viernes, 4 de octubre de 2019

Soy responsable de mi felicidad

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La conversión es un proceso que debemos emprender todos para avanzar hacia el encuentro con el Dios del amor y la misericordia. Es colocar la mirada en el final del camino, en el cual se dará la experiencia sublime del amor infinito de Dios que se derrama sobre cada uno de los convertidos. Se inicia cuando escuchamos la llamada que el Señor nos hace para que seamos suyos, para que dejemos un estilo antiguo de vida que nos lleva al alejamiento paulatino y creciente de esa experiencia de amor, encerrándonos cada vez más en nosotros mismos. Ante la propuesta de felicidad plena que nos hace el Señor, y habiendo probado la frustración de estar alejados de Él tanteando la búsqueda de esa felicidad por caminos errados, nos decidimos a dar ese primer paso, que implica la renuncia a los propios intereses, el arrepentimiento por los errores cometidos, el deseo de disfrutar de esa plenitud que Dios dice que la obtendremos solo en Él. Es asumir con firmeza, confiados en la Palabra de Dios, que es amorosa y convincente, el camino del encuentro con Él, para llegar a sentir la plenitud de la experiencia personal del amor que Él nos promete. Es confesar la propia ineptitud, de la cual deberíamos estar siempre más que convencidos, para avanzar y alcanzar esa felicidad con medios propios, alejados de los que propone el Dios que nos ha creado para vivir continuamente esa felicidad y la ha enlazado con el encuentro permanente con Él, con su amor y con su misericordia.

Dios nos ha creado para Él, y ha condicionado la plenitud de la vida en el mantenernos unidos a Él. Lo entendió muy bien San Agustín, cuando, en medio del hallazgo maravilloso que había hecho del Dios que lo quería junto a Él, después de haber probado esa búsqueda por caminos diversos, que en ocasiones lo alejaron más de la felicidad y lo llenaron de frustración, probó la dulzura de haberlo encontrado, y manifestó maravillosamente: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti". Dios nos ha creado y ha dejado en nosotros la semilla de la añoranza de Él en nuestro corazón. Los hombres vivimos con la sed de trascendencia que el mismo Dios ha puesto en nosotros. Y en la búsqueda de saciarla se va nuestra vida. Todo lo que hacemos va en función de satisfacerla. Somos seres que están llamados siempre a más, a la superación, a la búsqueda de metas mayores y más altas. Nuestro signo es el de la superación, y cuando no avanzamos en él, nos estancamos, nos frustramos y nos deshumanizamos. No hay hombre menos hombre que el que ha perdido la ilusión de ser siempre más. Peor aún, cuando se va en el sentido contrario de esa superación, y la deshumanización avanza hacia la negación de lo que nos debe caracterizar como seres humanos, y vamos impidiendo que ni el amor, ni la inteligencia, ni la voluntad, ni la libertad, se hagan presentes. Es la desaparición total de nuestra condición humana.

Empeñarse en sacar a Dios de la propia vida es autodestrucción. Habiendo salido de sus manos, nuestra vida la aseguramos solo manteniéndonos bajo el cobijo de esas manos amorosas y providentes. La humanidad que proclama la muerte de Dios, la que se opone a Él, la que lo tilda de molesto y castrante, la que es indiferente a su amor, da coces contra sí misma. Es el suicidio espiritual, que no logrará otra cosa sino simplemente su desaparición. Apuntar a una autorrealización, a una promoción sin referencia trascendente, sin lo que nos hace elevarnos incluso más allá de nuestra propia naturaleza, nos dejará solo en la satisfacción pasajera por lo que se logra temporalmente, pero que no saltará hasta la vida eterna. No se satisface de ese modo la sed de transcendencia, la añoranza de eternidad que tenemos naturalmente por haber surgido de las manos del Dios eterno creador. Encontrarse con esa realidad, convencerse de que ese camino es camino hacia el vacío, es el primer paso de la conversión. Y emprenderla, iniciando el proceso del cambio interior, es ya encaminarse hacia la plenitud a la que somos convocados todos.

Es un proceso que se inicia, pero que no se acaba en esta vida. Su final se dará solo cuando estemos ya en la presencia del amor eterno, cuando "veamos cara a cara", y conozcamos como somos conocidos, cuando ya no exista ningún obstáculo pasajero que nos impida gozar del amor eterno, de la felicidad plena, de la libertad total. Es necesario, entonces, que reconozcamos lo que somos. Evitando todo pesimismo y toda negatividad dañina, decir con San Agustín: "Que te conozca, Señor, para que te ame. Que me conozca, para que me desprecie". No somos nosotros los que tenemos la clave definitiva de la felicidad, de la plenitud. Esa la tiene Dios, y la pondrá en nuestras manos cuando nos acerquemos a Él, con humildad y confianza. Israel lo entendió muy bien, cuando reconoció haberse alejado de Dios, no haber cumplido su voluntad, y por ello vivían en medio de grandes tragedias acarreadas por ese alejamiento: "Confesamos que el Señor, nuestro Dios, es justo, y a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a los judíos y vecinos de Jerusalén, a nuestros reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros padres; porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el Señor nos había dado (...), seguimos nuestros malos deseos, sirviendo a dioses ajenos y haciendo lo que el Señor, nuestro Dios, reprueba".

Pero en su infinito amor y en su infinita misericordia, el Señor no permite que esa frustración sea permanente. Coloca el remedio en medio del mismo mal. Es arrepentirse, acercarse a Él con humildad y disposición de cambio. Es iniciar el proceso de conversión que nos llevará a la plenitud. Dios es débil ante el corazón humilde y arrepentido de quien se acerca a Él a solicitar su misericordia. Es "lento a la cólera y rico en piedad y leal". Es no permitir que lo que han visto y vivido Corozaín y Betsaida, lo que ha visto y vivido Cafarnaún, quede infructuoso. Que cada una de las experiencias que han tenido esas ciudades, que corresponderían a mis experiencias personales en las que se verifica la presencia de Dios en mi vida, maravillas que el Señor ha hecho continuamente para mi riqueza espiritual y personal, hagan mella en mí, y logren que me decida a emprender el camino de vuelta al Padre. Que nunca Jesús se lamente de que yo no haya emprendido mi proceso de conversión ante la cantidad ingente de gestos de amor que ha hecho en mi favor. Que yo escuche a sus enviados, que me invitan a la plenitud, por mi bien, por mi felicidad, por amor a mí: "Quien a ustedes los escucha a mí me escucha; quien a ustedes los rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado".

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