lunes, 28 de octubre de 2013

Elígeme a mí...

Cada vez que celebramos la fiesta de algún apóstol, debo confesar que me entra una envidia santa inmensa... El privilegio que ellos vivieron al ser testigos de primera línea de Jesús, oyendo cada una de las palabras que pronunció, siguiendo los mismos pasos que Él siguió, pisando las mismas huellas que dejó, viendo las maravillas que realizó en cada uno de sus milagros... ¡Tuvo que haber sido una experiencia que los marcó...! Por supuesto, se explica luego que ellos hayan sido fieles -menos uno, lamentablemente- hasta el final, entregando sus propias vidas por anunciar el mensaje de salvación del cual ellos mismos habían sido testigos...

Me gusta imaginarme los tiempos "normales" que vivieron los apóstoles con Jesús. Esos de los cuales no queda memoria en los Evangelios, que, por otro lado, tuvieron que haber sido lógicamente muchos más que los conocidos. Lo que nos relata el Evangelio en sus cuatro versiones, si lo concentráramos en una línea temporal continua, quizá no llegue a un mes... Y no es tan grande el esfuerzo que hay que hacer para imaginarlos, pues se trata de una vida cotidiana, que cobraba aspavientos sólo cuando se trataba de un gran discurso o de un milagro o de un enfrentamiento -tan frecuentes- con los fariseos o los detractores de Jesús...

Cierro los ojos y me imagino a Jesús en casa de su Madre María, visitándola con sus nuevos amigos, los doce, a los cuales invitó a comer un día, sorprendiendo a la pobre mujer con ese regalito en el que debe ingeniárselas para poder satisfacer a todos... Y en esa visita, hablando con todos, pendiente de lo que hace su mamá, quizás sentado a las puertas de la casa, escuchando los chistes o las bromas o los pesares o los reclamos de los doce... Queriendo ser todo para todos. Y descubro a Jesús que escucha con atención lo que dice alguno, sonriéndose a lo mejor de sus ocurrencias, sorprendiéndose de que no haya entendido alguna cosa de su mensaje que estaba tan claro, interesándose en lo que decía alguno sobre su familia o sobre los de su casa o sobre algún amigo... Todo esto, mientras espera que la comida esté lista. Luego, gustando de lo sabroso que ha preparado María, alabando su buena mano, y viendo cómo los apóstoles hambrientos dan buena parte de todo... Pensar en esas cosas cotidianas es verdaderamente entrañable... Jesús fue el Dios que se hizo hombre, y que haciéndose hombre quiso asumir todo lo bueno de lo humano: la familia, las amistades, los momentos entrañables... ¡Y cada uno de los apóstoles fue parte de eso!

Estoy seguro que Jesús disfrutó al máximo su ser hombre. Gozó cada momento, bueno y malo, pues era la experiencia que tenía cada uno de sus amados, aquellos a los que vino a rescatar. Quiso entrar en lo más profundo de su experiencia vital para asumirlo plenamente. Conociéndolo, podía verdaderamente hacerse el Redentor. Por eso, atendiendo a lo que dijo San Ireneo, si "lo que no es asumido, no es redimido", Jesús tuvo que asumir cada risa, cada carcajada, cada caricia, cada lágrima, cada dolor, cada caída, cada logro, de aquellos a los que vino a redimir. Y, evidentemente, en lo humano, este conocimiento fue más concreto en los que estaban con Él, acompañándolo en esa aventura salvadora que había emprendido.

Imagino que el haber convivido por tres años, sirvió para que Jesús profundizara en el conocimiento de cada uno y del grupo... Era importante para Él ese conocimiento, pues ellos serían los que se encargarían luego de ser transmisores de lo que quería hacerles llegar a todos los hombres... No para rechazar las peculiaridades que tuvieran, sino para aprovecharlas y ponerlas bien encaminadas a la misión que debían cumplir en el futuro... Eso significaba que, además de sus relaciones generales con el grupo, en aquellas reuniones en las que se encontraban después de la jornada del día, contándose sus experiencias si no habían estado juntos, Jesús tenía que tener encuentro personales con cada uno...

Esos encuentros tenían que ser como direcciones espirituales del que era el Maestro. Interesándose personalmente por lo que había en la mente y en el corazón de quien estaba hablando con Él, escudriñando en sus motivaciones más profundas, tratando de descubrir sus temores y sus seguridades, invitándolo a superarse apoyándose en la Gracia y en el amor de Dios, dándole consejos para enfrentar mejor una situación particular en la que se encontrara, animándole a dejarse llevar de la alegría de estar con Dios y de vivir según lo que Él le pide...

Y me pongo yo entre ellos... Y es allí donde la santa envidia se hace más fuerte... Quiero estar con Jesús en la casa de su mamá María, disfrutando de esos momentos de intimidad, saboreando la comida que Ella prepara para su Hijo, para sus amigos, para mí... Quiero caminar junto a Jesús, ver cómo suda bajo el calor abrasador del mediodía en el verano, o bien abrigado porque tiene frío en el invierno... Quiero fijarme bien cómo mira con amor a todo el que se encuentra en el camino, al niño que está jugando en la esquina con otros de su misma edad, a la mujer que está a la puerta de su casa hablando con la vecina en un momento de descanso del trajín diario de la casa, al borrachito que va tambaleándose tratando de recordar si ese es el camino para su casa donde dormirá su borrachera, al señor que está en su taller trabajando la madera como José, su padre, tratando de hacer la silla más bonita para venderla al mejor precio... Quiero vivir lo cotidiano con Jesús, saborear esas mismas experiencias por las cuales nos amó más a todos. Saber que no nos amó sólo por el pecado que cometimos, sino también por esas cosas sencillas que son los signos de nuestro vivir cotidiano...

Quiero estar contigo, Jesús, bajo un árbol, como seguramente muchas veces estuviste con cada uno de los apóstoles. Quiero estar allí hablando de mí contigo. Diciéndote mis cosas, mis temores, mis alegrías. Quiero poner mi vida entera en tus manos, para que tú me la sanes. Quiero hablar contigo del amor de Dios. Quiero que me convenzas de él para ya no tener ninguna duda. Quiero hablar contigo de las cosas de Dios, que me digas lo que necesito para ser buen instrumento tuyo. Quiero, principalmente, que me digas a mí que me vaya contigo. Que quieres que yo sea tu apóstol, para llevar a los hermanos tu mensaje de amor. Quiero estar tan seguro de tu amor y tan feliz por vivirlo, que yo mismo me sienta lanzado a llevarlo a los hermanos, para hacerlo crecer cada vez más en mi corazón... ¡Elígeme a mí, Jesús, y envíame a todos, como enviaste a los apóstoles, para hablarles de ti!

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