lunes, 16 de septiembre de 2019

Somos intercesores, con fe y humildad


La oración es poderosa. Y cuando es acompañada por una fe sólida e inquebrantable, atrae la atención de Dios. Pablo exhorta a Timoteo y a la comunidad que guía: "Te ruego, pues, lo primero de todo, que hagan oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en el mando, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro". Saber que las acciones personales son apoyadas por la oración de intercesión de uno o de muchos, provee de una confianza y una solidez total.

Ciertamente, Pablo afirma también que existe un solo mediador entre Dios y los hombres. "Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos". Se refiere, como lo indica en este texto, a la mediación necesaria para el rescate del hombre por el pecado cometido, que lo puso de espaldas al Dios del amor. Solo la satisfacción concedida por Jesús, en su entrega a la muerte, solo su sacrificio en la Cruz, podía satisfacer la afrenta que ese mismo pecado había realizado. Nadie más puede ofrecer satisfacción. El sacrificio de todos los animales, como lo hacían los sacerdotes en el Antiguo Testamento, o el de millones de hombres no alcanzarían para servir de mediación o de intercesión ante Dios y alcanzar su perdón. Solo la sangre del Hijo de Dios podía alcanzar la redención.

La oración de intercesión es, entonces, una práctica común que estamos invitados a hacer los cristianos. Orar unos por otros nos hace conscientes de nuestra fraternidad. Por ella construimos más sólidamente nuestra pertenencia a un mismo cuerpo, el de la Iglesia de Cristo. Con la oración mutua nos sentimos responsables de la suerte de todos, sin que ella sea extraña para nadie. Lo dice San Pablo cuando afirma que nada de lo que vivan los hermanos le es extraño. Así, reímos con los que ríen, lloramos con los que lloran. Todo lo de los hermanos lo vivimos como propio.

Sabemos que la oración es la debilidad de Dios. Cuando la hacemos inundados de fe, sabiendo que somos escuchados, desde la humildad de saber que no somos quienes para exigir, sino simples necesitados del poder, de la providencia y de la misericordia divinas, sabremos que el Señor no dejará de escucharnos y de atender a nuestras necesidades. Más aún si confiamos al Señor la necesidad de nuestros hermanos. No se trata de una oración solo por las necesidades propias, la cual es también lícito hacerla, sino en la conciencia de que los otros quizá necesiten más que nosotros. Así, incluso, podremos asegurar la mirada de Dios sobre nuestras propias necesidades.

Una oración confiada y absolutamente desinteresada como la del Centurión que intercede ante Jesús por su siervo. Su fe en Él, sin ser judío, es inmensa. Él sabe que Jesús puede hacer algo, aun sin estar presente. "Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Di tan solo una palabra y mi criado quedará sano". Era una fe mayor que la de muchos de los que acompañaban a Jesús cotidianamente. Tanto, que el mismo Jesús queda sorprendido de ella. "Les digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe... Que se cumpla lo que has pedido". Es el poder de la oración confiada, basada en una fe firme como roca. La del que espera confiado y con humildad que su petición sea atendida y cubierta con el amor providente de quien todo lo puede.

Avancemos en esa confianza y en esa humildad. Tengamos a nuestros hermanos siempre presentes en nuestra oración, sabiendo que formamos todos parte de un mismo cuerpo y que, por tanto, orar unos por otros es orar por nosotros mismos. Y obtengamos de Jesús su favor, su amor hecho providencia. Que nos reconozca por nuestra fe y la alabe como alabó la del Centurión romano.

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