martes, 22 de abril de 2014

Una mujer, primera anunciadora del Resucitado

El encuentro de Jesús Resucitado con María Magdalena nos pone a la vista varias consideraciones interesantes. En primer lugar, es de destacar que la Magdalena es la primera testigo, según San Juan, de la Resurrección. La primera que tuvo ese privilegio. La primicia del resurgimiento del Redentor desde la muerte, desde la soledad y oscuridad del sepulcro, la tuvo esta mujer, que fue convertida por Jesús a punta de amor y de misericordia. Su fidelidad es extrema, al punto de que fue, junto a la Virgen María y el mismo Apóstol Juan, una de las poquísimas personas que acompañó compasivamente a Jesús en todas las fases de la Pasión y de la Crucifixión, hasta su sepultura... María comprueba que el sepulcro está vacío y siente una tristeza tremenda. Llora el "robo" del cadáver de Jesús. Aún no tiene el espíritu pronto para discernir que el sepulcro vacío significa otra cosa muy distinta. Que es signo de que la soledad, la oscuridad, la frialdad, que reinan dentro del sepulcro, símbolos todas ellas de la muerte para las que estaba hecho, no fue suficiente para contener en sí mismo al que es la Vida del mundo y de cada hombre. Simplemente llora porque el cuerpo de Aquél al que ella debía tanto, había sido robado. No hay otra razón. Aparentemente en ella no había la esperanza fundada de que aquello que había anunciado Jesús repetidas veces sobre su propia resurrección, se cumpliría... Lloraba a las puertas del sepulcro, pues allí ya no estaba Jesús, sin sospechar jamás de que había sucedido algo portentoso, realmente maravilloso, distinto al simple robo de sus despojos... Hay una visión milagrosa que no logra sacarla de su dolor: los dos ángeles que le preguntan sobre la razón de su dolor. Pero los ángeles no tienen tiempo de decirle la verdad de lo que había sucedido...

María tiene, entonces, el primer encuentro de alguien con el Resucitado. Siempre me he preguntado qué virtud tenía el cuerpo glorioso de Jesús, pues no es reconocido casi nunca a la primera. De alguna manera tiene que identificarse a sí mismo para poder ser reconocido. María lo confunde con el hortelano, el que tenía a su cargo el cuidado de los alrededores del sepulcro, y ante él se queja de nuevo de lo que ella supone que ha sucedido... "Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré", le dice. Su mirada no es capaz de descubrir a Aquél que es la causa de su fe, de su conversión, de su tristeza porque se han robado su cuerpo... Tiene Jesús que llamarla por su nombre -imagino que daba una entonación propia, que el nombre de la Magdalena adquiría una musicalidad propia en los labios de Jesús-, para que ella reconozca, ya sin dudas, que ese es el Señor que ha resucitado... La tardanza de María en reconocer a Jesús, además de real, es también simbólica. Es signo de la tardanza de todos los hombres en reconocer a Jesús como la razón de sus vidas. Es la tardanza en la que recurrimos todos para dejarnos confiados en las manos del Resucitado. No somos capaces de reconocerlo en lo ordinario, y necesitamos que sucedan cosas extraordinarias para caer en convicción. Jesús, infinitamente paciente y providente con nosotros, no deja de hacerlo. Entona nuestro nombre, hace maravillas en favor nuestro. Y es la manera en que nos convence de ser Él, de que es su amor el que nos favorece, de que es su misericordia infinita la que nos trata siempre favorablemente...

Al ser reconocido, Jesús ordena a María algo maravilloso. ser la primera testigo que anuncie a todos lo que ha sucedido: "Anda, ve a mis hermanos y diles: 'Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.' María Magdalena fue y anunció a los discípulos: 'He visto al Señor y ha dicho esto'". María es, estrictamente hablando, la primera apóstol. Una mujer, contrariamente a lo que sostienen algunos sobre el "desprecio" de Jesús a lo femenino, es elegida para ser la primera anunciadora de la Resurrección. Jesús le encomienda la tarea más delicada que se presenta en ese momento: convencer a todos de que Él había resucitado y de que estaba pronto a retomar toda la gloria que como Dios le correspondía y que había puesto entre paréntesis en esos años en los que había realizado su labor terrena... Tremenda tarea la que se le encomienda. Y qué bien la cumplió, pues sirvió para que todos los apóstoles tuvieran la primera noticia de la resurrección... También a nosotros Jesús nos llama por nuestro nombre y nos encomienda anunciar a los hermanos la Verdad más maravillosa que vivimos: que creemos en un Dios que está vivo, que habiendo probado lo despreciable de la muerte, no fue vencido por ella, sino que la venció ostensiblemente y la dejó derrotada en el sepulcro, y que esa Vida que ha triunfado es la misma Vida que nos quiere dar a cada uno para hacernos completamente suyos...

Así lo entendieron todos los apóstoles. Y por eso cada uno se convirtió en perfecto testigo y anunciador viviente de la maravilla de la Redención. El primer discurso de San Pedro logró convertir a muchos, no sólo por su gran elocuencia -que tuvo que haber existido-, sino principalmente por la convicción y la vivencia personal de aquello que anunciaba. Ellos, los apóstoles, vivieron la Resurrección, resucitaron con Jesús, transformaron su vida completamente y la pusieron en las manos del Redentor, se hicieron suyos, y por eso pudieron ser anunciadores de primera línea de la transformación y novedad que significa vivir como resucitados. Por eso, aquellos hombres que escuchaban lo que decía, "preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: '¿Qué tenemos que hacer, hermanos?' Pedro les contestó: 'Conviértanse y bautícense todos en nombre de Jesucristo para que se les perdonen los pecados, y recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para ustedes y para sus hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos"... La convicción y la vivencia del anuncio de la Resurrección de Cristo es causa de acercamiento a la salvación que quiere hacer llegar Cristo a todos. Esa es la Redención. Ya ha sido realizada por Jesús, pero debe ser hecha asequible a los hermanos. Y somos nosotros, los apóstoles del siglo XXI, los que debemos hacerlo. La Magdalena y los Apóstoles de Cristo lo hicieron en su momento. Ahora nos toca a cada uno de nosotros llevar a nuestros hermanos a la salvación de Jesús...

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