martes, 22 de octubre de 2013

Más grande que mi pecado...

En Dios todo es infinito. Su poder es infinito, Su sabiduría es infinita. Su presencia es infinita. Su amor, su misericordia y su perdón, son infinitos... No podemos imaginarnos su grandeza, pues nuestra mente es limitada. Aunque participamos de su naturaleza por un expreso deseo suyo al crearnos, llegamos a un umbral en su conocimiento, pues el infinito no es experiencia personal. Sólo sabemos que hay algo más, que después de un conocimiento alcanzado, quedan miles y millones por alcanzar. Que después de batido un récord, vendrá alguien después a batirlo nuevamente. Que si se alcanza una altura, eso será sólo un paso que servirá de apoyo para alcanzar una altura mayor... Sabemos que podemos romper límites, pero no tenemos la experiencia de poder llegar al infinito. Nuestra limitación está como "establecida" por Dios. Nos creó "a su imagen y semejanza", pero no nos hizo iguales a Él. Nos hizo participar de su condición de infinitud, pero no nos hizo infinitos. Nos permite romper los límites, pero no nos hace llegar por nosotros mismos a lo infinito...

Pasa lo mismo en el conocimiento de Dios. Hemos recibido miles de definiciones, más bien descripciones, de lo que es Él. "Definir" a Dios significaría que le ponemos límites, que estamos colocándole como fronteras. Muchas veces, por querer definirlo hemos errado brutalmente. Israel quiso ponerle "límites" a Dios, y lo hizo ser un toro de metal. Y lo llamó "El dios que nos sacó de Egipto". Fue el error con el que desconocieron al verdadero Dios y les valió un tiempo más de trashumancia por el desierto. Y por esa torpeza, incluso Moisés fue severamente castigado, pues Yahvé decretó que no entraría en la tierra prometida, sino que sólo la vería a lo lejos. Nos pasa lo mismo a muchos en nuestros tiempos. Los hombres somos, a la vez, trágica y felizmente, básicamente los mismos. Nuestras mentes y nuestras actitudes son esencialmente iguales siempre. Aunque es cierto que hemos tenido avances científicos y tecnológicos impresionantes, que hemos hecho una profundización mayor en los valores y las virtudes, y que todo eso nos ha hecho vivir con acentos diversos, en lo más profundo seguimos siendo iguales. Esto se da con mayor certeza en lo que se refiere a nuestra relación con el infinito. Nuestra mente acuciosa jamás ha dejado de escudriñar en lo misterioso de lo trascendente para comprenderlo mejor. Algo que es natural, pues el misterio siempre es atractivo. Por eso hemos llegado a alturas sublimes en la vida espiritual. Tenemos los ejemplos de los grandes místicos de la historia, no sólo en el cristianismo, sino en otras muchas religiones que tienen en la espiritualidad una baza muy importante...

Dios mismo se nos ha hecho presente en nuestras vidas, como para acceder a esa inquietud de nuestras mentes y corazones. Ha "condescendido" y se ha revelado desde el principio de nuestra historia. Y por eso, en cierto modo, hemos sido capaces de "describirlo", es decir, de "explicarlo como es o como se nos ha presentado". Algunos han logrado evitar la tentación de "definirlo", y han intentado "describirlo", echando mano de experiencias humanas para más o menos equipararlo a ellas y comprenderlo. Lo hemos llamado "Creador", "Juez", "Providente", "Defensor", "Liberador"... Todas son cosas que los hombres conocemos y hemos vivido y, queriendo entender mejor a Dios, lo hemos descrito así. Y es cierto que Dios es todo eso. Llamarlo de esas maneras, nos facilita su conocimiento, al traernos categorías humanas. "Humanizamos" a Dios para comprenderlo mejor...

Pero siempre, en ese umbral de lo infinito, aunque seamos capaces de superar siempre nuestros límites, quedará algo de sombra. Decir que Dios es "Todopoderoso", "Omnipresente", "Omnisciente"... y todas las categorías que describen su infinitud, aunque son verdad y las asumimos, nos mantiene siempre en la penumbra... La razón es muy sencilla: Nosotros mismos no somos infinitos. Ante el infinito, la única opción que tenemos es quedarnos en la contemplación de lo maravilloso que es. Ante eso infinito de Dios sólo cabe la reverencia, la contemplación silenciosa y maravillada, la aceptación de la propia pequeñez. Y esto tiene un riesgo: "asustarse" ante Dios, estar delante de Él sólo con "temor y temblor", perder lo rico de la relación personal que se puede tener con Él y quedarse sólo en el límite de la admiración...

Pero, como Dios nos conoce mejor que nadie y no quiere permanecer tan lejos como el infinito, paradójicamente desde lo infinito, decidió hacerse infinitamente cercano. Sólo Él podía hacerlo. Sólo quien es infinito puede decidir hacerse nada. Sólo quien es grande con pleno dominio de su grandeza infinita, puede hacerse pequeño. Y eso lo hizo Dios... Y quedó tan claro para quien tuvo esa experiencia de pequeñez, que sólo lo pudo describir con la experiencia más entrañable que ser humano puede sentir: La del Amor. San Juan, Apóstol y Evangelista, experto en el amor de Jesús, "el discípulo a quien Jesús amaba" -así se describe él mismo-, describió a Dios de la manera más perfecta posible, pues asumió lo que es más propio de su esencia profunda: "Dios es Amor" No es más que la expresión gozosa y sentida de la experiencia más radical que él vivió respecto a Dios. Y así logró "agarrar" lo más íntimo de Dios, lo que Él mismo buscaba que resaltara, al ponerse al alcance del hombre haciéndose un hombre más. Así el hombre tomó para sí lo que más le importaba a Dios que fuera descubierto: Su Amor, es decir, Él mismo...

Cuando se nos habla de la infinitud de Dios, lo aceptamos, pues es razonable que en Dios las cosas sean así. Sin embargo, lamentablemente quedamos en lo exterior, pues la infinitud no es experiencia personal, no es propia de los hombres... Pero cuando se nos describe a Dios como Amor, entramos en un campo distinto, cercano, propio. Nosotros mismos hemos experimentado el amor. Lo infinito no lo vivimos, pero el amor sí. Nosotros mismos amamos, sentimos el amor que se nos tiene, somos capaces de vivir en ámbitos de amor. Nadie nos puede engañar en lo que a amor se refiere, pues conocemos bien ese terreno. El amor es experiencia personal. Conocer a Dios-Amor lo hace mío, personal, vivencial, entrañable... Y más aún, lo hace íntimo, lo hace entrar en el corazón, lo hace llegar a lo más profundo de mi ser. El amor es la experiencia más hermosa, más profunda, más íntima del hombre. Es lo que hace bucear al hombre en su intimidad y en su esencia más honda. Por eso San Agustín se atrevió a decir: "Dios es más íntimo a mí, que yo mismo". Allí donde está lo que más me define, que es mi capacidad de amar, allí está Dios haciendo posible esa capacidad. Él es la fuente...

Ese amor se derrama en mí. Es para mí. Personalmente. Individualmente. El Dios-Amor es mío. Y se hace más palpable en la expresión más sublime del amor que es el perdón. Cuando fallo y me duelo de haber ofendido a Dios-Amor, Él no hace otra cosa que lo propio del amor, que es perdonar... Cuando fallo poco, me perdona eso poco. Cuando fallo mucho, me perdona eso mucho. Jamás deja de perdonar. Si su esencia es el Amor, su esencia es el Perdón. A mayor pecado y mayor dolor, mayor perdón y mayor amor. No hay posibilidades de que sea diferente, pues Dios no puede negarse a sí mismo. Si así fuera, desaparecería. Y eso es imposible. Dios es Amor. Y perdona siempre. Y siempre, siempre, Él, su amor y su perdón, será más grande que mi pecado, aunque sea el más grande que se haya podido cometer... El pecado no es infinito. Sólo el Amor, sólo Dios, lo es...

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