domingo, 15 de septiembre de 2019

Un Dios débil y misericordioso

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En Dios conviven dos cualidades esenciales, entre otras: la omnipotencia y la inmutabilidad. Su condición de ser superior, de estar por encima de todo, de ser preexistente y creador, origen de todo lo que existe, nos dice que Él está más allá de lo que podríamos presumir, y que siempre estaremos ante la penumbra de lo que es su ser más íntimo. Su misterio trasciende nuestro pobre razonamiento y nuestro limitado conocimiento. Por ello, finalmente, ante Él, no podremos sino entrar en la contemplación y la espera de lo que su profundo misterio nos deparará, incluso, casi siempre, sorprendiéndonos. Él es impredecible. Aun cuando esperemos de Él acciones naturales, puede actuar de una manera inusitada. Su omnipotencia y su inmutabilidad nos hacen esperar conductas que cuadrarían en la lógica de dichas cualidades, pero que al final, podrían ser las menos esperadas.

Por su omnipotencia esperamos que jamás sea vencido o doblegado. Ese poder infinito no tiene parangón. Nada es más fuerte que Dios. Lo ha demostrado siempre y seguramente lo seguirá demostrando. La misma creación es la demostración más evidente de ello. Nadie puede ser más poderoso que Aquél que hace surgir de la nada, solo con su palabra, al universo entero. Ante el poder de los enemigos de Israel, además, lo hemos visto venciendo a ejércitos poderosos que dejaban a los de Israel en ridículo, por su número y su capacidad de combate. Con un ejército insignificante vencía a los invencibles. No hay una sola vez en la que el poder de Dios se haya visto comprometido.

Por su inmutabilidad Dios no cambia. Es siempre el mismo. E igualmente sus dictámenes y sus decisiones. Dios jamás dejará de ser omnipotente, omnisciente, omnipresente. Si cambiara una sola de estas prerrogativas suyas, estaría dejando de ser lo que es, sería otro y, finalmente, desaparecería, lo cual es absurdo. Dios no puede dejar de existir, pues su desaparición acarrearía la desaparición de todo lo que ha surgido de sus manos. La misma permanencia de todo lo que existe exige que Dios sea inmutable, para poder persistir. Su inmutabilidad nos hace confiar en que Dios es un ser coherente, transparente, sin dobleces.

Sorprende, por ello, que Dios mismo llegue a demostrar debilidad y cambios de conducta. ¿Qué podrá ser tan poderoso que logre que el Dios todopoderoso e inmutable decida abandonar su esencia y comportarse contra sí mismo? Lo hemos descubierto claramente "traicionando" su propio ser en su relación personal y paternal hacia el hombre. Ante la traición afrentosa de Israel en el desierto, Dios decide arrasarlo, y le transmite a Moisés: "Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo". Era ya un decreto. Estaba decidido. Israel debía desaparecer y su poder infinito haría surgir un nuevo pueblo que sería fiel. La intercesión de Moisés es determinante: "¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel". Así, Moisés, el gran patriarca de Israel, logra lo aparentemente imposible: "Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo". El Dios todopoderoso e inmutable se transforma en un Dios débil y misericordioso.

¿Es que el amor y la misericordia de Dios lo hacen débil y mutable? Lo que hace surgir en Dios la debilidad es su infinita ternura ante quien se muestra arrepentido y convertido delante de Él. "La gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús". La mejor demostración de esto nos la describe el mismo Jesús en el relato de la parábola del hijo pródigo. Aquél que había decidido libremente dar la espalda a su padre amoroso, alejándose y cometiendo todas las torpezas posibles, cae en cuenta de su absurda conducta y reacciona: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros". La reacción del padre no es la del que censura y condena. Es la del que ama y perdona ante el arrepentimiento y el acercamiento a pedir perdón: “Saquen enseguida la mejor túnica y vístansela; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y sacrifíquenlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.

El arrepentimiento y la petición de perdón son la debilidad de Dios. Vencen su omnipotencia y lo hacen cambiar de conducta. Mutan su deseo de justicia en misericordia. Ese es nuestro Dios, el todopoderoso e inmutable, que se hace débil y misericordioso ante sus hijos arrepentidos que suplican su perdón. Es el Dios del amor y del perdón, que siempre tendrá los brazos abiertos para acogernos, por muy lejos que hayamos estado de Él.

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