jueves, 3 de octubre de 2013

No estén tristes, pues el gozo en el Señor es la fortaleza de ustedes...

Cuando Israel logró reentrar en Jerusalén, y Nehemías, como gobernador había logrado la restauración, todos los del pueblo vivían con orgullo la seguridad de la presencia de Dios. Ese Dios que los había elegido no los había abandonado, a pesar de las infidelidades que habían cometido. Incluso en la deportación dolorosa que habían sufrido, viviendo desterrados de la Ciudad Santa y habiendo sido destruido su Templo, bastión de su orgullo como nación perteneciente y favorecida por Dios, el mismo Dios les había demostrado que seguía con ellos. No podía Él desdecirse a sí mismo, y por eso mantenía su fidelidad incólume hacia su pueblo...

Llegó el momento no sólo de retomar la tierra, sino de reemprender el camino espiritual. Israel, a fuerza de estar desperdigado, de no vivir la unidad sólida que le daba estar todos asentados en un mismo lugar, de haber sido "conquistados" por paganos y desterrados a lugares en los que se adoraba a miles de ídolos diversos como si fueran los dioses absolutos, había también perdido el norte de su vida religiosa. Yahvé prácticamente había desaparecido de sus corazones, de sus rituales, de su adoración. Sólo un pequeño resto -"el Resto de Israel", fue llamado-, mantuvo su fidelidad inmutable al Dios que los había convocado como pueblo. Haber perdido sus tierras no sólo fue una pérdida material, sino que fue, trágica y dolorosamente, también una pérdida espiritual. La restauración que se emprendió tenía que ser, por lo tanto, no sólo de la infraestructura -casas, mercados, calles, templo-, sino que había que realizar una más profunda, más significativa, más identificadora, que era la restauración espiritual del pueblo...

La voz cantante de esta restauración, animado y apoyado por el gobernador Nehemías, la llevó el sacerdote Esdras. En la pérdida de la Ciudad Santa se había perdido todo, hasta los Libros de la Ley. Y en la restauración fue momento importantísimo el "redescubrimiento" de estos libros sagrados que daban detalles sobre al elección de Israel como pueblo de exclusiva propiedad de Yahvé, que narraban las vicisitudes por las cuales había pasado Israel en toda su historia previa -desierto, hambre, llegada a Egipto, esclavitud, liberación portentosa, de nuevo desierto y, finalmente, llegada a la Tierra Prometida "que manaba leche y miel"-, y que dictaban y sistematizaban la vida religiosa del pueblo. Para la inmensa mayoría de los israelitas que había sufrido el destierro, esto ya no era conocido. Sólo el "Resto de Israel" lo mantenía en la memoria y en el corazón. Pero en general, esta memoria no existía y, por ende, el "orgullo" de ser pueblo de Dios, nación consagrada a Dios, estaba totalmente desaparecido.

Cuando Esdras y los levitas dedicaron prácticamente un día completo a la lectura y explicación del Libro de la Ley a los israelitas que habían retomado y reconstruido la Ciudad Santa, el pueblo entero se encontró de frente con el reproche de sus mismas conciencias por haber abandonado a ese Dios que describía el Libro sagrado. Ese Dios había realizado verdaderas maravillas en su favor, con las cuales les manifestaba y confesaba ardientemente su inmenso amor por ellos, y ellos le habían respondido olvidándolo y sirviéndole a otros dioses paganos... El dolor de Israel fue inmenso. El llanto fue general. Israel se sentía traidor de ese Dios que sólo había demostrado por ellos infinita fidelidad, en medio incluso de los actos de infidelidad y rebeldía que en su misma presencia habían realizado, pero ante los cuales Dios se mantuvo obstinadamente fiel, pues su amor era mucho mayor que las infidelidades de Israel...

Nehemías, Esdras y los levitas reprendieron al pueblo... Ese era un día de gozo, no de luto. Israel se había encontrado de nuevo con el Dios que les había demostrado su amor, su misericordia, su fidelidad, su favor. Ese Dios que describían los Libros de la Ley era el mismo que los había sostenido incluso en el dolor de la deportación, el mismo que había movido el corazón de Ciro, Rey de Persia, para permitirles volver a la reconstrucción de Jerusalén y del Templo Santo, el mismo que ahora les había hecho redescubrir su Palabra y hacía posible que el pueblo tuviera de nuevo conciencia de su historia maravillosa de amor y providencia... No había razón para el luto. Sólo para un arrepentimiento que desembocara en el reencuentro gozoso del infiel con el eternamente fiel. Si Dios los había hecho llegar a este punto no era para reprocharles eternamente su infidelidad, sino para acogerlos de nuevo, abiertos los brazos, para seguirle demostrando su amor, su perdón, su misericordia...

Ese es el Dios de Israel. Y ese es el Dios que hace presente también Jesús a los hombres de hoy... Somos ese nuevo Israel, que a fuerza de vivir "desterrados" de nuestra santidad, de nuestra inocencia, que a fuerza de haber sido invadidos por ídolos a los cuales estamos sirviendo, hemos abandonado al único y verdadero Dios de amor. A pesar de las demostraciones ostensibles de poder que hacen esos ídolos, el realmente poderoso es nuestro Dios único. Su poder más grande es el del amor que lo hace mantener los brazos abiertos para recibirnos, que lo hace esperar pacientemente a la vera del camino, como el padre del hijo pródigo, nuestro regreso. Cuando los hombres descubrimos la desgracia de haber estado alejados de ese amor infinito, que es la mayor riqueza que jamás podremos imaginar tener, viviremos también las ansias de poseerlo nuevamente. Y será necesario, también, llorar nuestra infidelidad, dolernos de haber abandonado al Dios amor, misericordia y providencia infinitos. Pero jamás deberemos quedarnos en el llanto eterno. En Dios, incluso el dolor por los pecados cometidos significa gozo, pues es el primer paso para abrazarse con ternura a su perdón. Arrepentirse de lo oscuro que hemos vivido es simultáneamente acercarnos a la Luz del perdón y de la Misericordia. Nunca la vida del cristiano puede quedar sumida en la penumbra, en el dolor, en el abismo, en la muerte... Su final siempre será de luz, de altura, de felicidad, de vida... Por eso, jamás debemos dar puesto fijo a la tristeza...

Los cristianos somos los hombres de la felicidad, de la alegría. No es comprensible un cristiano con "cara larga", si "el gozo del Señor es nuestra fortaleza". ¿Alguien en sus cinco sentidos podrá negar que Dios es más fuerte que todo lo que puede dañar al hombre? ¡Y esa fortaleza de Dios es nuestra! ¡Y es nuestra porque Él mismo ha querido dárnosla! Jesús en la Cruz, aparentando ser la criatura más débil en aquel terrible momento, seguía siendo Dios. Fue el más poderoso contrincante que tuvo la muerte, el pecado, el demonio. Muriendo no demostró en absoluto ninguna debilidad. Al contrario, al morir, con Él murió la misma muerte, y por ello la venció contundentemente. La muerte quedó en el sepulcro y Él resurgió victorioso. Y su victoria es la nuestra. El gozo de la nueva vida nos lo regaló a cada uno de nosotros. Y por eso, ese gozo en el Jesús resucitado es nuestra fortaleza...

No nos quedemos sólo con el Jesús inerme en la Cruz. Es cierto que ese es el altar de su victoria. Pero miremos más adelante, al Jesús resurgiendo del sepulcro, lleno de luz, victorioso. Él nos ha llevado con Él a la Cruz, para vencer nuestro pecado. Pero, más importante aún, nos ha sacado de la oscuridad del sepulcro en el que Él se ocultó voluntariamente, para elevarnos al sol de su amor, de su redención, de su victoria. No demos cabida jamás a la tristeza destructora. Incluso en los momentos duros de nuestra vida, que seguramente serán muchos y dolorosos, tengamos siempre presente que más sentido tiene el gozo en el Señor resucitado, que pasó por todo porque nos ama, y que jamás dejará de estar a nuestro lado para recordárnoslo. No perdamos esa riqueza inmensa que está ante nuestros ojos, quedándonos mirando las minucias que ante ella, grande y esplendorosa, representan el dolor y el pesar...

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