miércoles, 4 de septiembre de 2019

Jesús no es solamente mío

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"También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado." Esta fue la respuesta que Jesús dio a los que, entusiasmados por los portentos que realizaba en medio de ellos, pretendían que se quedara para siempre con ellos. Había curado a la suegra de Pedro de unas fiebres que la tenían azotada y había además realizado otros milagros, siempre maravillosos, con otros enfermos y poseídos. "Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.»" La obra de Jesús conquistaba sus corazones y los dejaba tan satisfechos que en el colmo de la emoción querían que se quedara allí con ellos.

Nuestro movimiento natural es ese. Lo que nos hace bien, lo que nos beneficia, lo queremos siempre para nosotros. Que nunca se vaya, que nunca nos abandone. Queremos asegurarnos que siempre nos produzca el bienestar que nos mantiene felices. Es difícil, lo cual es humana y naturalmente comprensible, querer deshacerse de eso. Querer dejar a Jesús en mí, para que me siga llenando de su amor, para que siga haciendo sus maravillas en mí, para que me siga haciendo más hombre y mejor persona, es absolutamente natural. Ciertamente es lo que Jesús también quiere de mí. Que lo desee siempre ardientemente para estar conmigo llenándome y compensándome entrañablemente. Cuando llego a ese punto, Jesús siente la satisfacción de que yo mismo desee que esté conmigo y no quiera dejarlo partir.

El problema se presenta cuando uno siente que hay exclusividad. Que soy yo el único que tiene derecho a esa felicidad que Él produce, que nadie más puede acercarse a esa felicidad que a mí me hace sentir Jesús. Es el sentimiento de egoísmo que deja al final un sabor amargo. El egoísmo, a la larga, va minando la felicidad vivida. El sentimiento humano de felicidad es naturalmente difusivo, como el amor. Felicidad que no se difunde va trastocándose y se muta en cansancio, en rutina, en modorra. La felicidad compartida es más feliz. Así como el amor compartido es más amor. Por eso, quien se encierra en su propia felicidad y no hace a otros partícipes de ella, simplemente se cansa de estar feliz solo, y comienza a vivir más bien la tristeza de no tener con quién disfrutarla.

Ser feliz, y querer compartir la felicidad que se vive, es el punto de arranque del espíritu apostólico. Así mismo, ser feliz con Jesús mueve al apóstol a querer compartir la causa de su felicidad, que es Jesús mismo. Por eso, a Jesús hay que dejarlo partir hacia otros. Ese gesto asegura que mi felicidad sea plena. "Para que la alegría de ustedes llegue a plenitud", nos dice Jesús. Cuando el apóstol Pablo invita a los filipenses: "Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres y den a todos muestras de un espíritu muy abierto", no está haciendo otra cosa que invitando a compartir la causa de la alegría. Un apóstol es feliz no solo porque se sabe amado y salvado por el Jesús Redentor, sino porque está compartiendo la razón de su felicidad, y está logrando que los otros vivan esa misma razón y se entreguen también a ella.

Por eso, debo huir de la pretensión de querer hacerme propietario exclusivo de Jesús. Él no es solamente mío. Es más, no quiere ser solamente mío. Quiere ser de todos. Quiere ser causa de la felicidad de todos, de la mayor cantidad posible. Y cuenta conmigo. Cuando nos dice: "También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios", nos está diciendo: "Déjame ir también a los demás, que quieren también ser felices. Es más, hazme tú mismo llegar también a ellos. Si me dejas llegar a ellos, tu felicidad será mayor y podrás vivirla a plenitud. Eres más feliz dejándome partir hacia ellos, pues me quedo en ti y la felicidad de ellos será también la tuya".

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