lunes, 28 de octubre de 2019

Te conozco y te amo, Jesús, te sigo y te doy a mis hermanos

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Ser apóstol de Jesús es ser enviado por Él. Cada uno de los doce apóstoles fue elegido expresamente por Jesús para ser discípulo suyo, para escuchar sus enseñanzas, para ser testigo de sus obras maravillosas y para luego transmitirlas a todos los hombres. El ser apóstol requiere en primer lugar el ser discípulo de Cristo. No es lo mismo ser discípulo que ser apóstol, aun cuando muchas veces ambas cualidades pueden llegar a identificarse. Ser discípulo es absorber todas las enseñanzas del maestro y asimilar sus actitudes y conductas, para reproducirlas en la propia vida. Cuando Jesús elige a quienes serán luego sus apóstoles, lo hace al inicio de su ministerio público, pues pretende que en ese tiempo de su acción concreta estos escuchen, acepten, asimilen y se adhieran de corazón a sus enseñanzas y conductas. Solo después podrán ser enviados para que sean anunciadores de la nueva realidad que traía Jesús. De esta manera, ser discípulo es temporalmente anterior al ser apóstol. Solo se puede ser apóstol, es decir, solo se puede ser enviado, si antes se es discípulo, habiendo transformado la propia vida a la luz de lo que se ha vivido con el maestro. No se puede pretender ser apóstol si aquello a lo que se es enviado a anunciar no ha transformado la propia vida, no la ha hecho ser una vida nueva, traspasada por la novedad radical del Evangelio que vino a proponer y a establecer Jesús.

El apóstol pasa tiempo con su maestro, y le saca todo el provecho. Esta condición es indispensable. Quien quiere ser de verdad apóstol de Jesús necesariamente debe pasar tiempo con Él. No es un tiempo perdido, pues eso luego tendrá una consecuencia muy positiva. Se presentará la figura de Aquel a quien verdaderamente se conoce. No se estaría hablando de un personaje a quien se conoce por informaciones técnicas, por la lectura de una muy buena biografía, por las noticias que llegan de Él. Hay quien puede tener muy buena información de Cristo pues ha leído muchos escritos sobre su vida y obras, pero no puede ser realmente apóstol pues no ha hecho vida en sí mismo todas sus enseñanzas y actitudes. Su conocimiento es vacío, impersonal, no lo implica ni lo compromete. No ha sido discípulo antes que apóstol. Por ello hay que estar con Jesús, dejarse cuestionar, iluminarse con su palabra, sentirse comprometido en sus obras, descubrir todas sus actitudes y desear hacerlas propias, para luego sentirse enviado por Él para llevarlo al mundo. El contacto con Jesús debe ser un contacto vivo, vivificante y vivificador. Ese contacto personal no se reduce solo al pasar tiempo con Él. Eso hizo Judas Iscariote, exactamente en la misma medida de los otros once. Además de pasar el tiempo con Jesús se debe vivir ese tiempo como un tesoro precioso que no se puede desperdiciar. Debe ser un tiempo en el que se sienta que se ha obtenido algo, que ha habido una riqueza recibida y aprovechada, pues algo ha cambiado en uno. Ese contacto personal y enriquecedor se da principalmente en la oración, en la que se da el mejor conocimiento de Jesús, pues se entra en la dinámica del intercambio de amor entre el maestro y su discípulo. El mejor conocimiento de cualquiera se da en el intercambio del amor. Solo el amor nos descubre lo más íntimo del otro, su ser más profundo, y solo él nos hace entrar en la misma onda. El amor nos hace iguales, nos hace asimilar del amado lo mejor que tiene, lo que lo identifica más profundamente. Lo hago muy mío, por cuanto lo considero una riqueza nada despreciable, y por eso me hago igual a quien amo. A esto se añade el acercamiento cordial a los Evangelios, en los cuales descubro, más que noticias de Jesús, su propia persona, la riqueza de su ser y de su mensaje.

El discípulo hace su mejor esfuerzo por conocer a su maestro. No desdeña el tiempo que pasa con él, sino que sabe que cada instante es una oportunidad que se abre para obtener más riquezas. Ese conocimiento desemboca en un amor más sólido. Quien conoce, puede amar. No se puede amar lo que no se conoce. Por eso, si realmente se quiere amar a Jesús hay que conocerlo bien. Y si se le quiere amar cada vez más, hay que conocerlo cada vez más. Muchos no aman a Jesús porque no lo conocen. Sin duda, si conocieran realmente a Jesús, hace tiempo ya se habrían dejado conquistar sus corazones por Aquel que los ama más de lo que ni siquiera se pueden imaginar. Quien ama y se sabe amado, es capaz de emprender un camino de seguimiento radical, en el que todo pasa a tener un lugar supeditado al amor que se vive. La realidad del amor vivido y correspondido embarga todo el ser, todos los pensamientos, todas las actitudes y conductas. La vida se hace transcurrir condicionada en todo por el amor que le da forma y energías. El seguimiento de Jesús se hace norma de vida. Y todo se redirecciona para que confluya en la experiencia vital del amor a Él. Ese amor no lo saca de su realidad, haciéndolo vivir en un mundo de utopías absurdas, imaginarias o ilusas. Es un amor que lo hace pisar más firmemente en su propia realidad, lo compromete más con ella, y busca cumplir con  ese compromiso procurando que se dé en ella una presencia más determinante de aquel amor que lo quiere transformar todo. Hacerse instrumento del amor, es decir, hacerse apóstol, lejos de apartarme del mundo, me incrusta esencialmente en él, pues la misión del apóstol es ese mundo que Jesús le pone como tarea: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". La realidad del apóstol ha adquirido un color universal, el del amor comprometido por el mundo, el de la edificación del Reino en todas las realidades: "Ya no son ustedes extranjeros ni forasteros, sino que son ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Están edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular".

A esa edificación construida sobre los primeros apóstoles y los profetas estamos llamados todos. Somos cada uno parte de esa construcción: "Por él (por Jesús) todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también ustedes se van integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu". Integrarse en la construcción es hacerse miembros vivos y activos del mismo edificio de Dios que es la Iglesia. Ella va recorriendo las mismas rutas del mundo para ir colocando el Evangelio como alfombra por la cual va recorriendo sus huellas la historia del hombre. Y esa Iglesia somos cada uno de los enviados de Jesús. A nadie más le corresponde esa tarea de colocar la Buena Nueva del amor y de la salvación al alcance de todos los hombres. La noticia del amor de Jesús la deben dar quienes lo viven con la máxima intensidad. Nuestra misma vida debe ser anuncio del amor de Jesús que está en nuestros corazones. La transformación a la que invitamos debe ser descubierta por todos como un hecho verificado en nosotros. Nuestra conversión continua debe ser evangelización continua. Es en nuestras vidas donde se leerá el mejor Evangelio del amor. La mejor manera de ser apóstoles de Jesús es hacer que lean en nuestras vidas nuestra experiencia personal de amor y de renovación radical. Que vean que vivimos convencidos en el amor, en la fe, en la esperanza. Que sepan que para nosotros nuestra experiencia de amor de Jesús no es un mero ejercicio intelectual, sino que por ella, hemos hecho de nuestro mundo una realidad mejor, una presencia de gracia, de paz, de santidad y de justicia enriquecedora, una convicción personal de solidaridad con los hermanos, principalmente con los más necesitados, una asunción del compromiso por un mundo mejor, más humano y más cristiano, de progreso y fraternidad real.

Jesús "llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles... Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón". Podemos pensar que nuestros nombres están también en esa lista de convocados por Jesús y posteriormente enviados al mundo a proclamar su mensaje de amor y a llevar su obra de salvación a todos. Hemos sido hechos sus discípulos y hemos sido enviados como sus apóstoles. El mundo está en nuestras manos. El mismo Jesús lo ha colocado allí como tarea obligatoria para cada uno de nosotros. Él "bajó del monte con ellos", es decir, no quiso mantenerlos en la montaña, separados del mundo. Quiso involucrarlos directamente en su obra en favor del mundo. Cuando bajó, "venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos". Y Jesús quiso que esa obra fuera presenciada por los que luego serían sus apóstoles. Es la misma obra que le correspondería hacer luego a ellos. Para eso fueron hechos testigos: Para saber qué era lo que debían hacer cuando ya el Maestro no estuviera con ellos. A nosotros, nuevos discípulos y apóstoles de Jesús, también convocados por Él, nos corresponde la misma tarea: Hacer presente a Jesús, llevar su amor a todos, anunciarles la salud y la salvación. Decirles a cada uno que Jesús los ama infinitamente, como ven que nos ama a nosotros, y que se deben sentir tan arrebatados por ese amor, como nos ven arrebatados a cada uno de nosotros.

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