lunes, 7 de abril de 2014

Perdonar no significa ser injusto

Los hombres somos expertos y raudos en condenar. Basta con que una cosa no cuadre en nuestros criterios o que nos sorprenda fuera de sitio inesperadamente y nos deje en evidencia para declarar nuestra condena inmediata. "La mejor defensa es el ataque" o "Hay que huir hacia adelante", de modo que la atención se centre no en nuestras carencias, sino en las de los demás. Desplazamos el centro de atención a nuestra condena de los otros antes que a la mirada a nuestra debilidades... Si Jesús hubiera hecho "condenas express", como lo hacemos nosotros, la adúltera descubierta en flagrante adulterio no hubiera pasado a la historia por el rescate de la que fue objeto por Jesús, sino por haber sido asesinada con la anuencia del Dios hecho hombre. Y lo hubiera sido "legítimamente", pues eso era lo que contemplaba la ley de los fariseos para ese delito... Jesús no hubiera hecho nada "malo"... Tampoco a aquella pecadora arrepentida le hubiera sido permitido entrar en la sala del comedor donde podían estar sólo hombres, en la casa de Simón el Fariseo, pues su reputación de prostituta, por lo tanto de impura, hacía "legítimo" el que fuera expulsada e incluso impedida de tocar a nadie, pues le contagiaba su impureza... Jesús, según los cánones vigentes en ese momento, tenía pleno derecho a no dejarse ni siquiera tocar por ella para no incurrir Él mismo en impureza... Hay muchos casos más en los cuales hubiera podido, "legítimamente", condenar raudamente. Y no lo hizo... Porque esa no era su misión. Él mismo lo dijo: "No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos... He venido a rescatar lo que estaba perdido... Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por 99 justos que no necesitan arrepentirse"...

Y no es que Jesús se hiciera la vista gorda ante el pecado. En absoluto. En todos los casos deja bien clara su repulsión a la infidelidad al amor de Dios y de los hermanos... A la adúltera le dice: "Yo tampoco te condeno. Vete y en adelante no peques más". Es decir, "Yo a ti no te condeno, pero sí condeno el pecado que has cometido. No lo vuelvas a cometer". El hecho de que Jesús perdone no significa que deje pasar como si nada al pecado. En repetidas oportunidades a quienes les hace favores, les advierte que no vuelvan a pecar, "no sea que te ocurra algo peor"... Y es que el amor, aun cuando no condena al pecador o a la persona, por supuesto no puede estar reñido con la justicia, y por eso sí condena al pecado. No es posible que alguien, habiendo cometido una falta grave contra un hermano, quede impune. No es así el perdón ni la misericordia. No es así el amor. Queriendo ser misericordioso con unos, se puede ser injusto con los ofendidos, de no haber escarmiento o invitación a la conversión...

La invitación a no pecar más incluye el resarcimiento del daño que pudo haberse cometido. Por ejemplo, quien roba tiene que restituir lo robado. Pero además, si de alguna manera dañó a la sociedad con su delito, debe resarcir a esa misma sociedad... No debe robar más, debe restituir y debe pagar la deuda contraída con la sociedad... Todo como responsabilidad personal. Dios lo perdona, pero sólo cuando ha cumplido con todo lo que le exige la conversión que debe realizar...

Son dos cosas las que hay que saber conjugar, entonces, en la dinámica del perdón... La primera de ellas es la de no condenar jamás a la persona. Toda persona humana es susceptible del amor de Dios, por lo tanto, también de nuestro amor. No podemos nosotros sustraernos de la obligación cordial del amor. Si Dios nos ama a todos, no somos quienes para decidir a quienes amar y a quienes no... Además, todos somos susceptibles de conversión. El condenar definitivamente a alguien sugeriría que esa persona ya no tiene posibilidad de cambio. Si eso fuera así, Jesús no hubiera muerto en la Cruz. El canto más firme a la esperanza de la conversión hasta de los más grandes pecadores es precisamente el que entona Jesús desde la Cruz, muriendo por todos los pecadores y por todos los pecados, incluyendo los peores cometidos en la historia de la humanidad. De haber tenido la absoluta certeza de que alguien no podía convertirse, hubiera considerado absurdo morir por ese que no se convertiría, y de hecho no se hubiera dejado crucificar... En efecto, podemos y debemos condenar al pecado, pero nunca presuponer la condenación definitiva de ninguno, ni siquiera del peor pecador de la historia...

La segunda, considerar la maldad intrínseca del pecado, por ser obra demoníaca, el origen de todo mal. Él, el demonio, presenta la opción a cada hombre y a cada mujer de la historia. Acaricia el "ego" de cada uno, obnubilándolo con sugerencias que enaltecen su orgullo y sugestionan hasta el colmo de la soberbia, incluso desplazando al Dios del Amor. Ante ellos se presentan los dos caminos: ser fieles a Dios y a su Amor, mantenerse como criaturas amadas y recibir de ello la compensación absoluta, o querer "ser como Dios", colocándose en un supuesto primer lugar que no es tal, sino por el contrario, el último de la fila... Quien se coloca a su favor, por ende, lo hace con absoluta libertad. Y cuando así se asume, se deben asumir también responsablemente las consecuencias de la elección. Cuando se elige hacer el mal, cometer el pecado, se tiene plena conciencia de lo que se está haciendo. Se sabe que uno se está colocando de espaldas a Dios, que está rechazando su amor, que está sirviendo a la destrucción de las bases de la convivencia pacífica y justa de los hombres... Por ello, aun cuando no se condene al pecador y se le dé la posibilidad de conversión, sí se debe condenar lo que ha hecho daño a la humanidad con el delito cometido... La Justicia humana debe actuar. Y, sin duda alguna, también la divina actúa, quizá con mayor seguridad que la civil... La justicia humana puede tener serias taras que jamás tendrá la divina. Aun cuando pueda fallar la justicia humana por favoritismo, parcialidad, impunidad, lentitud, abuso de poder, la divina nunca tardará, actuará en su momento y será absolutamente justa...

Fue lo que sucedió con los dos ancianos que pretendieron, con falso testimonio, condenar a Susana, la Casta, por haberse negado a satisfacer sus instintos bajos. Ellos quisieron aprovecharse de su nombre, de su prestigio, de su poder, de su sitial de "honor" delante de Israel, pero Dios mismos salió en defensa de la vilipendiada... No es un Dios que deja impune la maldad de los malos. Los pone en evidencia y cobra caro su afrenta... Y cuando el pueblo sencillo y humilde, que había sido presa de la manipulación de los poderosos pudo percibir la acción directa de la justicia de Dios, se aprestó a hacer efectiva esa justicia: "Toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión. Según la ley de Moisés, les aplicaron la pena que ellos habían tramado contra su prójimo y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente"... La vida de los inocentes está en las manos de Dios. Más cuando son los poderosos los que pretenden hacer burla de ella, de la justicia, del mismo Dios. No hay que perder la esperanza. Dios condena al pecado, pero no al pecador. Dios defiende al justo, con sus propias manos, cuando ya no hay otra opción. La mano de Dios es poderosa contra los que pretenden hacer burla de su ley de amor...

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