en un terreno sin duda oscuro, en el que damos pasos sin seguridad, pero los damos con certeza, pues impera la confianza en Aquel que nos ama con amor eterno e infinito, y que nunca nos podrá engañar ni mentir. "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven." Está fundada en la confianza en Aquel que se nos revela y que nos revela lo profundo del misterio que es Él mismo y todo lo que lo abarca.

En este sentido, aun cuando tenemos la capacidad y el derecho de entrar en la búsqueda de la comprensión de lo que es Dios y de lo que a Él se refiere, su naturaleza superior e infinita, inabarcable para nuestra comprensión racional, hace que lleguemos a un punto en el que para poder avanzar debemos abandonarnos en Él mismo, para que, tomados de su mano, podamos ingresar en ese terreno oscuro y misterioso. Ciertamente Dios mismo ha puesto en nosotros las capacidades para poder conocerlo. "Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas". Es nuestra responsabilidad el poder avanzar lo más posible en este conocimiento de Dios y de su mundo. De cierta manera, Dios mismo espera de nosotros este esfuerzo, pues nos dio nuestras capacidades para que ejerzamos ese derecho, que, sin duda, es también un deber. No hacerlo sería un incumplimiento de lo que Dios espera de nosotros. Debemos intentar conocer a Dios lo más posible, para poder entregarnos a Él con mayor conciencia de lo que estamos haciendo. Pero, en su sabiduría infinita, sabe perfectamente que todo conocimiento que tengamos por esta vía, con nuestro propio esfuerzo, será siempre incompleto e imperfecto. Por eso, con amor infinito, para permitirnos llegar más allá de lo que nos permiten nuestras capacidades, Él mismo se da a conocer, se revela y se acerca a nosotros para que podamos conocerlo. Y así, conociéndolo mejor, podremos amarlo más, podremos entregarnos a Él con mayor ilusión, podremos seguirlo con fidelidad, y podremos ser sus testigos ante un mundo que añora conocerlo también, aunque conscientemente no lo asuma.

La comprensión de Dios, en efecto, exige de nosotros un doble esfuerzo: el de poner nuestras capacidades a tope para abarcar lo más posible el misterio divino, y el de abandonarnos confiadamente en sus brazos para dejarnos llevar por su amor por las sendas que nos harán descubrirlo perfectamente. Lo primero lo exige mi naturaleza. Lo segundo lo exige la naturaleza divina. La conjunción de ambos esfuerzos me llevará a sentir la seducción de Dios, de su amor, de su providencia, de su salvación. "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir". Emprender ese camino es un reto a nuestra racionalidad. No se trata de renunciar simplemente con pasividad. Se trata de una renuncia activa, que emprende un camino confiado para adentrarse en el misterio del amor de Dios. Eso solo lo puede hacer alguien valiente, que se arriesga, que es capaz de abandonar su comodidad, para entrar en el terreno de lo inseguro y de lo sombrío, donde solo existe la certeza y la confianza en Aquel que me quiere conquistar y que me ofrece algo mucho mejor de lo que ya poseo. Se necesita hacerse cada vez más consciente de lo que le dice San Pablo a Timoteo: "Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza".

Entrando en ese ámbito de misterio y de penumbras, confiados en Dios y en su amor, por lo tanto iluminados con su luz resplandeciente, nuestra vida adquiere un sentido muy superior. No se reduce a lo que podemos ver y tocar materialmente, sino que nos abre a la perspectiva de lo que ella es realmente, que trasciende nuestra simple temporalidad y nos lanza a lo eterno, a lo inmaterial, a lo que está más allá de nuestra corta comprensión. Así, movidos por la fe, asentados firmemente en la solidez de lo que Dios mismo me dice, confiados en su Palabra sólida e inamovible, mi razón entra en un terreno de serenidad, de confianza, de sensación de certeza que no podrá ser jamás alcanzada solo con mis propias fuerzas. Dios me hace entrar en el terreno de la confianza absoluta, la del niño confiado en los brazos de su padre, donde sabe que nunca podrá pasar nada malo. Aun cuando tenga momentos de desazón y desasosiego, como los que están representados en los reclamos de Habacuc a Yahvé: "¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas?", Dios mismo responde invitando a la calma, a la espera confiada, a la fe: "La visión tiene un plazo, pero llegará a su término sin defraudar. Si se atrasa, espera en ella, pues llegará y no tardará. Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá."

La fe que podemos vivir es lo que completa perfectamente nuestra existencia. Sin esa referencia a lo trascendente, a lo que nunca pasa, a lo eterno y espiritual, seremos siempre incompletos. Dios nos quiere completos. Nos ha creado para ser completos. Haber insuflado en nuestras narices el hálito de vida, fue habernos hechos partícipes de su misma naturaleza inmortal y trascendente. Hacer referencia a ella no es una alienación ni un absurdo. Es hacer referencia a nuestra plenitud, que no sería nunca tal sin ese componente de eternidad. "Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti", es una invitación muy pertinente para quienes estamos llamados siempre a más. Hacerlo, reavivar el don de la fe con el que hemos sido enriquecidos, es avanzar confiadamente por la ruta que nos marca el Señor para nuestra plenitud. Llegar a vivirla con naturalidad, como parte esencial de nuestro ser y de nuestro vivir, es lo lógico. “Somos siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”, lo que el mismo Dios ha hecho posible en mí, al donarme la fe, al llenarme de su amor, al llamarme para ser suyo y avanzar junto a Él hacia mi propia plenitud. Soy bendecido por Dios, quien me llama a Él, y me invita a caminar confiadamente tomado de su mano, por caminos de solidez y de firmeza, a pesar de que sean para mí misteriosos. Todo eso misterioso se resuelve en su amor y en su deseo de que mi vida sea siempre mejor en Él.

1 comentario:

  1. Qué maravilla el poder escribir de la parte de la fe lo que dice Mons. Ramon Viloria:
    "La fe nos hace entrar confiadamente en el misterio de lo profundo y trascendente de Dios, en su pensamiento superior. Y nos introduce en un terreno sin duda oscuro, en el que damos pasos sin seguridad, pero los damos con certeza, pues impera la confianza en Aquel que nos ama con amor eterno e infinito, y que nunca nos podrá engañar ni mentir. "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven." Está fundada en la confianza en Aquel que se nos revela y que nos revela lo profundo del misterio que es Él mismo y todo lo que lo abarca."
    Por eso tendremos que decir muchas veces como los Apóstoles...Señor, Acreciéntanos la fe. Y el Señor nos la da y aumenta si lo hacemos con humildad.
    Que Dios nos bendiga y nos guarde. Franja.

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