jueves, 10 de octubre de 2019

No quiero ser envidioso sino humilde

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"Mala consejera es la envidia". Ella nos hace entrar en una espiral que se va moviendo hacia el egoísmo radical, nos va encerrando en nosotros mismos y nos va haciendo considerarnos los únicos que tenemos derecho a las cosas buenas. No sería justo que otros tengan bienes si nosotros no los tenemos. Y si los tienen, yo tengo que luchar por tener algo mejor. No se trata de tener lo que justamente nos puede servir para vivir mejor, más cómodamente, lo que indicaría que yo estaría haciendo un buen esfuerzo por progresar como hombre. Esto es lícito, pues Dios ha puesto en nosotros las capacidades para que vivamos cada vez mejor. Lo lamentable es que este sentimiento se envenene con un sentido de competencia absurdo, ilícito, desleal, alimentado por un egoísmo exacerbado que lleva a utilizar incluso medios fuera de lo moral para alcanzar dichos bienes. Esta puede ser la actitud que estuvo en la base del primer pecado de los hombres. La serpiente, conocedora de este talón de Aquiles que tenemos todos, movió sus hilos provocando esta envidia, diciéndole a Eva: "Si comen del fruto de ese árbol, serán como dioses". ¿Por qué no ser entonces como Dios, si puedo llegar a serlo? Nos esforzamos en ser lo que no somos. Incluso en ser lo que no es justo que seamos. Y esto, sin importar los medios que pongamos a funcionar.

En esta argumentación, llegamos a cuestionar incluso a quien nos ha dado todas las capacidades, a quien ha creado a la humanidad entera, como queriendo enmendarle la plana, asumiendo que tenemos un mejor juicio que Él, atreviéndonos a querer corregir su "error" cuando da su favor a quienes nosotros no consideramos dignos y no a nosotros. Dios nos ha dejado bien claro cómo es su conducta. Y en Jesús la ha puesto diáfanamente sobre la mesa. "No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos". "No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores". "Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse". "He venido a rescatar lo que estaba perdido". "El buen pastor deja las noventa y nueve en el redil y sale a buscar a la oveja perdida". Y en concreto, en su actuación misericordiosa en favor de los hombres, demuestra que su preferencia son los alejados: a la mujer adúltera le perdona su pecado, pidiéndole que no peque más; a Zaqueo, jefe de publicanos, le pide que lo invite a su casa y ante su conversión le informa que la salvación ha llegado a su casa; a la pecadora pública le permite que le limpie los pies con sus lágrimas, dejándose tocar por ella, a pesar de la prohibición ritual de dejarse tocar por impuros y, reconociendo el amor que le tiene, le perdona sus pecados; al ladrón crucificado a su lado le promete su entrada al paraíso... Él nos quiere justos a todos, pero la insistencia de su amor y de su misericordia la demuestra más con quien más la necesita. Comprendiendo perfectamente esta actitud de Jesús, el Papa Francisco nos ha invitado a todos a "ir a las periferias". "Prefiero una Iglesia accidentada por salir al mundo, que una Iglesia enferma por encerrarse en sí misma".

En todo caso, no se equivocan quienes afirman que los que tienen mala conducta deben recibir justamente un escarmiento por sus faltas. El amor no es injusto. Por tanto, tampoco Dios lo es. "Miren que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir –dice el Señor de los ejércitos–, y no quedará de ellos ni rama ni raíz". Puede ser que veamos con sorpresa que a los justos les va mal, mientras que a los malos les va bien. "Nos parecen dichosos los malvados; a los impíos les va bien; tientan a Dios, y quedan impunes". Y por eso, reaccionamos equivocadamente: "No vale la pena servir al Señor; ¿qué sacamos con guardar sus mandamientos?; ¿para qué andamos enlutados en presencia del Señor de los ejércitos?" Pero, así como Dios es infinitamente misericordioso, también es infinitamente justo. Nuestras malas acciones no quedarán jamás impunes. El perdón de nuestras malas acciones no borra el daño que hemos hecho y del cual somos culpables. Dios es misericordioso, pero nos hará purificar las consecuencias de nuestros pecados. No hay impunidad en Dios. Y por otro lado, los justos recibirán su recompensa: "Me compadeceré de ellos, como un padre se compadece del hijo que lo sirve. Entonces ustedes verán la diferencia entre justos e impíos, entre los que sirven a Dios y los que no lo sirven".

En Jesús, la invitación de Dios es a acercarnos con humildad a su amor, a su justicia, a su misericordia, sin exigir nada motivados por sentimientos bastardos como la envidia. Jesús nos invita a esperar de Dios todos los bienes, sin aducir méritos por nuestra parte, sino solo confiando en su amor infinito por nosotros. Al fin y al cabo, todos los bienes que hemos recibido y que recibiremos de Él, serán siempre por un gratuito beneplácito suyo. Jamás porque nos los merezcamos. Desde el primer beneficio que nos regaló, nuestra propia vida, nos lo ha donado sin ninguna razón de conveniencia, sino por puro amor. Así mismo, cualquier bien que nos venga de Él será siempre porque surge de su manantial inagotable de amor y misericordia por nosotros. Más aún aquellos bienes que se refieren al perdón, a la misericordia, a la justicia, a la vida en Él. Nosotros con nuestra propias fuerzas somos incapaces de alcanzar un perdón, un amor, una misericordia que supuestamente se nos deba. Esto es absurdo en Dios. Él no debe nada a nadie. Se hace deudor por propia iniciativa, pues su corazón pugna por concedernos siempre su Gracia y su Vida. Desde que nos creó, el mismo Dios se hipotecó a nosotros. Decidió libremente entregarnos su corazón en cada gesto de amor y de misericordia a favor nuestro.

Por eso, Jesús nos invita a no tener otra actitud ante el Dios que nos ama y que es infinitamente misericordioso, que la de la humildad y la confianza radical en Él. Quien nos creó por amor, no dejará nunca de amarnos y de preocuparse por nosotros. Por todos y cada uno de nosotros, incluyendo a los alejados de Él. A ellos con mayor razón los desea junto a Él. Quiere conquistarlos y tenerlos a su lado. Quiere ganarle la batalla al mal que los ha esclavizado. Para eso plantea su lucha. Son de Él desde el principio de la existencia, y no permitirá que el mal se los arrebate sin luchar por ellos. Humildad y confianza en todos. Es lo que nos pide Jesús. Nunca dejar de poner nuestras vidas en sus manos, incluso en la procura de los bienes que nos quiere regalar. Es una espera humilde y confiada en el amor desinteresado del Señor: "Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre". Con esta actitud, Dios abrirá el manantial de su amor y de su providencia para favorecerme a mí, su criatura predilecta, y para favorecer a todos, pues estamos incrustados en su corazón de amor.

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