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domingo, 27 de junio de 2021

La necesidad del hermano es la necesidad de todos y somos sus intercesores

 30 | septiembre | 2014 | MISAL DIARIO

La nueva conciencia del cristiano, marcado por la novedad de vida que introduce Jesús con su entrega por amor a los hombres, en la muerte en cruz y en su resurrección, y que establece ese nuevo orden de vida y que pone el acento en el amor a Dios y los hermanos, introduce a la vez una conciencia más delicada en el establecimiento de las relaciones humanas. Pasa a ser el centro ya no una vida simplemente buena, a la que se tiene pleno derecho, pues Dios siempre quiere el bien del hombre, sino que hace que sea la caridad con el hermano, en una realidad de descentralización de sí mismos, para poner en el centro al otro. Es una caridad que apunta a tener al hermano en el primer lugar, llegando al extremo de reparar en sus necesidades, de modo que no se le tenga como una simple necesidad del otro, sino como una necesidad propia. Los avatares por los que pueda pasar un hermano, no son extrañas al seguidor de Cristo, sino que se convierten de esta manera en necesidad propia. No existe entonces su necesidad, sino que existe nuestra necesidad. Es un asumir desde la caridad, desde la solidaridad, que los problemas de los demás jamás deben ser extraños a los nuestros. Tan alta llega esta nueva realidad, que se traduce no solo en la asunción de la necesidad del otro, sino en considerar que es a nosotros a los que nos corresponde la acción para lograr su solución y que se traduce en algo que es muy delicado espiritualmente, como lo es la intercesión. Nos hacemos capaces de asumir nuestro papel de intercesor, asumiendo realmente, delante del Dios de la misericordia y del perdón, el Providente y el Sustentador, un papel que nos enaltece en el ejercicio de la caridad en favor del hermano.

Lo comprendió perfectamente Abraham cuando escuchó de las amenazas de Dios contra los pueblos pecadores de Sodoma y Gomorra, caídos en las mayores ignominias morales contra Dios y contra la pureza de corazón, desenfrenándose en el hedonismo y el regalo a los sentidos. Llama mucho la atención la intensidad con la que ejerce su papel de intercesor, para salir en defensa de los poquísimos inocentes que había en ese pueblo. Pareciera incluso un juego que se plantea. Abraham, insistente, no quiere que su pierda un solo justo. Y esa insistencia tiene su recompensa. Fueron poquísimos los que se salvaron, pero se salvaron porque él entendió que ese era su papel. Él era el padre de todas las naciones y tenía en sus manos, y lo había asumido así, tomar su papel de intercesor ante el Dios de amor, infinitamente misericordioso. Fue un empeño del amor: "Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: '¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?' El Señor contestó: 'Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos'". Y así siguió pidiendo al Señor misericordia y perdón, en el perfecto ejercicio de su papel de intercesor ante Dios de un pueblo fiel.

Esta condición de intercesor no es gratuita. Es fruto de asumir la responsabilidad ante Dios de la caridad fraterna. Esa caridad se fundamenta en la confianza absoluta en ese Dios de amor, que no quiere que se pierda uno solo de sus hijos. Es la comprensión de que cuando se pide a Dios, la respuesta de amor y de misericordia nunca faltará, pues Dios nunca dejará de escuchar los ruegos de quien se acerca a Él confiado, sabiendo que su poder de amor siempre estará atento a las necesidades de felicidad de los hombres. Quien es justo nunca dejará de ser escuchado, máxime si pugna por mantener su fidelidad en un mundo que busca que todos nos alejemos cada vez más de Dios. Dios sale en nuestra ayuda y siempre procurará el mejor camino para llegar a la plenitud que desea que vivamos: "En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla. Se le acercó un escriba y le dijo: 'Maestro, te seguiré adonde vayas'. Jesús le respondió: 'Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza'. Otro, que era de los discípulo, le dijo: 'Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre'. Jesús le replicó: 'Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos'". Es la radicalidad del amor y de la delicadeza que se nos exige. Debemos sentirnos realmente responsables de los hermanos en la caridad. Lo hemos dicho, esa caridad no es simplemente el estar atentos a las necesidades de los hermanos, sino en considerar que esa necesidades no son las de ellos, sino que se convierten en las nuestras, pues misteriosamente nuestra vida de unidad nos las pone enfrente. Nadie es extraño a ellas, pues conformamos todos un solo Cuerpo en Jesús. Todo lo que afecta al otro, nos afecta a todos, pues al fin y al cabo somos todos una sola cosa en ese Cuerpo místico de Cristo, que es la razón última de la unidad, y que forma parte de nuestra esencia cristiana.

sábado, 17 de abril de 2021

Dios nunca nos deja solos al enviarnos al mundo a anunciar la Buena Nueva

 Sabores de Dios: Ánimo. Soy yo. No temáis

Los cristianos somos los hombres de la fe, de la confianza, de la certeza. No somos los hombres del miedo o del temor. Al haber sido convocados a la vida, al haber sido elegidos por Jesús, al haber sido enviados al mundo para anunciar la mejor noticia que podía recibir la humanidad, hemos sido también enriquecidos con la fuerza del Espíritu Santo, que es nuestro fundamento y nuestra fortaleza. Cuando nos hacemos conscientes de estas capacidades que nos regala el Señor para que podamos cumplir nuestra tarea en el mundo, debería hacerse imposible que los obstáculos que se empeña el mal en poner en nuestro camino nos puedan detener o intimidar. No hay jamás fuerza superior a la del amor y a la del bien. Así como Jesús no fue vencido, ni siquiera muriendo en la Cruz, tampoco ningún cristiano podrá ser vencido, pues tiene la misma vida de Jesús, su poder y su amor. La convicción de estar en las manos de Dios, de que la promesa de Jesús se cumple, al igual que se cumplen todas las que hace -"Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"-, la de la victoria segura del amor y del bien, igualmente se cumplirá. Nos falta barruntar en nuestro corazón y en nuestro espíritu esta convicción, que es la que sustentará sólidamente nuestra fortaleza interior para emprender con entusiasmo y convicción la misión de hacer llegar el amor de Dios a todos los hombres. Ninguna excusa podrá servir para dejar de hacer lo que tenemos que hacer. No podemos confundir el bienestar material, la ausencia de conflictos, los buenos sentimientos hacia nosotros, con el estar cumpliendo correctamente con nuestra tarea. El vivir holgadamente, tanto material como emocionalmente, no necesariamente significa que se estén haciendo bien las cosas. Muchas veces eso será, por el contrario, signo de que hemos huido de nuestro compromiso, de que nos ha ganado el mal, pues el ser neutral de ninguna manera es lo deseable en el hombre de fe. Quien no se opone decididamente al mal, se ha hecho su cómplice. Para el cristiano la felicidad no se sustenta en la ausencia de problemas, sino en ser dócil a lo que quiere el Señor de él. El que surjan conflictos, enfrentamientos, persecuciones, lejos de entristecerlo o de atemorizarlo, debe ser el acicate para seguir adelante en el cumplimiento de la tarea, pues significa que se está haciendo lo correcto contra el mal y éste está reaccionando. Más aún cuando se tiene la certeza de que en esa ruta jamás se está solo, sino que se tiene el acompañamiento cierto de quien es la fuente del bien.

De alguna manera esta certeza la quiere transmitir siempre Jesús a sus seguidores. Él va con cada uno de ellos, y quiere que sientan el consuelo de su amor y de su poder en cada instante de su misión. No es que Jesús prometa la ausencia de desavenencias o de conflictos. Lo que promete es que en medio de ellos, Él estará siempre presente fortaleciendo, consolando y animando. Las tormentas estarán siempre presentes en el camino, pero Jesús irá también junto al discípulo, sosteniendo y llenando de esperanza, calmando tempestades, curando heridas y fortaleciendo ánimos. De no ser así, sería imposible avanzar en la evangelización que Él encomiendo a los suyos: "Al oscurecer, los discípulos de Jesús bajaron al mar, embarcaron y empezaron la travesía hacia Cafarnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado; soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando. Habían remado unos veinticinco o o treinta estadios, cuando vieron a Jesús que se acercaba a la barca, caminando sobre el mar, y se asustaron. Pero él les dijo: 'Soy yo, no teman'. Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban". Muchas veces podrá ganarnos la idea de que vamos solos, de que el Señor nos ha abandonado, de que no nos escucha. Nos preguntaremos cuándo se cumplirá todo lo que el Señor nos ha prometido, cuándo se dará la gran victoria del bien, cuándo el mal será definitivamente derrotado, por qué el Señor no actúa directamente y se hace presente para apoyar esa lucha de manera portentosa, por qué no hace nada para hacer que el bien triunfe definitivamente. Añoramos ver la mano de Dios que arrasa a los malos. Para sentir la paz interior y no dejarnos ganar por estas incertidumbres, debemos cambiar el foco. Debemos no querer ver lo que no hace Dios, sino abrir los ojos del espíritu para poder ver siempre lo que hace y darnos cuenta de todo lo que trabaja en favor de cada uno, fortaleciéndonos y confiando en nosotros, poniendo en nuestras manos la tarea que pedimos que Él realice. Debemos mirarnos hacia dentro para percibir siempre la obra del Señor en nosotros y la confianza que nos ha tenido al encomendar a nuestro cuidado a cada hombre y al mundo.

De esa manera actuó la Iglesia que nacía. Aun cuando los seguidores de Jesús vivían el ideal comunitario, no dejaban de estar presentes en medio de ellos conflictos y necesidades. Los conversos de origen griego empezaron a sentir que los suyos no eran tan bien atendidos como los que venían del judaísmo, por eso se dirigen a poner el reclamo ante los apóstoles, quienes en uso de su autoridad toman la decisión: "En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas. Los Doce convocando a la asamblea de los discípulos, dijeron: 'No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, escojan a siete de ustedes, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra'". En aquella Iglesia que nacía era necesario ir creando estructuras. Era no solo una realidad espiritual, sino una comunidad formada por hombres que necesitaba tener un ordenamiento mínimo. Había que salirle al paso a los posibles conflictos para minimizarlos y resolverlos. Y era esa la manera en la que actuaba Dios en su Iglesia. Él había confiado a los suyos la tarea y esperaba que ellos cumplieran bien con ella. Así será siempre. La Iglesia, fundada por Jesús y encargada de una tarea muy específica en el mundo -"Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda la creación"-, es el instrumento que ha establecido Dios para actuar. Él podrá hacerlo directamente cuando lo desee, pues sigue siendo el Dios todopoderoso, pero ha establecido que el camino normal de su actuación sea a través de su Iglesia. Si no hay más bien en el mundo, si el mal sigue obteniendo victorias, si no percibimos la acción de Dios en favor de los buenos y en contra de los malos, muy probablemente sea porque sus discípulos no hacemos lo que nos corresponde y hemos abdicado de nuestra responsabilidad. El Señor nos dice que no tengamos miedo de actuar. Él va con nosotros siempre. No podemos dejar a un lado nuestra tarea.

sábado, 27 de febrero de 2021

Tenemos un pacto de amor con Dios

 Sed perfectos como vuestro Padre celestial - ReL

Un pacto siempre tiene dos partes. Ambas, después de ver las condiciones del arreglo, se ponen de acuerdo y formulan un compromiso mutuo de cumplimiento en el que se hacen responsables de cumplir lo suyo, de modo que no se presenten inconvenientes, malos entendidos, incumplimientos, o incluso traiciones del acuerdo de parte de uno de los dos. Se asume siempre la seriedad del otro al asumir el compromiso. Dentro de las mismas indicaciones del acuerdo están contempladas las sanciones que debe sufrir la parte que incumpla. En las Sagradas Escrituras es frecuente encontrarse con los pactos que propone Dios a su pueblo. Bíblicamente las conocemos como Alianzas. Dios hace alianzas con su pueblo, en las que Él se compromete a seguir siendo el Dios poderoso y amoroso que guarda a su pueblo, que lo sigue conduciendo amorosamente, que le sigue proveyendo de todos los beneficios, que sigue guiándolo por el camino de la fraternidad y dándoles las herramientas que necesitará para hacerse cada vez más solidario. Es muy interesante que el término Alianza es el mismo que se utiliza para nombrar a la realidad matrimonial, con lo cual podemos colegir que las Alianzas que Dios hace con su pueblo entran en el orden de los compromisos de bodas. Él será el esposo que acoge con su amor esponsal a su pueblo, el cual sería la esposa que asume la relación para lograr una unidad indisoluble con Dios, su esposo. Está claro que la Alianza es entonces un compromiso de crecimiento que se asume con la seriedad de quien se sabe beneficiario principal pues recibirá todos los dones como el tesoro que lo enriquece grandemente. Las exigencias son las naturales, pues se trata de que la vida siga su curso natural, desde la intención que tuvo el mismo Dios al crearlo todo. Y en el discernimiento de lo que representa cada Alianza y sus exigencias, podemos percibir una inmensa ventaja para el pueblo, pues Dios, en su inmutabilidad, nunca cambiará los términos de su compromiso, por lo cual es absolutamente confiable. En todo caso, es el pueblo, la otra parte del pacto, el que pondrá siempre su rebeldía ante las exigencias y será capaz de traicionar a Dios.

Aún así, pese a que el pecado del pueblo y su alejamiento de Dios son una traición evidente a la Alianza acordada, lo cual acarrea el castigo y el escarmiento, Dios tiende de nuevo su mano al traidor procurando atraerlo de nuevo. Los dones de Dios son irreversibles. Nunca dejará de derramarlos sobre su pueblo. Es su parte del pacto y nunca dejará de cumplirla. Así como es eterno su amor por la humanidad y por todo lo creado, así mismo es eterno su compromiso de amor y de salvación por el hombre. Lo quiere con Él y lo quiere eternamente feliz a su lado. La meta que Dios ha diseñado para el hombre es la vida en Él, en la que se viva para toda la eternidad el amor y la felicidad, la filiación gozosa y la fraternidad indestructible. En la esencia de Dios están el amor, la misericordia y el perdón, por lo cual estos forman parte esencial del pacto. Él será siempre misericordioso, pues no puede negarse a sí mismo. Y ese pueblo, aún siendo infiel, si llega a arrepentirse del mal que ha realizado, no podrá nunca dudar de ser recibido de nuevo como un hijo de Dios en plenitud: "Moisés habló al pueblo, diciendo: 'Hoy el Señor, tu Dios, te manda que cumplas estos mandatos y decretos. Acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma. Hoy has elegido al Señor para que Él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos sus preceptos. Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y serás el pueblo santo del Señor, tu Dios, como prometió'".

Es parte constitutiva del pacto la fraternidad humana. Así como se debe dar esencialmente el reconocimiento de Dios como el único Dios, como ese Padre amoroso del que ha surgido todo, como Aquel que es fuente de todos los beneficios que podemos recibir, como Aquel que nos conoce mejor de lo que podemos conocernos nosotros mismos, como el que sabe qué es lo que necesitamos aun antes de que se lo pidamos, como Aquel que nos indica el camino para nuestra auténtica elevación, también se debe hacer el reconocimiento de que no nos ha hecho seres individuales, islas, que vivan en el egoísmo y en la sola  preocupación de las cosas propias. El Señor nos ha creado en fraternidad, por lo cual dentro del pacto se encuentra la asunción comprometida de la lucha por profundizar en la unidad, en el amor mutuo, en la caridad y la solidaridad en favor de los más necesitados. Un pacto con Dios contempla siempre asumir la condición comunitaria, pues debe tocar a la esencia de lo que es cada uno. Y desde nuestro origen, la condición comunitaria es parte de nuestra esencia. Si queremos ser verdaderamente hombres, hijos de Dios, debemos ser comunitarios y sentirnos profundamente enlazados con nuestros hermanos y con sus necesidades, e incluso con los que nos son menos afectos, al mismo estilo de Dios, que no rechaza a nadie. La exigencia es máxima, pues apunta a la mismísima perfección de Dios. La medida es muy alta. Se trata de que hagamos nuestro mejor esfuerzo para apuntar cada vez más alto. Así nos lo enseña Jesús: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Ustedes han oído que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo'. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto'". Apuntar a la perfección, como es perfecto el Padre celestial. Su perfección es el amor. Es hacia eso que debemos tender todos, hacia el amor, y debemos entender que es parte esencial del pacto que hemos hecho con nuestro Padre.

domingo, 29 de noviembre de 2020

La felicidad final y plena que vamos construyendo

 Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos - ReL

En el camino hacia nuestra plenitud final es necesario que en cada hombre y mujer, consciente y habiendo asumido la propia realidad de una vida que surge amorosamente del Dios eterno y poderoso, en la cual, además se da la recepción de la ingente cantidad de beneficios que nos son don donados, se dé una claridad luminosa que nos ponga en contraste con lo que podríamos asumir erradamente si llegara a faltar esta conciencia extra a asumir. Teniendo claro el origen de cada hombre, del mundo y de la historia, quien se haga verdaderamente propietario de pensamientos superiores, logrará que el desarrollo de la propia vida adquiera un viso más elevado. En primer lugar, se debe asumir que en el origen de todo está el amor y el poder de Dios. Esto, en general, es bastante bien asumido, aunque evidentemente siempre surgirán las voces discordantes que se opongan a esta a veces contundente realidad. Y aún así, en un momento crucial de la vida de muchos, así nos lo demuestra la vida de tantos, necesitan sucumbir a una verdad a la que se negaban por simple intelectualismo o conveniencia personal. La vida, al final, nos pone ante la disyuntiva de su propia existencia e incluso de su misma razón de ser. Para todo hombre el absurdo mayor es el absurdo de la vida que no tiene una perspectiva superior y que no apunta a algo grandioso, como es la natural expectativa para el que la vive y el que espera de ella una cierta apoteosis final. Con el desconocimiento lógico sobre qué será aquello que sucederá, surge siempre una esperanza que, aunque incluso no sea motivada por la fe, sí llena de una sensación de serenidad, pues se concluye que la vida no es un absurdo que termina en la nada. Algo existe al final que llena de una bella expectativa. Y es este el segundo detalle. El hombre ha sido donado no solo de esa vida y de ese amor, sino que ha sido hecho responsable de sí mismo. Existe la tentación de dejar toda la responsabilidad en las manos de Dios, que así sería el único que debería actuar para seguir adelante como el Señor único de la historia. Para muchos esa sería la solución de todos los problemas de la humanidad: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre desde siempre es 'nuestro Libertador'. ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas". Dios por supuesto, podría hacerlo. Nada se lo impide. Pero en aquella decisión inicial y que mantiene y mantendrá hasta el fin, no quiere hacerlo solo: "Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano". Confiando en nosotros, se mantiene a nuestro lado, pero mantiene también su deseo de que actuemos como sus socios.

Esa profunda convicción personal, fundada en el amor y la confianza en Dios será la que logrará que el desarrollo de la vida tenga un viso diverso al del solo dolor o del sufrimiento. No es algo mágico que podríamos esperar. Dios es el Dios del amor y de la providencia, no de la magia. Y no lo es por la sencilla razón de que su motor último es su amor y su bondad hacia nosotros, en la convicción de que no serán las maravillas que pueda hacer las que nos conquistarán, sino las experiencias reales de amor y salvación, que serán las que prevalecerán. La magia pasa. El amor y la salvación no. Y nunca pasarán, aunque se encuentren en medio de grandes momentos de desasosiego. El amor está también por encima del desasosiego: "A ustedes gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios continuamente por ustedes, por la gracia de Dios que se les ha dado en Cristo Jesús; pues en él han sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en ustedes se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecen de ningún don gratuito, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los mantendrá firmes hasta el final, para que sean irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual los llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor". En ese camino de la vida, por supuesto que cada uno tiene una parte fundamental, y si no la desarrolla correctamente, aquella seducción final y absolutamente satisfactoria que deberá producir en cada uno ese amor asegurado de Dios, podría quedar totalmente frustrado, dando al traste con la belleza segura que tenemos ya prometida para el final del tiempo. Por ello, en medio de la convicción total del amor de Dios por nosotros, nuestra mirada y nuestra experiencia personal tiene que ir dando paso cada vez más sólidamente a esa convicción de amor, aunque en algún momento sintamos que nuestra fuerza pueda estar sucumbiendo.

No se trata entonces de que llevemos adelante nuestra vida solo como una sucesión de momentos que se van sustituyendo uno a otro, viviendo el día sin una mayor trascendencia. En medio de todas las aventuras hermosas que nos puede ofrecer cada segundo, podemos lograr que los visos que vaya adquiriendo nuestra vida sean luminosos, llenos de sentido, marcados por una esperanza. Pero que sean cosas que no se confundan con irrealidades tontas o vanas, de las que podrían incluso mofarse muchos que desprecian una realidad superior. Será más bien la vida de quien busca dar el mayor sentido. En medio de esa normalidad cotidiana estará la preocupación real por cumplir la voluntad de amor de Dios, por hacerse mejor, por hacer mejor la vida de los demás, por lograr un mundo que de verdad sirva a todos. Y hacerlos felices porque es lo que realmente llena el espíritu. Y porque apunta a lo más importante, que es a la búsqueda de aquella plenitud prometida y que nos espera: "Estén atentos, vigilen: pues no saben cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velen entonces, pues no saben cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Velen!" Jesús nos insiste porque nos ama. Y porque toda su obra tendrá su culminación en aquella plenitud gloriosa final que nos espera, si nos hacemos cada vez más sólidos en ese espera, activamente.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Somos responsables no solo de nuestra propia salvación, sino de la de nuestros hermanos

 Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (12, 32-48) - El Diario

El mundo es una realidad extraordinariamente rica. Surgido de la mano del Creador, ha sido colocado para el servicio del hombre, puesto en el centro y por encima de todo por la voluntad amorosa de Dios, convirtiéndose para él no solo en el lugar donde desarrollará su vida, sino en la tarea encomendada por el mismo Señor para su dominio, su disfrute y, más allá, para hacerlo cada vez mejor estancia para sí mismo y para todos. Habiendo sido un don de Dios, ha llegado a ser, por esa misma voluntad divina, la tarea más importante que debe llevar adelante en su periplo terreno. El mundo es, así, regalo y misión, don y tarea del hombre. Por su acción logrará que cada criatura llegue a ser un aliado suyo para avanzar en su cualidad humana, disfrutando de todos los beneficios que puede extraer de él, haciendo que las cosas estén legítimamente a su servicio, procurando que los bienes sean cada vez mayores y de mejor calidad, logrando con su obra cumplir con aquel primero de los mandatos divinos: "Dominen la tierra y sométanla", dejándose conducir por el amor y siguiendo la indicación clara de quien es el Providente primero de todo. Pero esto no se refiere solo a una vida personal sin incidencia comunitaria, pues el disfrute de todo lo que existe apunta a una condición esencial que el mismo hombre posee desde el inicio, que es su cualidad fraterna. El hombre no ha sido creado solo, sino en comunidad. Y todo lo que realice en su vida personal tendrá una repercusión directa en los demás hombres que con él conviven. Su acción afectará indefectiblemente la vida de la comunidad, de los suyos y de todos. Su responsabilidad no se circunscribe solo entonces a lo suyo, sino que apunta y se inscribe en una responsabilidad social clarísima que lo convoca y lo llama a responder. El mundo, por su obra, deberá ser mejor no solo para sí mismo, sino para todos, y por ello, jamás dejará de tener una responsabilidad directa y e inmediata en el bienestar de todos. No puede desentenderse de ello. Y la responsabilidad no acaba en la procura de un mundo mejor en cuanto lugar de vida terrenal, sino que esa responsabilidad se inscribe también en un aspecto trascendente en cuanto el hombre debe asumir que su realidad no acaba con el tiempo que pasa sino que se eleva a una condición atemporal que no será ya medida por el tiempo pasajero, sino que se medirá por lo que ya no tiene fin y que sobrepasa lo conocido y lo concedido materialmente. En esa realidad pasajera que es sobrepasada por la eternidad también cada hombre tiene una responsabilidad. No debe buscar solo un mundo mejor, sino que debe también procurar que en ese mundo todos valoren lo que viene en el futuro que no se acabará. Y esa será también tarea que lo ocupe. Allí habrá también responsabilidades diversas que deberán ser asumidas por cada uno a los que les corresponda y que serán tareas esenciales a cumplir.

Lo pasajero es, sin duda, una responsabilidad directa de cada hombre. A ello se suma la realidad que trasciende en la que también cada uno tiene un lugar esencial activo. Pero en esa procura de lo trascendente hay una sutilidad propia que debe ser tenida en cuenta con seriedad. En la convocatoria a unirse a la obra divina, el Señor puede comprometer de manera diversa a cada uno. Siendo todos beneficiarios de su amor y de su salvación, que es a lo que tiende aquello trascendente que sobrepasa lo simplemente material, puede haber actores y responsabilidades diversas. Así lo entendió muy bien San Pablo: "Ustedes han oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor de ustedes, los gentiles ... A mí, el más insignificante de los santos, se me ha dado la gracia de anunciar a los gentiles la riqueza insondable de Cristo; e iluminar la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo. Así, mediante la Iglesia, los principados y potestades celestes conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo, Señor nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a Dios por la fe en Él". En la tarea secular de los hombres, algunos, como San Pablo, no han sido llamados solo para procurar en la realidad temporal el bien del mundo y de procurarlo para todos, sino que se les ha encomendado una tarea extra, más sublime en cuanto trasciende lo temporal, revelándole a los hombres cuál es el fin que tendrá todo, y que irá mucho más allá de lo que desaparecerá, pues será lo que perdurará para siempre. Así, habiendo sido beneficiados cada uno por la obra de salvación, ellos son elegidos para ser anunciadores de esa salvación para los demás. Esos beneficiados serán beneficiadores para todos los otros. En el mundo habrá quienes lleven los beneficios, habiéndolos recibidos previamente, y quienes serán solo beneficiarios de ellos, pues aquellos habrán asumido seriamente el haber sido elegidos para hacer llegar la salvación a los hermanos. Y lo deben asumir como tarea propia a la cual no podrán negarse, pues Dios mismo les ha colocado esa responsabilidad en las manos: "Ay de mí si no predico el Evangelio", ha dicho San Pablo. Si procurar un mundo mejor para todos es tarea primordial para cada hombre, procurando además que todos sean beneficiarios de lo que cada uno hace no solo para sí, sino para todos, la realidad de la tarea no termina con la procura del bien material, sino que se eleva a lo que trascenderá a lo pasajero y apuntará a lo eterno. Y en ello, algunos tienen una responsabilidad crucial.

Los cristianos de hoy, aquellos que conocen a Jesús y luchan por ser fieles a Él, no son, de este modo, solo beneficiarios de la obra de amor de Dios. Asumiendo la doble responsabilidad que tiene todo hombre desde el origen, es decir, el compromiso de procurar un mundo mejor para sí y para todos, y el de recibir los beneficios del amor y de la salvación que ha regalado Jesús para cada hombre y mujer de la historia, deben también hacer orbitar su vida alrededor del compromiso al que son llamados, por haber sido beneficiados en el amor que los convoca a la eternidad y elegidos para ser causa de beneficios para sus hermanos. Su responsabilidad no es solo lograr un mundo mejor para todos, ni siquiera asumir como propia la salvación que trajo Jesús, sino que apunta a algo más sublime y que lo eleva en su misma dignidad, pues lo conecta a la obra más elevada que puede llevar entre manos, como es la procura de la salvación de los demás. Así lo sentencia Jesús delante de los discípulos: "¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que reparta la ración de alimento a sus horas? Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad les digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes". El cumplimiento de su responsabilidad es la mejor manera de asegurarse su propia entrada al gozo de la eternidad. El cristiano que lo asume así ha asegurado no solo la salvación de los suyos, lo cual lo hace un fiel cumplidor de la tarea encomendada, sino que obtiene como consecuencia para sí mismo el mayor beneficio del amor eterno. Por el contrario, el cristiano que se cree solo beneficiario y considera que no tiene ninguna responsabilidad en la salvación de los otros, arriesga incluso su propia salvación: "Si aquel criado dijere para sus adentros: 'Mi señor tarda en llegar', y empieza a pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará compartir la suerte de los que no son fieles". Ninguno está exento de su compromiso. No podemos creernos solo beneficiarios, pues todos tenemos un compromiso con los hermanos delante de Dios. A todos el Señor nos ha llenado de su amor, nos ha convocado a ser suyos, nos convoca a ser obreros de su reino para el beneficio de todos. Pero a todos también nos eleva la responsabilidad no solo a lo que pasa y se acaba, sino a lo eterno, a lo trascendente, a lo que es el regalo final que quiere Jesús que disfrutemos todos, por el cual se entregó y murió por nosotros: "El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá". Somos todos responsables y todos estamos llamados a responder, a riesgo de que al final seamos excluidos.

lunes, 21 de septiembre de 2020

No se puede ser cristiano impunemente

 X Domingo (A) | Familia Franciscana

Una pregunta crucial que debemos hacernos los cristianos continuamente es la que se refiere a nuestra idoneidad para ser seguidor de Jesús. ¿Qué se necesita tener o hacer para ser seguidor de Cristo? ¿Qué se debe hacer para que Jesús desvíe su mirada hacia nosotros y nos llame? La llamada que Él hace, ¿depende de lo que hagamos nosotros o depende de lo que hay en su corazón? En la respuesta que demos, o que descubramos, está la clave de la comprensión de lo que es el seguimiento de Jesús. Cada apóstol fue llamado por Jesús y convocado a pertenecer a ese grupo privilegiado de sus seguidores por una razón concreta. ¿Por qué los llamó Jesús? ¿Cuál fue la razón última que lo llevó a llamarlos? ¿Por qué fueron ellos los privilegiados y no otros? ¿Qué tenían ellos de especial para haber sido llamados y para que Jesús los prefiriera a ellos y no a cualquiera de los otros miles de hombres que estaban alrededor? Hoy nos encontramos con esta figura de San Mateo, un publicano reconocido que está ocupado en sus labores, con el cual se topa Jesús en su caminar, y espontáneamente, sin que medie ni siquiera un diálogo previo, es llamado por Jesús a seguirlo. Podríamos cavilar acerca de un posible encuentro anterior que hubiera habido entre ambos, en el cual Cristo hubiera podido haber presentado un esbozo sucinto de su plan de acción, pero solo serían conjeturas, pues no existe constancia de ello. Lo cierto es que Mateo recibe la llamada y responde sin dudar un segundo, abandonando todo lo que tiene entre manos. Quizá lo movió su misma condición de publicano, despreciado por sus congéneres por haberse puesto al servicio del imperio invasor romano, lo cual era una de la mayores traiciones que un judío podía cometer contra su propio pueblo. Así veremos lo que sucederá más tarde con otro publicano famoso del Evangelio, Zaqueo, igualmente inconforme con el desprecio al que era sometido por los suyos. Probablemente Mateo vio en esta llamada de Jesús una oportunidad de liberarse de ese yugo que se le hacía ya muy pesado. Jesús hubiera sido para él como un aire que refrescaba su ya ensombrecida vida. No obstante, esto no nos resuelve la gran pregunta que nos hacemos: ¿Cuál es la razón ultima de la llamada? ¿Qué tenía Mateo para llegar a ser considerado en ella? Y en consecuencia, ¿qué debo hacer o tener yo para que el Señor me llame? Observar la historia de estos personajes, que pueden ser Mateo o cualquiera de los otros apóstoles, o cualquiera de todos los que se hubieron cruzado con Él en su caminar, o cualquiera que en la historia haya escuchado claramente su nombre al ser convocado por Jesús a ser suyo, nos coloca a cada uno de los cristianos en la necesidad de mirarnos a nosotros mismos para descubrir la historia de nuestra llamada, incluso al extremo de discernir si esa llamada se ha hecho desde los labios de Jesús hacia nosotros.

Escudriñar en esa historia concreta de los apóstoles es, sin duda, querer nadar en las aguas de la intimidad del corazón de Jesús, por cuanto es pretender entender la motivación que hay en Él para acercarse a los hombres a los que va a convocar. Fijarnos en la vida de cada uno de los apóstoles es percatarse de que todos ellos son una entidad propia y diversa, entre los cuales hay adultos, jóvenes, profesionales, obreros rudos, pescadores, hombres ilustrados, hombres ignorantes, expectantes de un futuro mejor para Israel, revoltosos, espirituales, materialistas... Toda una gama variada que elimina la posibilidad de preferencia de alguna categoría específica, por lo que debemos descartar la condición personal impoluta como requisito. Ninguno ha llegado a Jesús por una recomendación previa ni con condición de exclusión de los demás, por lo que debemos aceptar que su decisión es absolutamente libre, consecuencia de su plena y total libertad divina que no necesita fundarse en razones externas, por lo cual, finalmente, es absurdo querer comprender la razón de la preferencia de unos sobre otros. En todo caso, la llamada sobre los apóstoles es para la realización de una tarea muy concreta en un momento específico, lo cual acepta la posibilidad de que exista una llamada diversa o en otro momento para algunos discípulos, para el desarrollo de otras tareas diversas o de las mismas en momentos diversos. Esto encaja mejor con lo que sucede, por cuanto no hay constancia en ningún pasaje del Evangelio de que haya habido un expreso rechazo de alguien específico por parte de Jesús. Ni siquiera se dio en los enfrentamientos más crudos que tuvo Jesús, que fueron contra los fariseos y los escribas. Lo que se debe asumir, entonces, es que no hay una llamada exclusiva y, de ese modo, es necesario aceptar que las llamadas a los apóstoles son emblemáticas de lo que hace Jesús con todos: Todos los hombres son llamados por Jesús para ser suyos, en momentos concretos y para tareas específicas. Como añadido, es necesario entonces también aceptar que la motivación última que tiene Jesús al llamar es totalmente suya, está incrustada profundamente en su corazón y no tiene miramientos adicionales externos que puedan explicarnos su decisión, fuera de una razón clarísima de amor. Así, debemos concluir que la única razón de la llamada es la del amor que hay en su corazón, por lo cual no existen preferencias, o mejor, concluimos que en ese corazón motivado por el amor, todos somos los preferidos. No hay exclusión de nadie, pues el amor nos prefiere a todos.

Habiendo aceptado esa preferencia universal de Jesús, el foco de atención se centra entonces en los convocados. Si Jesús nos llama a todos porque nos ama a todos, el peso de la responsabilidad se traslada a los convocados, es decir a nosotros. Se debe fijar en la respuesta que se da, en la calidad de esa misma respuesta y en el compromiso concomitante que significa saberse llamado y responder afirmativamente. La pregunta que se hacía -¿Qué se necesita tener o hacer para ser seguidor de Cristo?- ha recibido ya una primera respuesta: Ser llamado por Él. Y ya sabemos que su llamada es a todos y por amor a todos. Por ello, es necesario preguntarse, dando un paso adelante después de haber tenido la primera respuesta: ¿Cómo debo responder a la llamada? ¿Estoy respondiendo como Jesús quiere? ¿Qué debo hacer para que mi respuesta sea en la línea que Él quiere? ¿Comprendo bien que mi respuesta es automáticamente la asunción de un compromiso de amor con el que me llama porque me ama? Ser de Cristo es algo muy serio. Responder a su llamada no es simplemente un acto formal, sino que es un acto constitutivo, que me transforma y produce una nueva vida en mí: "Les ruego que anden como pide la vocación a la que han sido convocados. Sean siempre humildes y amables, sean comprensivos, sobrellévense mutuamente con amor, esforzándose en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que han sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo". Y la medida del don de Cristo es infinita, por lo cual nuestro compromiso es total. No se puede ser cristiano "impunemente". Es necesario serlo asumiendo todas las consecuencias de serlo. No existe solo la llamada, sino que debe darse también la respuesta para que el proceso se complete. Así como Mateo, al escuchar la invitación de Jesús: "Sígueme. Él se levantó y lo siguió", así mismo cada uno de nosotros debe levantarse y seguirlo. La llamada es un momento de gozo, pues experimentamos la alegría de la mirada de Jesús puesta sobre cada uno de nosotros y nuestro nombre pronunciado por sus propios labios, todo ello motivado por su infinito amor. Y así mismo, gozosa debe ser nuestra respuesta, pues es la oportunidad que se nos presenta para demostrarle nuestro amor a Él y, por él, a nuestros hermanos, a los que nos acercamos y servimos, habiendo encontrado el sentido pleno de nuestras vidas.