lunes, 28 de abril de 2014

Que te amen, Jesús, pero que a mí me dejen tranquilo...

Los primeros años de la Iglesia son realmente impresionantes. La valentía con la que los apóstoles asumieron su tarea de anunciar la Buena Nueva de Jesús, su mensaje de amor, su obra redentora a todos los hombres, sin excluir a nadie, es sin lugar a dudas admirable. No hubo nada que los detuviera en su empeño pues sentían que esa, en primer lugar, era una tarea insoslayable, y en segundo, era la salvación del mundo y de todos los hombres, que Dios mismo les había confiado y había puesto en sus manos... Ellos nos se sentían jamás solos en su misión. Tenían la seguridad plena de que iban acompañados por el mismísimo Jesús que los había enviado y que les había prometido su presencia en todo momento: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo..." Y lo experimentaban realmente, pues todo lo hacían en su Nombre... "No tenemos ni oro ni plata. De lo que tenemos, te damos: En nombre de Jesús de Nazaret, echa a andar...", le dicen al paralítico. Y todo siempre fue así...

Esa obra fue la apoteosis de la acción divina de mano de los hombres. Aquellos primeros tiempos de la Iglesia ameritaban que todos fueran testigos de las maravillas que Dios podía hacer por intermedio de sus enviados. Y Dios lo cumplía perfectamente. Aquel primer discurso de Pedro después de haber recibido al Espíritu Santo en Pentecostés fue maravilloso. Llegó a convertir a más de tres mil hombres. No fue su elocuencia la que lo logró, pues sabemos que Pedro de eso tenía poco. Fue el calor que daba a sus palabras la presencia del Espíritu que desde ese día se convirtió en el alma de toda obra de la Iglesia. Pablo VI, en su extraordinaria Evangelii Nuntiandi afirmó: "El Espíritu Santo es el protagonista de toda evangelización"... La Iglesia vivía su época dorada. Los apóstoles se ponían completamente a la disposición del Dios que quería hacer llegar su mensaje de amor y salvación a los hombres. Dios hacía su parte colocando en sus labios las palabras que necesitaban y obrando los prodigios que sustentaban lo que decían... No se podía pedir más...

Los hombres de hoy observamos aquella época hasta con envidia. Santa, pero envidia al fin... Añoramos que Dios se haga presente en nuestro caminar tan claramente como lo hacía con los apóstoles. Los apóstoles de hoy quisiéramos que nuestros discursos fueran capaces de convertir a miles de un solo golpe. Quizá hasta quisiéramos hacer caminar a los paralíticos, oír a los sordos, ver a los ciegos, curar enfermos, sacar de la pobreza, a tantos que se nos atraviesan en el camino... Queremos que Dios siga haciendo sus milagros para hacer creíble nuestro mensaje... Con una pequeña diferencia... No queremos arriesgar. No queremos mojarnos. Que Dios haga, pero que a mí no me pase nada. Que no tenga consecuencias negativas para mí y para los míos... Quisiéramos un Evangelio que convenza a los demás, pero que no me comprometa mucho, que no me exija de más, que me deje incólume, que no me fastidie...

Los apóstoles sabían que el ser instrumentos de Jesús y del anuncio de su Evangelio no los dejaba indiferentes. Y lo vivieron. Y lo asumieron completamente... "Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan, y da a tus siervos valentía para anunciar tu palabra; mientras tu brazo realiza curaciones, signos y prodigios, por el nombre de tu santo siervo Jesús", decían en su oración. Noten que jamás piden ser librados del sufrimiento, sino que imploran valentía. No quieren verse libres de las consecuencias del ser instrumentos en las manos del Señor, sino del miedo que los pueda paralizar o de la vergüenza que pudieran llegar a sentir por Jesús... Nada de eso quieren que los afecte... Hoy nuestra oración va en otra línea... "Señor, haz maravillas por mi medio, pero que a mí no me toquen. Si quieres, haz milagros por mi intermedio, pero que a mí no me pase nada. Que todos te admiren, pero que a mí me dejen tranquilo..."

Dios, de esa manera, jamás podrá actuar... Él quiere actuar por nosotros, pero quiere que estemos a su completa disposición. Quiere que seamos suyos en toda ocasión y corriendo cualquier riesgo. Quiere que tengamos la conciencia plena de que Él es quien brillará. Que sepamos que mientras sus instrumentos se consideren más indignos, menos idóneos, menos brillantes, su esplendor será aún más grande... Y será más admirado, más seguido, más imitado, más amado... No se trata de que seamos "buenos" instrumentos, sino "simples" instrumentos, disponibles totalmente, colocados en las manos de Dios para que Él haga con nosotros lo que le venga en gana...

Dios no actúa hoy porque no puede. Porque no consigue los instrumentos simples que se pongan en sus manos. Los reclamos que a veces le hacemos a Dios porque no actúa en nuestro mundo, en nuestras vidas, en nuestra sociedad, son, en realidad, reclamos a nosotros mismos que no nos ponemos con plena disponibilidad en su presencia. Él sí quiere actuar, pero quiere, antes, tener los intermediarios para poder hacerlo... Y esos debemos ser nosotros... Debemos poder hacer como la invitación de Jesús a Nicodemo: "Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios". Tenemos que procurar ser renovados completamente por Jesús, dejar a un lado nuestras prioridades y colocar en su lugar las de Jesús. Tenemos que hacer lo que hicieron los apóstoles que desplazaron su propia vida y pusieron en su lugar la vida de Jesús, su amor, su salvación. Esa fue su plenitud. Jamás la entendieron resguardando sus vidas, sus cosas. La lograron alcanzar porque asumieron la de Jesús. No hay otra vía...

No hay comentarios.:

Publicar un comentario