El Señor nos hace siempre la llamada a la humildad, a la entrega y al servicio. No dejará nuca de hacerlo, por cuanto es condición desde que somos sus criaturas amadas, para avanzar en el camino de la felicidad que nos tiene reservada. Su deseo más profundo es el de que seamos felices, llenos de su amor eterno, y apuntando con ilusión a alcanzar la meta de la plenitud. Ese es el verdadero camino de la felicidad y no existe una alternativa distinta. Por eso, una y otra vez insiste sobre el mismo punto. En nuestra comprensión y en la asunción de este hecho está el sentido de nuestra vida. En medio de sus situaciones tan variantes, aun de las que más nos pueden trastocar, siendo experiencias a veces terribles de dolor y sufrimiento, de enfermedad y de desprecio de los hermanos, de las mayores injusticias que podamos sufrir, de las experiencias de miseria y destrucción personales o de las que podamos ser testigos, debemos siempre reponernos, pues sabemos que no pueden ser situaciones que Dios desee para nadie. El hecho del respeto solemne que Dios tiene por la libertad que nos ha concedido como seres creados a su imagen y semejanza, nos hace a todos esa mala jugada, pues todo lo ha dejado a nuestro arbitrio, y ni siquiera Él puede hacer nada contra ello. Nos sorprendemos, pues ante un Dios que sin duda es todopoderoso, asistimos prácticamente a la confesión de su debilidad total ante la libertad que ha cedido al hombre, dejándose llevar por su inmenso amor por la criatura. Más que confesión de debilidad sería entonces de su poder, que es capaz de respetar, cuando lo más sencillo para Él sería forzar a que las cosas se den todas en un sentido positivo, con ausencia de sufrimiento y de dolor. Él sabe que aun cuando tenemos en nuestra genética la bondad natural, ella ha sido envenenada por la tragedia del pecado y del gen del mal, que nos hace tanto daño a todos. Si nos rendimos ante él, seremos inexorablemente siempre vencidos. Pero si nos dejamos llenar de su fuerza de espíritu, tenemos la seguridad de la victoria, pues Él nunca se dejará vencer sin luchar ni trasladar a nosotros esa misma fuerza suya.
En este sentido, la comprensión de los primeros anunciadores del amor de Dios al mundo en Jesús, fue la de la asunción de su absoluta necesidad de abandonarse a sí mismos, sin poner su confianza en ellos, sino abandonando toda pretensión de personalismo, aun cuando aparentemente fuera lícito, pues lo que debía brillar era Jesús, su amor y su salvación, y su deseo de que esa salvación que había procurado no fuera eclipsada ni por asomo por tentaciones de individualismos estériles. Si era necesario ceder el paso a la voluntad amorosa de Jesús, había que hacerlo sin dudarlo un instante. Es el reconocimiento de la extrema debilidad por nuestra condición de criaturas. Saber que aun cuando somos capaces de cosas extraordinarias, que incluso pueden llegar a ser cada vez mayores, no nos podemos atribuir a nosotros lo que corresponde a su amor y a su poder. De tal manera, que en ese reconocimiento encontremos incluso nuestro sosiego, pues lo dejaremos todo en las manos amorosas de nuestro Dios que siempre inspirará lo mejor para sus hijos. Por ello, San Pablo fue capaz y sabio al abandonar completamente su voluntad a las inspiraciones de Dios en favor del pueblo al que amaba entrañablemente. Sabía muy bien qué era lo mejor para ellos, y se postergó a sí mismo en favor de su bienestar, sabiendo que lo que ofrecía Dios era con mucho lo mejor. Pudiendo alzarse con su personalidad, con sus conocimientos, con su deslumbrante manera de ser, siempre consideró mejor lo del Señor: "Hermanos:¡Ojalá me tolerasen algo de locura! Aunque ya sé que me la toleran. Tengo celos de ustedes, los celos de Dios; pues los he desposado con un solo marido, para presentarlos a Cristo como una virgen casta. Pero me temo que, lo mismo que la serpiente sedujo a Eva con su astucia, se perviertan sus mentes, apartándose de la sinceridad y de la pureza debida a Cristo. Pues, si se presenta cualquiera predicando un Jesús diferente del que les he predicado, o se propone recibir un espíritu diferente del que recibieron, o aceptar un Evangelio diferente del que aceptaron, lo toleran tan tranquilos. No me creo en nada inferior a esos súper apóstoles. En efecto, aunque en el hablar soy inculto, no lo soy en el saber; que en todo y en presencia de todos se lo hemos demostrado. ¿O hice mal en abajarme para elevarlos a ustedes, anunciando de balde el Evangelio de Dios? Para estar a su servicio tuve que despojar a otras comunidades, recibiendo de ellas un subsidio. Mientras estuve con ustedes, no me aproveché de nadie, aunque estuviera necesitado; los hermanos que llegaron de Macedonia atendieron a mis necesidades. Mi norma fue y seguirá siendo no serle gravoso en nada. Por la verdad de Cristo que hay en mí: nadie en toda Grecia me quitará esta satisfacción. ¿Por qué?, ¿porque no los quiero? Bien sabe Dios que no es así". El amor de Dios en el corazón de Pablo era su último y su único motor.
Esa postergación de sí mismo es la clave de comprensión para hacerse anunciador del amor. No hay otro camino, sino solo el de abandonarse totalmente, en criterios y en voluntad, al arbitrio de Dios. No se debe buscar hacerse brillar a sí mismo, sino que se debe apuntar a que sea el Señor el que brille. Al fin y al cabo, es su luz la inmarcesible, no la nuestra. Nuestra luz, en muchas ocasiones, logrará el efecto contrario, pues es luz de criatura, no de fuente, y llevará más bien la oscuridad que no seremos capaces jamás de cubrir, a menos que sea luz que adquiramos de Aquél que es la fuente de toda iluminación. Seremos luz que valga la pena si llegamos a ser verdaderos reflejos de la luz de Cristo y la de su amor. No por nosotros mismos, que solo lograremos, si nos quedamos aislados, sin echarnos nosotros mismos a un lado, oscurecer siempre el panorama. Y no es que no sea importante lo que podamos hacer, pues Jesús nos ha dejado el mundo como tarea, pero eso importante no es lo que nosotros hagamos, sino lo que Él hará a través de nosotros, abandonados a su amor: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuando recen, no usen muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No sean como ellos, pues su Padre sabe lo que les hace falta antes de que lo pidan. Ustedes oren así: 'Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal'. Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas'". Es la parte que nos corresponde: sucumbir al amor a Dios y a los hermanos, haciendo desaparecer nuestras apetencias en función de la transparencia, de la fraternidad, del amor mutuo. Es a lo que estamos llamados: a desaparecer nosotros mismos a fin de que aparezca Jesús y su amor desde nosotros. Camino de justicia y de amor, por el cual debemos transitar sin dudar para alcanzar la felicidad verdadera.
Que esta oración sea el medio que perdona, el amor que libra del mal y de la tentación. Ayúdanos a ser una verdadera oración el dia de hoy, Padre☺️
ResponderBorrarJesús comparte con sus discípulos la oración del Padrenuestro,si todos tenemos un mismo Padre, todos nosotros somos sus hijos.
ResponderBorrarEntonces esto tiene que notar se en nuestra vida de cada día.
Jesús comparte con sus discípulos la oración del Padrenuestro,si todos tenemos un mismo Padre, todos nosotros somos sus hijos.
ResponderBorrarEntonces esto tiene que notar se en nuestra vida de cada día.