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domingo, 27 de junio de 2021

La necesidad del hermano es la necesidad de todos y somos sus intercesores

 30 | septiembre | 2014 | MISAL DIARIO

La nueva conciencia del cristiano, marcado por la novedad de vida que introduce Jesús con su entrega por amor a los hombres, en la muerte en cruz y en su resurrección, y que establece ese nuevo orden de vida y que pone el acento en el amor a Dios y los hermanos, introduce a la vez una conciencia más delicada en el establecimiento de las relaciones humanas. Pasa a ser el centro ya no una vida simplemente buena, a la que se tiene pleno derecho, pues Dios siempre quiere el bien del hombre, sino que hace que sea la caridad con el hermano, en una realidad de descentralización de sí mismos, para poner en el centro al otro. Es una caridad que apunta a tener al hermano en el primer lugar, llegando al extremo de reparar en sus necesidades, de modo que no se le tenga como una simple necesidad del otro, sino como una necesidad propia. Los avatares por los que pueda pasar un hermano, no son extrañas al seguidor de Cristo, sino que se convierten de esta manera en necesidad propia. No existe entonces su necesidad, sino que existe nuestra necesidad. Es un asumir desde la caridad, desde la solidaridad, que los problemas de los demás jamás deben ser extraños a los nuestros. Tan alta llega esta nueva realidad, que se traduce no solo en la asunción de la necesidad del otro, sino en considerar que es a nosotros a los que nos corresponde la acción para lograr su solución y que se traduce en algo que es muy delicado espiritualmente, como lo es la intercesión. Nos hacemos capaces de asumir nuestro papel de intercesor, asumiendo realmente, delante del Dios de la misericordia y del perdón, el Providente y el Sustentador, un papel que nos enaltece en el ejercicio de la caridad en favor del hermano.

Lo comprendió perfectamente Abraham cuando escuchó de las amenazas de Dios contra los pueblos pecadores de Sodoma y Gomorra, caídos en las mayores ignominias morales contra Dios y contra la pureza de corazón, desenfrenándose en el hedonismo y el regalo a los sentidos. Llama mucho la atención la intensidad con la que ejerce su papel de intercesor, para salir en defensa de los poquísimos inocentes que había en ese pueblo. Pareciera incluso un juego que se plantea. Abraham, insistente, no quiere que su pierda un solo justo. Y esa insistencia tiene su recompensa. Fueron poquísimos los que se salvaron, pero se salvaron porque él entendió que ese era su papel. Él era el padre de todas las naciones y tenía en sus manos, y lo había asumido así, tomar su papel de intercesor ante el Dios de amor, infinitamente misericordioso. Fue un empeño del amor: "Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: '¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?' El Señor contestó: 'Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos'". Y así siguió pidiendo al Señor misericordia y perdón, en el perfecto ejercicio de su papel de intercesor ante Dios de un pueblo fiel.

Esta condición de intercesor no es gratuita. Es fruto de asumir la responsabilidad ante Dios de la caridad fraterna. Esa caridad se fundamenta en la confianza absoluta en ese Dios de amor, que no quiere que se pierda uno solo de sus hijos. Es la comprensión de que cuando se pide a Dios, la respuesta de amor y de misericordia nunca faltará, pues Dios nunca dejará de escuchar los ruegos de quien se acerca a Él confiado, sabiendo que su poder de amor siempre estará atento a las necesidades de felicidad de los hombres. Quien es justo nunca dejará de ser escuchado, máxime si pugna por mantener su fidelidad en un mundo que busca que todos nos alejemos cada vez más de Dios. Dios sale en nuestra ayuda y siempre procurará el mejor camino para llegar a la plenitud que desea que vivamos: "En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla. Se le acercó un escriba y le dijo: 'Maestro, te seguiré adonde vayas'. Jesús le respondió: 'Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza'. Otro, que era de los discípulo, le dijo: 'Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre'. Jesús le replicó: 'Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos'". Es la radicalidad del amor y de la delicadeza que se nos exige. Debemos sentirnos realmente responsables de los hermanos en la caridad. Lo hemos dicho, esa caridad no es simplemente el estar atentos a las necesidades de los hermanos, sino en considerar que esa necesidades no son las de ellos, sino que se convierten en las nuestras, pues misteriosamente nuestra vida de unidad nos las pone enfrente. Nadie es extraño a ellas, pues conformamos todos un solo Cuerpo en Jesús. Todo lo que afecta al otro, nos afecta a todos, pues al fin y al cabo somos todos una sola cosa en ese Cuerpo místico de Cristo, que es la razón última de la unidad, y que forma parte de nuestra esencia cristiana.

lunes, 14 de junio de 2021

Estemos dispuestos siempre a vivir la sorpresa del amor

 Archidiócesis de Granada :: - "Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os  persiguen"

En la creciente exigencia de la vida en el amor de Dios, los hombres nos encontramos ante una dialéctica esencial. O asumimos la radicalidad que se nos exige, o nos quedamos como simples espectadores desde fuera. Al parecer, la respuesta común es esta segunda, pues en la experiencia de vida que conocemos en nuestro mundo que da demasiadas demostraciones de una indiferencia, de un inmanentismo extremo, en el que el centro se coloca en el egoísmo y la vanidad, no se perciben estos signos de radicalidad que se exigen al hombre renovado en el amor. No es extraño que esto suceda, por cuanto ciertamente la calidad que se pide es muy alta. Aparece el temor de no ser capaces de llegar a esa estratosfera del amor. Se considera que no se tiene la capacidad de llegar, y la sensación es la de asumir con frustración la propia imposibilidad. No se puede simplemente despreciar esta realidad, por cuanto es una experiencia real que se puede tener, a menos que se asuma que la respuesta no se puede dar si no se asume querer hacerla desde una condición vital distinta a la vivida ordinariamente. El camino es totalmente distinto al que se ha avanzado previamente. Ante esos retos tan fuertemente marcados en la diferencia de lo que somos, nuestra psicología se resiente y prácticamente construye un muro a nuestro alrededor que buscaría "protegernos" de experiencias nuevas que podrían dañarnos y dejarnos heridos. Es un proceso muy humano, y por lo tanto comprensible, de nuestra conducta. Sin embargo, se da el caso de que hay quienes se sienten ciertamente atraídos para asumir el reto. Cuando se da el paso de la conversión y de la renovación total, se eleva la mirada y se asume que se debe tomar un camino distinto para dar respuesta a la vivencia del amor que se ha recibido. Se asume que ese nuevo camino tiene nuevas rutas que deben ser transitadas. Que esa nueva vida no puede ser la misma de siempre. El espíritu se enriquece y entra la añoranza de lo mejor. Se ha entrado en la tónica profunda del amor.

La transformación sustancial comienza a abarcar todos los órdenes de la vida. Y al ser hombres que viven de la materia y del espíritu, ningún aspecto queda fuera. La fraternidad resalta incluso en la solidaridad material, y va más allá denotando la conversión personal. No se trata de un simple compartir los bienes, sino de compartir el ser total. La conversión del hombre no se reduce a lo tangible, aunque sí es este un signo sólido. Compartir bienes, sintiéndose responsable del bienestar del hermano, de modo que no tenga crueles faltas de bienes, inscritas en la consecuencia del egoísmo producido por el hedonismo a veces exacerbante, es un signo de fraternidad, de solidaridad, de caridad: "Les informamos, hermanos, de la gracia que Dios ha concedido a las Iglesias de Macedonia: en las pruebas y tribulaciones ha crecido su alegría, y su pobreza extrema se ha desbordado en tesoros de generosidad. Puesto que, según sus posibilidades, se lo aseguro, e incluso por encima de sus posibilidades, con toda espontaneidad nos pedían insistentemente la gracia de poder participar en la colecta a favor de los santos. Y, superando nuestras expectativas, se entregaron a sí mismos, primero al Señor y los demás a nosotros, conforme a la voluntad de Dios. En vista de eso, le pedimos a Tito que concluyera esta obra de caridad entre ustedes, ya que había sido él quien la había comenzado. Y lo mismo que ustedes sobresalen en todo - en fe, en la palabra, en conocimiento, en empeño y en el amor que les hemos comunicado - sobresalgan también en esta obra de caridad. No se lo digo como un mandato, sino que deseo comprobar, mediante el interés por los demás, la sinceridad de su amor. Pues conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza". Es el gesto de donación total, que surge espontáneo en quien al convertirse se comienza a sentir responsable de todos los demás, y se hace consciente de que no puede desentenderse de ellos. Sabe que vive para ellos y no los puede abandonar.

Es esta la clave de un mundo nuevo, de un mundo mejor. Mientras no se asuma esta necesidad de solidaridad, no solo como una cuestión sociológica, sino totalizante del ser, que abarque a todo el hombre, el mundo seguirá siendo cruel y agresivo con los más pobres y desvalidos. Los cristianos debemos sentir la llamada del amor, que nos compromete profundamente. La Iglesia no es una ONG que se encargue de procurar el bienestar material de todos. La realidad es que, aun dando lo mejor de nosotros, no podremos llegar a tantas necesidades. Pero sí debemos poner lo mejor. Elevando nuestro ser a lo que nos ha procurado el Señor con nuestra conversión, debemos apuntar no solo a dar, sino a darnos nosotros mismos. En lo material y en nuestro ser total. Vivir de amor, y hacer vivir de amor a los hermanos. Un gesto de cercanía y de cariño, una caricia oportuna, una manifestación de interés sin aspavientos. Maestra de esto fue Santa Teresa de Calcuta, que recogió la esencia de ese amor compartido. Parafraseando su criterio de amor y tratando de tomar el espíritu de lo que promulgaba, podríamos afirmar su criterio básico de amor a los desplazados del mundo: "No me interesa otra cosa sino que sepan que aun en el momento último de su vida hubo alguien que los amó. Que sepan que en su último momento, ese último suspiro lo dio junto a alguien que lo amó con amor auténtico". Es el culmen de la entrega al hermano. Se trata de sobrepasar el límite en el amor. No quedarse en la simpleza de lo ordinario, sino en el ir siempre más allá, hasta llegar a la sorpresa que sorprende a todos: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Ustedes han oído que se dijo: 'Amarás a tu prójimo' y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman solo a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto'". Ir más allá, pues el amor va siempre más allá. Hasta la sorpresa, hasta lo inesperado, hasta donde pensamos que no podemos avanzar más. Siempre podremos hacerlo, pues el amor no tiene límites, y cuando nos unimos a él, podremos llegar hasta más allá de lo natural. Lo hace posible el amor de Dios que es siempre sorprendente.

jueves, 4 de marzo de 2021

Alcancemos la bendición de Dios confiando en Él y sirviéndole en nuestros hermanos

 Bautizados en Mision: 26to. Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C TEXTO  BIBLICO: Lucas 16, 19-31

Maldecir se encuentra entre las cosas más desagradables y disonantes que podemos escuchar. "Decir mal" es reconocer que esa persona vive en la maldad, desprecia el bien, sirve al mal para perjudicar a los demás. Entre nuestro pueblo cae tan mal cuando se llama a alguien maldito, que se considera incluso pecado, y se hace solo en casos muy extremos en los que se considera que ya no queda otra opción para una maldad mayor. Maldecir a alguien es afirmar que esa persona ha caído en lo más bajo posible y que ya no hay opción para seguir rebajándose. En las Sagradas Escrituras se utiliza en varias ocasiones la expresión, cuando se refiere sobre todo a quien ha decidido seguir al mal y servir al pecado, en detrimento de la unión con Dios y de la experiencia de fraternidad. Sería maldito quien voluntariamente elige el mal como estilo de vida, quien se aleja de Dios y no lo reconoce como el autor de su vida, quien se aleja del amor a Dios y a los hermanos prefiriendo amarse y servirse a sí mismo en la errada conciencia de que su vida así será mejor, procurándose a sí mismo fraudulentamente los bienes que necesita para subsistir, en un autoengaño absurdo que lo hará encaminarse al abismo del dolor y de la tristeza. No es maldito por decreto, sino por decisión personal. Es una maldición que alcanza para sí mismo, al alejarse de la voluntad divina y de su amor, poniendo como base para el desarrollo de su vida su propio ser, confiando exclusivamente en sí mismo, en un egoísmo enfermizo que es su principal destrucción. La soberbia lo ha carcomido y ha cancelado en él todo resquicio de bondad. A menos que se convierta y se arrepienta de esta decisión que ha tomado, se encamina hacia su perdición para toda la eternidad.

El profeta Jeremías, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, siendo voz de Dios para el pueblo, lo pone sobre aviso acerca de lo que es la maldición y la bendición. El profeta coloca la maldición y la bendición en el orden de la confianza y de la entrega o no a Dios. Será maldito quien abandona a Dios y coloca su confianza en el hombre, en la criatura, en lo creado. Quien confía en sí mismo o en las cosas más que en Dios, creyendo que lo que ha surgido de las manos del Creador es más que el mismo Creador. El pecado no está en confiar en ello, pues al fin y al cabo Dios lo ha puesto en las manos de los hombres para que se sirvan de ello y para hacer su vida mejor. El pecado está en haberlos convertido en ídolos a quien servir, en vez de a Dios, dejando al autor de todo lo creado a un lado. La maldición se la atrae el mismo hombre cuando prefiere rebajar el objeto de su entrega a lo que ha surgido de Dios: "Esto dice el Señor: 'Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto. Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el corazón de los hombres para pagar a cada cual su conducta según el fruto de sus acciones'". En contraposición, la bendición será siempre para quien confía radicalmente en el Señor y ha puesto su vida en las manos del Creador, sabiendo que en el servicio a Él y en el cumplimiento de su voluntad está el camino para la auténtica promoción personal y para la verdadera fraternidad enriquecedora. Ser bendecidos o ser maldecidos está en las manos del mismo hombre. Dependerá de su elección sobre a quién servir y entregarse.

La meta para todos nosotros, la que quiere Dios para cada una de sus criaturas, es la de la bendición eterna. Es fundamental para lograr la bendición colocar la confianza exclusivamente en Dios y servirle a Él y a los hermanos. Está claro que será una bendición por la fe y por las obras. La fe nos hará entregarnos confiadamente en las manos de Aquel que solo quiere nuestro bien. Y las obras dirán a todos esa convicción que vivimos y será la demostración de que avanzamos por ese camino de la bendición. La parábola que relata Jesús del rico que banqueteaba a sus anchas y el pobre Lázaro que estaba en la puerta de su casa y solo pasaba hambre y necesidad, es un claro ejemplo de la maldición que había elegido el rico, viviendo solo para sí sin tener en cuenta la situación terrible del pobre que estaba a sus puertas. Suponemos que el pobre confiaba en Dios y esperaba la mano tendida de los que sí tenían. El resultado para ambos es diametralmente opuesto. Lázaro obtuvo la bendición eterna. El rico obtuvo la maldición eterna: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado". Está en nuestras manos obtener la bendición o la maldición. En nuestros tiempos tomar esta decisión es quizás más urgente. Nuestro mundo necesita con urgencia la acción de los bendecidos de Dios, de los que confían en Él y en su amor, de los que se saben hermanos de todos y están obligados a procurar bienes para ellos, siendo solidarios y caritativos con los más necesitados, como aquel pobre a las puertas de la casa del rico. ¡Cuántos hermanos hoy son como Lázaro, que están a las puertas de nuestras casas y necesitan con urgencia el auxilio de los que pueden! Alcancemos la bendición confiando en Dios y haciéndonos solidarios con los hermanos más necesitados de nuestro mundo.

viernes, 19 de febrero de 2021

El ayuno debe desembocar en la solidaridad con el necesitado

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Uno de los signos característicos del espíritu de penitencia, que se convierte además en indicación de la seriedad con la que se asume el avance por el camino de la conversión, es el ayuno. Ayunar es deslastrarse de aquellas cosas que son cargas pesadas para avanzar más fluidamente hacia la meta del encuentro con la felicidad plena que nos ofrece el Señor. A veces serán cosas, pensamientos y conductas que sabemos nos conducen a rutas diversas e incluso opuestas al encuentro con Dios. Otras, serán adherencias que hemos ido permitiendo en nuestro caminar y que son absolutamente prescindibles para nuestra propia vida. Y otras, finalmente, serán cosas que podemos llegar a considerar esenciales, pero que, al valorar por encima de lo nuestro lo que nos propone Dios, hacemos el esfuerzo por echarlas a un lado, seguramente no sin esfuerzo, para avanzar más ágiles a su encuentro. Jesús nos propone el ayuno como proceso de perfeccionamiento, en el cual damos muestras de la seriedad con la que asumimos favorablemente su invitación a ser suyos y a avanzar en el encuentro más profundo e íntimo con Dios. Pero Jesús, en esta invitación nos quiere hacer caer en la cuenta de la actitud que debe acompañar la acción. No se trata, sin duda, de un ejercicio exterior, en el cual queramos ser reconocidos, buscando que ese reconocimiento sea una especie de pago por el esfuerzo que se esté haciendo. El Señor quiere que el ayuno sea un signo de algo que está sucediendo muy en lo íntimo, en el corazón del hombre, convencido de la necesidad de un cambio radical de pensamientos y conductas. De nada vale un ayuno que no derrumbe el egoísmo, la vanidad, la falta de solidaridad. Un ayuno del que se saque provecho personal es lo más alejado del auténtico ayuno.

Desde el mismo principio, este sentido del ayuno estaba muy claro en lo que Dios exigía al pueblo. El ayuno debe lanzar a los hermanos. El fruto del ayuno es para los hermanos. Los beneficiarios principales del ayuno personal son los que están alrededor, más concretamente, los más necesitados. Debe ser un ayuno que entrañe y desemboque en la justicia, en la solidaridad con los hermanos, más específicamente con los más oprimidos, los desplazados de la sociedad, los que tienen hambre y sed y se sienten más desprotegidos: "Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: 'Aquí estoy'". El ayuno no es un acto individual, que se queda solo en la persona que lo hace. Tiene un profundo sentido sociológico, pues lanza inmediatamente a los hermanos. Quien hace ayuno y no se siente inmediatamente comprometido con el bien del hermano, está haciendo algo mal. La intención del Señor es que los hombres vivamos como hermanos, realmente comprometidos con el bienestar propio y con el bienestar de los hermanos. Si esto no sucede, no estamos entendiendo bien el sentido del ayuno. Además de los bienes materiales, tales como alimento, vestidos, techo, el ayuno nos invita a compartir lo más íntimo: la compasión, la misericordia, el perdón, el acompañamiento, la visita solidaria. El ayuno debe denotar el cambio radical que se da en el penitente, desde una actitud de individualismo y de indiferencia ante el hermano necesitado, hacia una actitud de amor, de solidaridad, de misericordia, de fraternidad. Elimina la mentalidad de "islas" que podamos tener.

Al estar convencidos de que un ayuno así nos eleva a nosotros mismos y nos hace encaminarnos hacia la meta de la felicidad plena a la que estamos todos llamados, nos confirmamos en que ese es el camino por el que nos invita Jesús a caminar. Es el camino por el cual encontraremos el verdadero sentido de la vida, por el que nos dirigimos a lo que Dios quiere de nosotros y que tendrá las mejores consecuencias para nosotros mismos, pues nos lleva directo a recibir aquella plenitud añorada que nunca se acabará. Por ello, el sentido del gozo se hace presente. Quien hace el ayuno en esa actitud siente satisfacción de lo que está haciendo, pues se sabe en la presencia de Dios que lo está convocando. No será, sin duda, un camino de pétalos de rosas, sino que estará plagado de cardos y espinos, por cuanto el mal se retorcerá para no permitir que se le alejen sus adeptos. En el ayuno asumido se presentarán contradicciones, persecuciones, burlas, incomprensiones, rechazos. Podrá haber incluso violencia. Pero la sensación de compensación total dará sentido a lo que se viva. Por eso, la alegría de vivir con buen espíritu la conversión por la que se está avanzado, llenará de una sensación de plenitud esa vivencia. Lo experimentaron los apóstoles, justificados incluso por Jesús: "En aquel tiempo, los discípulos de Juan se le acercan a Jesús, preguntándole: '¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?' Jesús les dijo: '¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán". El gozo de saberse haciendo lo que Dios quiere desplaza cualquier posibilidad de dejarse aplastar por el dolor o el sufrimiento. Saberse de Jesús, avanzar en la conversión, sentirse unido a los hermanos más necesitados, compensa con mucho cualquier carga negativa.

martes, 5 de noviembre de 2019

Dios y mis hermanos, primero. Yo, después

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Los hombres hemos sido creados seres sociales. La misma expresión que utiliza Dios al crearnos denota pluralidad: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Ciertamente puede entenderse como un plural de majestad, pero sin duda es, también, un plural de debate entre las tres divinas personas creadoras. De este modo, entendemos que parte esencial de esa imagen y semejanza de sí mismo con la cual Dios nos ha creado es la pluralidad de personas. Somos seres comunitarios desde nuestro origen. Por eso Dios desde el mismo principio estableció: "No es bueno que el hombre esté solo". La soledad no es la marca de la humanidad. Lo es la pluralidad, lo comunitario, lo social. Incluso en la convivencia con los otros seres de la creación destaca esta cualidad esencial, por cuanto todos ellos se suman para hacer mejor esa convivencia entre los hombres. Todos son ayuda para esa vida social, aunque esencialmente la "ayuda adecuada" proviene principalmente de los otros que son como él, los otros hombres. Esta vida comunitaria no es simplemente la capacidad de estar junto a los otros, como una amalgama sin compromiso espiritual, sino que es la capacidad de convivir con el otro. Es la capacidad que tiene el mismo Dios, del cual somos imagen y semejanza, de vivir la misma vida, de estar intrínsecamente unidos, de hacer de la vida del otro algo que es parte de mi propia vida. No se trata de "estar junto al otro", sino de "vivir con el otro", haciéndome interpelar por todo lo que el hermano pueda vivir. Así como Dios vive la intimidad de su vida trinitaria sondeado por el amor mutuo que es, incluso, una de las tres divinas personas, así mismo la vida comunitaria esencial de la humanidad debe estar sondeada por ese amor como capacidad puesta por Dios en el hombre, que serviría como amalgama que aglutina, acerca y une íntimamente.

La clave de la comprensión de esta vida de comunidad está en el servicio mutuo. Somos servidores unos de los otros, pues Dios quiere que nos hagamos responsables de la felicidad del hermano. El amor que representa el mejor reflejo del amor divino es el amor oblativo, el amor de donación, el amor benevolente. Es el amor que entiende que la propia vida está al servicio de la felicidad y del bien del otro. No es el aprovecharse del otro, sino el procurar para el otro, siempre y en todo momento y por encima de todo, su bien y su felicidad. "Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros", escribía San Pablo a los romanos. Esa vida comunitaria esencial con la cual hemos sido creados, para Pablo llegó a elevarse al máximo cuando contemplaba el misterio de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Somos una misma cosa todos, reunidos en el cuerpo de Jesús que es la Iglesia. El aditivo principal es el amor: "Que la caridad entre ustedes no sea una farsa; aborrezcan lo malo y apéguense a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo". Se trata de vivir la empatía en el máximo grado, al punto que los sentimientos del otro sean los propios: "Bendigan a los que los persiguen; bendigan, sí, no maldigan. Con los que ríen, estén alegres; con los que lloran, lloren. Tengan igualdad de trato unos con otros: no tengan grandes pretensiones, sino pónganse al nivel de la gente humilde." La vida del cristiano es vida de amor mutuo. Es necesario desterrar del propio espíritu los sentimientos que apuntan a uno mismo: egoísmo, rencor, venganza, vanidad, aprovechamiento.

Este sello comunitario en el cual se abandona toda pretensión personal, toda búsqueda egoísta de privilegios, toda persecución de prerrogativas, es el que pide Jesús a sus discípulos. Quien abandona toda tendencia al narcisismo se hace digno de ser invitado al banquete celestial. Olvidarse de sí mismo y colocar por encima al hermano es la actitud deseada para quien quiere ser verdadero discípulo de Cristo. Por eso, el que antepone sus intereses personales no sirve para ser discípulo de Jesús: "Ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: 'He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor.' Otro dijo: 'Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir'... Les digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete." El primer lugar en el corazón del discípulo lo ocupan Dios y los hermanos. No él mismo. Su esencia comunitaria y el amor que viene de Dios y que es el tesoro con el cual Dios mismo lo ha enriquecido son los que deben dar la pauta. Quien sirve a Dios y a los hermanos desde el amor de donación, consciente de su ser comunitario, es el que se sentará a la mesa del banquete del reino eterno. Y será su triunfo definitivo para la vida eterna de felicidad y de amor al que está llamado cada uno.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Amar es dejar que Dios ame desde mí

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Ser caritativo es conectarse esencialmente con Dios. Él es la fuente de todo amor, pues Él es amor. "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros." La esencia de Dios es el amor, y al crearnos, ha colocado esa esencia también en nosotros. Nos ha hecho capaces de amar. De amarlo a Él y de amarnos entre nosotros. De alguna manera, cuando nos pone como mandamiento el amor a Él y a los hermanos, no está haciendo otra cosa que invitarnos a dejar expresarse desde nosotros lo que Él mismo nos ha regalado. Amar debería ser, en efecto, un movimiento natural en nosotros, de manera que no amar sería hacer violencia contra nuestra propia naturaleza, surgida del amor de Dios y creada naturalmente para amar. Por eso, ir contra el amor es herir nuestra condición humana. Quien no ama, no solo no conoce a Dios, sino que destruye su naturaleza humana, es decir, atenta contra su ser hombre. San Pablo afirma que los dones con los cuales Dios nos ha enriquecido, nunca dejarán de ser nuestros: "Los dones y la llamada de Dios son irrevocables." Quiere decir que, a menos que nosotros mismos la anulemos, nuestra capacidad de amar estará siempre activa en cada uno.

Y no solo se trata de que tengamos la capacidad de amar como regalo que Él mismo nos da desde su esencia más profunda, sino que nos ha dado la capacidad de hacerlo como lo hace Él. Su amor es infinito, sin medida, eterno y desinteresado. Su único interés es dejarnos ese tesoro, hacérnoslo sentir totalmente. Su compensación por amar es solo sentirse satisfecho por dejar que su naturaleza se exprese plenamente. No hay en Dios otro interés ni otra finalidad sino simplemente amar. Dejar que su amor salga de sí y se instale en el amado. "¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén." Es la expresión maravillada de San Pablo al contemplar la inmensa generosidad de Dios, que no hace otra cosa sino simplemente dejar que su amor haga explosión en la creación. Dios no solo ama, sino que ama absolutamente. Y no solo nos da su capacidad de amar, sino que nos hace capaces de amar absolutamente como lo hace Él.

Por eso, la invitación de Jesús al fariseo y a los que lo oyen es a responder a la expectativa divina. Dios nos lo ha dado todo por amor. No tiene ningún otro interés sino solo amar y darlo todo por amor. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna". Dios está dispuesto a poner a la disposición del amor lo más preciado para Él, con tal de darnos todo. No escatimó ningún esfuerzo, ningún sacrificio, para convencernos de su amor, que pugna por tenernos a su lado. Somos sus criaturas predilectas, por lo cuales hará lo que sea necesario para no perdernos. Ese mismo amor, que no espera nada más sino la satisfacción de amar, es el que nos pide a nosotros: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos." La recompensa, en efecto, será el saber que estamos dejando que nuestra naturaleza se exprese libremente. Que no estamos violentándola para que no salga el amor esencial que tenemos como don divino desde el primer momento de nuestra existencia. Es la recompensa de la vida eterna, en la que recibiremos la suma eterna del amor que resulte de lo que nosotros hemos dado. Dar algo es asegurar todo como recompensa, pues Dios es infinitamente generoso. Da el ciento por uno, exageradamente. Es la medida rebosante que nos espera. Amar al prójimo es, en cierto modo, dejar que Dios lo ame desde mi corazón. Es su amor el que habita en mí. Es sencillo, entonces. Amar es dar rienda suelta a mi naturaleza, dejar que Dios salga de mí hacia mi hermano.