miércoles, 23 de octubre de 2019

Soy infinitamente libre, si me hago esclavo del amor

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Las virtudes son fortalezas con las que nos ha enriquecido el Señor al habernos creado capaces para avanzar y ser cada día mejores. Él nos ha dado la vida. Hemos venido a la existencia por una decisión libre de su voluntad. Pero ha puesto en nosotros también una libertad con la cual nos hacía responsables de nuestro propio progreso. No somos robots que responden a una programación previa, de la cual no podríamos deslastrarnos. Los talentos que el Señor ha colocado en nuestro ser nos dan la plena libertad contra la cual ni siquiera el mismísimo Creador puede actuar, pues estaría desdiciéndose a sí mismo. Y Dios mismo no puede contradecirse, pues sus decisiones son inmutables. Solo podría cambiar su decisión en lo que se refiere a su compasión y a su misericordia, como expresión del amor infinito que tiene a su criatura predilecta, que es el hombre. Nunca podrá contradecirse Dios en sus designios, pues ellos siempre van en función de dar mayor libertad, lo cual impide que ella sea de alguna manera restringida. El tesoro que Dios ha puesto en nuestros corazones está destinado a crecer, nunca a disminuir. Él espera siempre en el buen juicio que nos mueve para disfrutar de esa libertad de modo que ella misma crezca cada vez más. No estamos destinados al mal, que nos haría esclavos, encadenando nuestra vida y atándola inexorablemente a nuestra propia destrucción. Estamos destinados a cosas mayores en relación al bien, al amor a Dios y al amor y la fraternidad entre nosotros.

En este andar, las virtudes son esas fuerzas que hacen que nuestra libertad pueda estar cada vez mejor encaminada. Entre ellas, la virtud de la justicia es la que nos da la capacidad de discernir bien en nuestro interior, debatiendo sobre el bien que corresponde a cada uno, y que nos mueve a dar a cada uno según ese discernimiento. Propiamente, se define como "dar a cada quien lo que le corresponde". De ese modo nos evitamos el ser "injustos" incluso en la repartición de los bienes. Se trata no solo de bienes materiales, sino del bien mayor que es el espiritual. En ese sentido, Dios mismo es el modelo mejor a seguir, pues nos ha dado a todos lo que nos corresponde desde su voluntad motivada por el amor. Desde ese amor, su justicia lo ha lanzado a darnos la libertad, la capacidad de racionalizar y decidir, la voluntad para procurar nuestro progreso propio, la trascendencia que nos invita a elevar nuestro ser y nuestros sentidos para no quedarnos solo en la dimensión horizontal de nuestra vida sino que apuntemos a la vertical, a nuestra referencia a la eternidad. Ponernos en esa línea de exigencia personal sería, entonces, una cuestión de justicia. Se trataría de dar a Dios lo que le corresponde. Si Él ha puesto en nosotros esas capacidades para progresar en nuestra humanidad llamada a la perfección, y nos las ha dado para que respondamos mejor, con un verdadero compromiso sincero y responsable a esa llamada, es justo que hagamos nuestro mejor esfuerzo. Dar a Dios lo que le corresponde, es decir, ser justos con Dios, es hacer el mejor esfuerzo posible de nuestra parte para avanzar hacia esa perfección que Él espera y hace posible en nosotros.

San Pablo plantea esta cuestión de la justicia desde el sentido de la obediencia, usando la figura de la esclavitud. Puede resultarnos algo impropia la utilización de la figura de la esclavitud para presentarnos la obligación que tenemos con Dios. Sin embargo, en la línea del planteamiento de Pablo, esta esclavitud es para el bien. El esclavo es quien coloca toda su libertad y toda su voluntad bajo el arbitrio de un superior. En nuestro caso, nuestro superior sería Dios. Y la esclavitud sería encadenamiento a su amor, a su misericordia, a la libertad que nos ha regalado. Por lo cual de ninguna manera tiene el sentido negativo que surge en primera instancia como reacción a esa realidad. Por otro lado, cuando Pablo plantea esta meta de la esclavitud, la coloca como opción del que decidiría ser esclavo, no como subyugación de un esclavista. No es Dios el que nos hace esclavos suyos. Seríamos nosotros mismos los que nos haríamos esclavos de su amor y de su misericordia. Es parte del discernimiento que nos correspondería hacer. Hacernos esclavos del amor sería, en efecto, apuntar a la mayor de las libertades. Así invita San Pablo a las primeras comunidades cristianas: "Hermanos, han sido llamados a disfrutar de libertad. ¡No utilicen esa libertad como tapadera de apetencias puramente humanas! Al contrario, háganse esclavos los unos de los otros por amor". Es una llamada que adquiere más sentido cuando es invitación a hacerse esclavos del mismo Dios en el amor.

Por eso, la presentación de esta esclavitud es hecha de manera totalmente positiva, desde la óptica de la justicia: "¿No saben ustedes que, al ofrecerse a alguno como esclavos para obedecerle, se hacen esclavos de aquel a quien obedecen: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia? Pero, gracias a Dios, ustedes, que eran esclavos del pecado, han obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fueron entregados y, liberados del pecado, se han hecho esclavos de la justicia". De ninguna manera es una abdicación al tesoro de la libertad que nos ha regalado Dios desde nuestro origen, sino su culminación, pues nuestra libertad, rendida a Dios, alcanza su zenit absoluto. Es la libertad para el bien mayor, que es el del amor, el de la salvación, el que apunta a la eternidad, punto más alto de dicha libertad, pues alcanzará su inmutabilidad y ya nunca dejará de ser libertad absoluta. De ese modo, habremos dado a Dios lo que le corresponde con toda justicia. Hemos sido creados desde su amor, para pertenecer totalmente a Él. Y la máxima justicia es colocar toda nuestra existencia en sus manos, donde alcanzará la mayor de las bendiciones.

Nuestra respuesta a Dios debe estar siempre motivada, entonces, por un discernimiento previo de lo que nos corresponde hacer, colocando en consecuencia toda nuestra voluntad en la consecución de ese fin. Es lo que nos pide Jesús, cuando nos invita a estar con un espíritu pronto y bien dispuesto a la espera de lo que viene en el futuro: "¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así". Es lo que se espera siempre de nuestra conducta. Que hayamos puesto todas nuestras capacidades para lograr responder adecuadamente a aquello que se espera de nosotros. Dios no solo nos ha creado capaces de progresar, sino que ha puesto en nuestras manos todos los medios que necesitamos para hacerlo. Es justo, por lo tanto, que nosotros no nos quedemos de trazos cruzados en el cumplimiento de nuestras responsabilidades, sino que las asumamos y pongamos nuestro mejor empeño: "El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá". A nosotros se nos ha confiado lo máximo, que es nuestras propia vida. Y con ella se nos han dado todas las capacidades para avanzar hacia la meta de la perfección. No podemos alegar que no teníamos las capacidades, pues sí las tenemos en lo más propio de nuestra esencia. No sería justo que no respondiéramos positivamente, cuando todo lo que necesitamos está en nuestras manos. Se trata de que nos hagamos esclavos del amor y no del mal. Esclavos de Dios y no de nosotros mismos o de quien nos quiera separar de Él. Si nos decidimos a ser esclavos de Dios, de su amor y de su misericordia, estamos decidiendo ser infinitamente libres. Y estamos siendo totalmente justos con Aquel que nos ha creado para Él y ha puesto todas las herramientas en nuestras manos para que logremos serlo.

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