viernes, 25 de octubre de 2019

Si queremos ser hombres, retomemos a Dios

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Cuando el hombre pecó, introdujo en su propia vida el sinsentido. Haber decidido ponerse de espaldas a Dios lo colocó en una situación totalmente nueva, por cuanto era una ruta desconocida, para la cual Dios no lo había diseñado. El diseño original de Dios contemplaba una armonía radical de base. El amor era la norma, el servicio a Dios y a los hermanos era la conducta natural, la solidaridad mutua y el sentirse una sola cosa -"carne de mi carne, hueso de mis huesos"- con el hermano era la sensación única. Esa armonía no tenía parangón. Para el hombre, esta situación idílica no era nada extraña. Simplemente existía y en ella se gozaba de vivir. La relación con Dios era la relación de Padre a hijo, de amigos, que podía tenerse con toda naturalidad. Dios venía al Edén frecuentemente a encontrarse con su criatura para pasar momentos sabrosos de encuentro y de diálogo fresco. Era lo que entendemos hoy como momentos de oración, en los que se tenía la posibilidad de colocarse en la presencia de Dios para el intercambio de amor que se da en esa relación de intimidad. Era el encuentro auténtico de dos corazones que se amaban mutuamente. Hoy debemos esforzarnos mucho en nuestro empeño por tenerlos. Entonces, era algo muy común y cotidiano. Pero, en ese clima de paz y armonía total, entró en juego un personaje que no podía resistir la vida en ese orden absoluto. Él necesitaba del caos para poder sobrevivir y por ello hace su jugada maestra, inoculando en el espíritu del hombre el deseo del dominio total de esa situación. El demonio inyectó en el hombre la inquietud de no solo disfrutar de ese ámbito totalmente pacífico y armónico, absolutamente compensador para el espíritu humano, sino de ser él mismo la norma que diera orden a todo, eliminando a quien hacía posible todo ese orden inmutable, queriendo disfrutar de la primacía sobre todo. El hombre deseó quitar a Dios de en medio, del lugar privilegiado que le correspondía por naturaleza por haber sido el que hizo todo eso posible, y colocarse él en el lugar que correspondía al Dios Creador y Providente. Su pecado se explica únicamente por la soberbia, es decir, por querer ser el centro de todo.

De ese modo, todo se trastocó. Empezó a reinar el caos y el desorden. Empezó a dominar el sinsentido de la vida que oscureció toda perspectiva. El Dios Creador dejó de ser la referencia a la que apuntaba todo, y comenzó a serlo el mismo hombre. Su experiencia absolutamente nula se encontró súbitamente con una tarea de la que no tenía ni idea para desarrollarla. Por eso, comenzó la necesidad de ocultarse del mismo Dios para no recibir su reprobación, comenzó el enfrentamiento entre los mismos hombres -de "carne de mi carne y hueso de mis huesos" pasó a "esa que me diste por compañera"-, al punto que se da la primera ocasión en la que el hombre levanta su mano para herir a quien era su hermano, Caín mata a Abel, abriendo las puertas para el desprecio a la vida, que en la época de Dios era un don sagrado e intangible, y que se ha desarrollado al extremo de que la vida humana más débil, indefensa, necesitada de protección y menos culpable ha pasado a ser la más perseguida y despreciada por inútil y en algunas ocasiones por invasora de la "paz" humana. Se da un desdoblamiento en la personalidad del hombre que añora vivir en la armonía original, pero cuyo logro se dificulta por la misma semilla del pecado que él ha sembrado en su corazón. "Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mí". Es la enajenación total que logra la inoculación diabólica del veneno del mal en el hombre. El hombre no está creado para el mal. Ha sido creado para el bien y por ello cuando es invadido por ese veneno es incapaz de reaccionar adecuadamente.

Se trata, entonces, en nuestro tiempo de dominio del mal, de que reaccionemos de manera inteligente. La ruta que hemos elegido no es la del avance en la perfección a la que hemos sido llamados. Estamos destinados desde la voluntad amorosa del Dios Creador a ser cada vez más hombres. Y esto jamás se logrará sin la conexión esencial y necesaria al que es nuestro origen. Los hombres solo seremos más hombres si nos unimos cada vez más a quien nos ha dado nuestra condición. Si la planta quiere llegar a ser lo que debe ser, nunca puede deshacerse de su propia semilla. De igual manera, los hombres debemos unirnos más a quien nos da nuestra condición humana, si no queremos arriesgarnos a dejar de ser los hombres que estamos destinados a ser. Si estamos claros de que nuestro camino actual está alejándonos de ello, debemos retomarlo. Las señales que percibimos en nuestra situación son las de la deshumanización, la pérdida del sentido de la vida, la anulación total de la fraternidad y la solidaridad. Y así nos estamos dirigiendo al abismo que finalizará en nuestra desaparición. Jesús nos pone sobre aviso de ello: "Cuando ustedes ven subir una nube por el poniente, dicen en seguida: "Chaparrón tenemos", y así sucede. Cuando sopla el sur, dicen: "Va a hacer bochorno", y lo hace. Hipócritas: si ustedes saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no saben interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no saben juzgar ustedes mismos lo que se debe hacer?" Está claro que hay que hacer algo. No podemos seguir caminando inexorablemente hacia nuestra propia debacle.

Nuestro problema se presenta más grave, por cuanto nuestra inexperiencia nos pone ante una situación de la que no sabemos la solución. Necesitamos absolutamente de una iluminación superior, de luces y fuerzas que no tenemos nosotros mismos, por lo cual debemos retomar un camino que hemos dejado de transitar y que necesitamos urgentemente reemprender. Es el camino de la confianza en Dios, de la fe en su infinita sabiduría. Es un camino que nos llama a la humildad y a la confianza en quien sabemos conoce mejor que nosotros todo pues es infinitamente inteligente y que está dispuesto a tender su mano para rescatarnos. Y que tiene el mejor aditamento posible para prestarnos su ayuda: nos ama infinitamente. Su amor creador nos propuso un camino concreto que hemos despreciado con nuestro pecado. Ese mismo amor sigue inmutable. Sigue siendo eterno e infinito. Él no se queda mirando y lamentando que hayamos emprendido una ruta de autodestrucción, sino que hace caso al amor infinito que nos tiene y por eso pone a nuestra vista un camino nuevo de elevación y de recuperación. Fue la experiencia que tuvo San Pablo: "En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias".

El camino de autodestrucción que ha emprendido la humanidad no es un camino finalizado. Aun  cuando hoy la humanidad se dirige trágicamente por él, existe la posibilidad de volver sobre nuestros pasos y recobrar la razón. Se puede borrar el sinsentido del actual itinerario que seguimos y por el cual avanzamos al mayor desorden que es el de la desaparición, y dirigir nuestros pasos para avanzar por el camino que nos lleva a la plenitud. Jesús nos ha dado la clave. Simplemente retomar la norma del amor, que es la única norma necesaria para quien quiere promoverse más como hombre. Es nuestra característica más humana, y a la que apuntó a destruir el demonio en el primer momento, pues sabía que era la base de nuestra esencia humana. "Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo". He ahí la clave de nuestra humanidad. Todas nuestras demás cualidades, las que nos definirían como hombres, están sustentadas en la del amor. Soy hombre porque soy capaz de amar como Dios ama. Soy más hombre, si me empeño en amar más a Dios y a mis hermanos, abandonando la pretensión de ser yo el centro de todo y colocando en ese centro a Dios, a quien le corresponde ese lugar y a mis hermanos a quienes debo servir por amor.

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