La nueva conciencia del cristiano, marcado por la novedad de vida que introduce Jesús con su entrega por amor a los hombres, en la muerte en cruz y en su resurrección, y que establece ese nuevo orden de vida y que pone el acento en el amor a Dios y los hermanos, introduce a la vez una conciencia más delicada en el establecimiento de las relaciones humanas. Pasa a ser el centro ya no una vida simplemente buena, a la que se tiene pleno derecho, pues Dios siempre quiere el bien del hombre, sino que hace que sea la caridad con el hermano, en una realidad de descentralización de sí mismos, para poner en el centro al otro. Es una caridad que apunta a tener al hermano en el primer lugar, llegando al extremo de reparar en sus necesidades, de modo que no se le tenga como una simple necesidad del otro, sino como una necesidad propia. Los avatares por los que pueda pasar un hermano, no son extrañas al seguidor de Cristo, sino que se convierten de esta manera en necesidad propia. No existe entonces su necesidad, sino que existe nuestra necesidad. Es un asumir desde la caridad, desde la solidaridad, que los problemas de los demás jamás deben ser extraños a los nuestros. Tan alta llega esta nueva realidad, que se traduce no solo en la asunción de la necesidad del otro, sino en considerar que es a nosotros a los que nos corresponde la acción para lograr su solución y que se traduce en algo que es muy delicado espiritualmente, como lo es la intercesión. Nos hacemos capaces de asumir nuestro papel de intercesor, asumiendo realmente, delante del Dios de la misericordia y del perdón, el Providente y el Sustentador, un papel que nos enaltece en el ejercicio de la caridad en favor del hermano.
Lo comprendió perfectamente Abraham cuando escuchó de las amenazas de Dios contra los pueblos pecadores de Sodoma y Gomorra, caídos en las mayores ignominias morales contra Dios y contra la pureza de corazón, desenfrenándose en el hedonismo y el regalo a los sentidos. Llama mucho la atención la intensidad con la que ejerce su papel de intercesor, para salir en defensa de los poquísimos inocentes que había en ese pueblo. Pareciera incluso un juego que se plantea. Abraham, insistente, no quiere que su pierda un solo justo. Y esa insistencia tiene su recompensa. Fueron poquísimos los que se salvaron, pero se salvaron porque él entendió que ese era su papel. Él era el padre de todas las naciones y tenía en sus manos, y lo había asumido así, tomar su papel de intercesor ante el Dios de amor, infinitamente misericordioso. Fue un empeño del amor: "Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: '¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?' El Señor contestó: 'Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos'". Y así siguió pidiendo al Señor misericordia y perdón, en el perfecto ejercicio de su papel de intercesor ante Dios de un pueblo fiel.
Esta condición de intercesor no es gratuita. Es fruto de asumir la responsabilidad ante Dios de la caridad fraterna. Esa caridad se fundamenta en la confianza absoluta en ese Dios de amor, que no quiere que se pierda uno solo de sus hijos. Es la comprensión de que cuando se pide a Dios, la respuesta de amor y de misericordia nunca faltará, pues Dios nunca dejará de escuchar los ruegos de quien se acerca a Él confiado, sabiendo que su poder de amor siempre estará atento a las necesidades de felicidad de los hombres. Quien es justo nunca dejará de ser escuchado, máxime si pugna por mantener su fidelidad en un mundo que busca que todos nos alejemos cada vez más de Dios. Dios sale en nuestra ayuda y siempre procurará el mejor camino para llegar a la plenitud que desea que vivamos: "En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla. Se le acercó un escriba y le dijo: 'Maestro, te seguiré adonde vayas'. Jesús le respondió: 'Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza'. Otro, que era de los discípulo, le dijo: 'Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre'. Jesús le replicó: 'Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos'". Es la radicalidad del amor y de la delicadeza que se nos exige. Debemos sentirnos realmente responsables de los hermanos en la caridad. Lo hemos dicho, esa caridad no es simplemente el estar atentos a las necesidades de los hermanos, sino en considerar que esa necesidades no son las de ellos, sino que se convierten en las nuestras, pues misteriosamente nuestra vida de unidad nos las pone enfrente. Nadie es extraño a ellas, pues conformamos todos un solo Cuerpo en Jesús. Todo lo que afecta al otro, nos afecta a todos, pues al fin y al cabo somos todos una sola cosa en ese Cuerpo místico de Cristo, que es la razón última de la unidad, y que forma parte de nuestra esencia cristiana.