Contemplar nuestra historia de salvación, desde el principio, constatando cómo Dios mismo se convierte en el artista más delicado y amoroso con su obra, nos hace confirmarnos en que todo lo que va bellamente escribiendo el Creador solo busca un objetivo: cortejar al hombre, la criatura por la que se embarcó en esta aventura creadora, a la que ha hecho existir solo por su amor de expansión, en la búsqueda de que fuera solo suyo y poder derramar sobre él todo el bienestar y la felicidad que cupiera, que será siempre mucho más de lo inimaginable, pues proviene de la fuente inagotable de vida y de gozo que es Él mismo. En Dios no se pueden buscar nunca remilgos. Jamás encontraremos un arrepentimiento de haber sido el más generoso. Incluso cuando pudo haber pensado, con dolor, que el hombre en algún momento debía desaparecer por su infidelidad y su traición al amor, a pesar de las innumerables muestras del favor de Dios, o por sí mismo, o por aquellos que intercedía en favor de sus hermanos, cambiaba de parecer y daba paso a su misericordia y a su perdón. Siempre da una nueva oportunidad para el arrepentimiento y la conversión. Es este el primer paso para la serenidad de espíritu en el hombre. No hay como estar seguros de que existe un Dios que ama profundamente, que está siempre dispuesto al perdón, para Él no hay otro valor que el de la vida feliz de su criatura. En efecto, en esa historia de amor que Dios está siempre empeñado a escribir, nos encontramos con personajes que han tenido una luminosidad clarísima al respecto. Y por haberlo asumido con la radicalidad y pureza de espíritu requerida, no solo estuvieron convencidos de ello, sino que lo vivieron en grado extremo. San Pedro es el primero de ellos, experimentando las maravillas del poder de Dios sobre él: "Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió: 'Ponte el cinturón y las sandalias'. Así lo hizo, y el ángel le dijo: 'Envuélvete en el manto y sígueme'. Salió y lo seguía, sin acabar de creerse que era realidad lo que hacía el ángel, pues se figuraba que estaba viendo una visión. Después de atravesar la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la ciudad, que se abrió solo ante ellos. Salieron y anduvieron una calle y de pronto se marchó el ángel. Pedro volvió en sí y dijo: 'Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de toda la expectación del pueblo de los judíos'". Esta experiencia mística de liberación de Pedro de las cadenas que lo ataban, fue la prueba fehaciente de que su entrega, su disposición al sacrificio, su deseo de fidelidad intachable al Dios que lo había elegido, estaba por encima de todo para sentir el gozo de su compañía. No fueron suficientes los contratiempos con los que se topaba. Esos estaban allí, y seguirían siempre allí. El mérito, en todo caso era el de fidelidad. Solo al Señor había que dar la gloria.
En la misma línea destaca el otro gran apóstol de aquella Iglesia que nacía. En este sentido sus vidas son casi un calco una de la otra. La fidelidad extrema con la que asumió San Pablo su conversión en el Camino de Damasco representó para él una de las experiencias de transformación más dramáticas de la historia de la salvación. De perseguidor obcecado a los pertenecientes a la nueva 'secta' de los cristianos, arrestándolos para facilitar incluso su muerte. El Señor tenía la mira muy buen puesta sobre él. A Pedro lo había elegido para anunciar la salvación a los seguidores provenientes del judaísmo. A Pablo lo elige para asignarle una tarea mucho más amplia: el anuncio del amor de Jesús que se derramaba sobre todo aquel que viniera de la gentilidad, no del judaísmo, lo que ampliaba inmensamente el abanico de la salvación. Consciente de que esa tarea era ingente, la asume, atendiendo a su vez con todas las consecuencias. Este nuevo camino representaba el abandono de una vida anterior que lo llamaba a cosas muy distintas. Era una novedad absoluta en la que se sumía, llamado no a hacerse la ilusión de que las cosas materialmente fueran mejor. Le esperaban en el camino sufrimientos, dolores, persecuciones, azotes, burlas, e incluso la muerte. Y él lo sabía. Pero en atención a su elección, lo asumía con gravedad, e incluso con alegría, pues sabía que ese era el camino de su propia plenitud y la de los hermanos a los que era enviado. Eso bastaba: "Querido hermano: Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén". Ciertamente, es enternecedora esta conciencia serena y pacífica que ha adquirido, solo motivada por su amor a Dios y a los hermanos a los que ha entregado toda su vida. De nuevo, se constata esta conciencia apostólica de postergarse a sí mismo, con tal de que brille siempre el amor de Dios. Era la seguridad de ellos, y no requerían nada más.
En ambos apóstoles, los personajes descollantes de la historia de la Iglesia que nacía, nos encontramos el modelo ideal que debemos asumir todos los cristianos. Seguramente nunca llegaremos a este grado supremo de convicción y de entrega. Pero no por ello debemos dejar de pugnar por avanzar en ese camino. No podemos pensar que por hacerlo obtendremos algún beneficio personal o egoísta. Quizás sea más bien lo contrario. En el camino de la fidelidad los escollos están allí. Los que cambiamos somos nosotros. No es el mundo el que cambiará en su empeño por oponernos a Dios. El nuestro debe seguir siendo el de convertir a ese mundo para que mire más a Dios, para que valore lo que Dios ha hecho, para que se entregue también a ese amor misericordioso y poderoso del Señor. Esa debe ser nuestra tarea, en el entendido que hemos comprendido el requerimiento del amor, y que lo hemos puesto por encima de nuestra propia vida, pues es mucho más valioso de lo que poseemos. Al elegir a Pedro como el jefe del grupo de los apóstoles, y consecuentemente, de la Iglesia que está fundando como instrumento de salvación para todos los hombres, está poniendo a un hombre débil, pescador, pudiéramos decir ignorante de las cosas de la fe, pero que fue capaz de identificar la esencia pura del Hijo de Dios, el esperado de las naciones, por el cual suspiró toda su historia el pueblo de Israel, el elegido, por lo cual en esa convicción profunda Jesús se 'arriesgó'. Miró más al hombre de fe, que había sucumbido ante la verdad más luminosa de la historia, para encargarlo de la tarea más majestuosa: la salvación del hombre y del mundo: "En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: '¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?' Ellos contestaron: 'Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas'. Él les preguntó: 'Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?' Simón Pedro tomó la palabra y dijo: 'Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo'. Jesús le respondió: '¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos'". Su elección sobre Pedro, refrendada en este momento de gloria eclesial, y el envío de Pablo a los gentiles, inauguran el nuevo orden establecido por Jesús para la Iglesia. El ejemplo de entrega de ambos, son el modelo de entrega para todos los cristianos. Es el mismo caminar que debemos asumir. Ese nuevo orden nos dice que ya no somos los mismos. Que somos hombres nuevos en las manos de Dios. Es ese el mejor lugar en el que nos podemos colocar, pues en ningún otro podremos encontrar nuestro alivio, nuestro sosiego, nuestro descanso. Debe ser nuestro futuro, pues es el regalo de amor que nos tiene reservado nuestro Dios de amor para toda la eternidad.
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